lunes, 10 de febrero de 2014

Religión y virtud en el nuevo milenio


RELIGIÓN Y VIRTUD EN EL NUEVO MILENIO

 

Por Javier Brown César

 

Conclusiones de mi tesis de Filosofía, publicadas con algunas variaciones en la Revista Palabra No. 70, de octubre-diciembre de 2004, bajo el título "Religión y mundo postmoderno"

 

Si el siglo XX fuera una enfermedad, con toda seguridad sus secuelas se harían sentir durante varias generaciones. En pocos siglos se ha dado una conjunción de hechos tan extremos y disímbolos: al lado de grandes descubrimientos y logros científicos, encontramos el horror del genocidio técnicamente inducido; al lado de maravillosas manifestaciones de arte, encontramos grandiosos monumentos a la decadencia y la miseria humanas; al lado de grandes líderes y estadistas, encontramos magnicidas, terroristas y dictadores perversos.

 

La herencia ideológica del siglo XX es aún más brutal: si bien fue hacia finales del siglo XIX que Nietzsche postuló la muerte de Dios, es hasta bien entrado el siglo anterior que se hacen sentir los efectos de una sociedad sin Dios y sin personas, habitada sólo por fantasmas y sujetos individualizados sin aspiraciones trascendentes. La resaca ideológica es resultado de una pléyade de ismos destructores de la persona y sus valores, de la comunidad y sus aspiraciones y de los ideales y sus proyecciones: subjetivismo, sensualismo, relativismo, individualismo, egoísmo, hedonismo, consumismo, fundamentalismo, segregacionismo, integrismo y otros tantos ismos, que integran el panteón contemporáneo.

 

1. La (in)definición de la religión


 

Al final de cuentas, los efectos de la catástrofe de la persona y sus valores que tuvo lugar en el siglo XX, se perciben con claridad en la religión. Al día de hoy, causa profunda extrañeza que nos atrevamos a definir la religión como virtud; más bien, la religión ha recibido una sentencia negativa, no es palabra talismán, sino especie de término tabú. La religiosidad del nuevo milenio es extraña, exótica, e incluso, por qué no decirlo, paradójica: lleva en sus prácticas la raíz de su propia destrucción.

 

La religión ya no es, para el hombre de la calle, una virtud moral, sino una especie de doble vía muy parecida a aquella que bosquejara Parménides en su poema, y cuya valoración depende de en qué lado del camino se esté. Para los científicos agnósticos y ateos, la religión es un camino que no lleva a ningún lugar o que en el caso extremo, lleva directamente a la perdición: la religión es inútil, porque no habiendo ningún Dios o no siendo posible su demostración experimental, no tiene sentido buscar realidades indemostrables; o peor aún, se da una actitud de sustitución en que las prácticas tradicionalmente ordenadas a Dios, se transfieren a la ciencia.

 

El sentido de lo religioso como el repaso del culto divino (en su derivación de relección), se ha transmutado por el repaso de los textos científicos o en su defecto, de los manuales y cursos de realización personal; lo mistérico es reemplazado por lo esotérico. Se da aquí una perversión de la religión en sentido objetivo (Lang), o sea, referida a quién se debe adorar. La perversión cientificisista es sólo una de las posibles tergiversaciones objetivas de la religión, y sin duda alguna, no es la peor: también se pueden considerar con detenimiento otras formas perversas de culto: a la apariencia personal, al dinero, al sexo, al poder, a los bienes materiales, a la riqueza económica e incluso, en el caso extremo, al demonio.

 

Si bien el primer sesgo se da en lo concerniente a la consideración de las cosas divinas, el segundo se da con respecto a la consideración de la religión como la re-elección, de Aquél a quien por negligencia hemos perdido. En primer lugar, porque el ser humano del siglo XXI, profundamente individualizado, no suele sentir que ha perdido las realidades personales y espirituales sino sólo las realidades materiales; es como el niño que todavía no madura y que cuando su padre le quita la paleta de la boca, lo que quiere es la paleta y no un padre que lo consuele. El materialismo, el hedonismo, el sensualismo y sus concomitantes ideales de auto-gratificación producen una sin igual sensación de pérdida meramente material: es lo material lo que nos duele perder, por ende, buscamos re elegir a las cosas materiales que habíamos elegido pero que alguien nos quitó de las manos, sea porque nos faltara algo en el bolsillo o porque estaban demasiado lejos como para agarrarlas.

 

Otro sesgo preocupante se da en lo relativo a la religión como religar, cuyo sentido profundo se da cuando uno se vuelve a ligar a aquél a quien estaba originalmente ligado, y cuya expresión magistral encontramos en esta frase de San Agustín de inigualable poderío y belleza: fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum, donec resquiescat in te. La religación contemporánea se parece más a una regresión, que a la vía ascendente que nos lleva al éxtasis y al amor de Dios; regresión al seno materno, al humos primordial, a las aspiraciones de la carne, a las delicias de los placeres desenfrenados. O también, la religación puede interpretarse como superación (aufhebung) de la regresión: como un ir más allá de Dios en búsqueda de quien tal vez pueda dominar a Dios (demonismo) o como la búsqueda de aquello que ya no requiere de Dios (por soberbia, autosuficiencia o el sentimiento de que se domina todo y de que nada queda fuera de nuestro alcance y poder).

 

En cualquier caso, la definición de religión ha quedado relegada, marginada, torcida o sesgada. Ya sea que se postule que la religión es el opio de los pueblos (Marx), o que se le confunda con una determinada iglesia, secta o comunidad de creyentes, se ha perdido de vista el sentido originario de la religión: la noción de deuda insalvable. Dos caminos torcidos encontramos a cada momento: la falsa (in)dependencia y la tendencia desviada.

 

La dependencia primaria e inicial de todo ser humano es para con sus padres, de ahí se puede dar un salto casi natural a la dependencia respecto del Padre soberano, creador y fin de toda la creación; no obstante, el salto se ha evitado sustituyendo la auténtica relación paternal, sus cuidados, preocupación y capacidad de perdón, con otras formas de dependencia mucho menos benignas, mayormente destructivas y potencialmente condenatorias: la dependencia con respecto al Estado, al destino, a la ciencia, a la fortuna o al prójimo. En todos estos casos se puede dar una falsa sensación de independencia, o mejor aún, de autosuficiencia: el que ya no necesita nada y se basta a sí mismo, sólo recurre a otros en casos de emergencia o necesidad, pero sólo depende de ellos para las coyunturas, no para estructurar una vida cuyo sentido está en el múltiple haz de relaciones de dependencia que crea e irradia.

 

Los psicólogos le han dado un matiz negativo a las relaciones de dependencia, sea a las cosas (al dinero, a los fetiches, a los amuletos y talismanes), sea a las personas (a los padres, a las mujeres u hombres, etc.), pero suelen dejar de lado la noción de la sana dependencia providencial, postulando la independencia total, la absoluta libertad de ataduras, la falta completa de religación; de esta forma, contribuyen a minar, sistemáticamente, la sensación de que el ser humano no se basta a sí mismo: a la indigencia natural, han opuesto la autosuficiencia terapéutica.

 

En lo que respecta al aspecto tendencial, la aspiración por el Sumo bien ha sido mermada de raíz por dogmas relativistas, individualistas y solipsistas: si cada quien tiene su propio bien, no es necesario considerar lo bueno en sí; si lo bueno en sí no cae dentro de nuestro ámbito tendencial, entonces podemos concentrarnos siempre en los fines intermedios, y dar por descontado el fin final, con lo que sustituimos al fin por los medios; si el fin de la vida es la felicidad del individuo, entonces poco importa que haya un mundo por conocer y trabajar y poco importa que haya personas a las que debemos amar; si cada quien está cerrado en sí mismo, para qué entonces abrir sus secretos y su intimidad al otro ignoto, en última instancia, la confesión sacramental es reemplazada por la terapia profesional.

 

El honor pagano exaltó la caballerosidad, el espíritu de sacrificio, y el sentido del deber, pero esta ética caballeresca cuando se daba en su versión secularizada, contribuía, a fin de cuentas a generar una individualidad más noble, esforzada y combativa. El honor contemporáneo suele ser una cuestión superficial, vana, carente de esfuerzos: honorable es el que detenta los altos cargos, las altas dignidades, sin importar su origen, destino, actitudes y acciones; pero más allá todavía, para muchos Dios ha dejado de ser considerado como El Digno entre los dignos, para pasar a ser objeto de indignidad, como sería el caso de quienes predican el cientificismo ateo: creer en Dios es una mala creencia, un residuo mitológico que debe eliminarse de la sana y recta conciencia científica; incluso se llega a confesar, con cierta pena, que se cree en Dios, llegándose al extremo de considerar que es de valientes no creer más que en sí mismo. Muchas personas se persignan ante otros sin pena, y ya pocas recurren a Dios con seriedad: la máxima dignidad se ha puesto en el poseer, en el tener, y no en la plenitud del ser, cuya sublime expresión es sin duda Dios.

 

La reverencia se ha transferido de Dios, al Estado Leviatán (o a otros objetos) y no sólo en las monarquías hereditarias, sino también en las repúblicas e incluso en las democracias contemporáneas, donde la reverencia se da a la sociedad civil, a los medios masivos, al poder de los votos, a tal grado que pareciera que detrás del imperfecto actuar de las instituciones democráticas se diera una providencia y un gobierno sapientísimos; la mano de Dios que para Smith antes guiaba al mercado, ahora guía al estado democrático, para  todos aquellos que consideran a la democracia como nuevo objeto de reverencia.

 

No otra cosa que reverencia es el ritual de unción de un nuevo gobernante, legislador o magistrado, no otra cosa que reverencia es la actitud de renuncia y postración que observamos se guarda ante determinadas personalidades, celebridades, políticos e incluso ante cosas cuyo valor parece ser mayor que el santo sudario: un fragmento de la Constitución original, la Bandera que fue hondeada en tal o cual gesta heroica, el salvador o padre de la patria; y en el trasfondo, por completo relegado, yace enterrado por nuestro mal asumido patriotismo, el mismísimo Padre de toda la humanidad, el único Providente y el único que con infinita sabiduría gobierna los destinos del mundo.

 

Se da también un fenómeno de transferencia del temor, porque para muchos, el temor, al no poderse ya dar como don, se ha encarnado en múltiples miedos enraizados en nuestros defectos y limitaciones, los cuales son sobrecompensados con la idea de la fatalidad del destino o de la infalibilidad de la suerte. Para el pensamiento materialista e individualista, el sentimiento de indigencia humana produce una tremenda angustia que ya no es posible superar mediante la fe en Dios: el hombre contemporáneo se angustia ante la nada porque detrás de sus creencias está sólo lo perecedero, como el dinero y sus contingentes seguridades, la apariencia y su frágil sustento, la vanidad y su inútil apasionamiento. Ya no tememos a Dios o porque no tenemos Dios o porque al carecer del don del temor, nuestros temores no tiene sustento, fibra, roca que los soporte, y nos aniquilan, nos obnubilan, nos paralizan.

 

2. La interioridad religiosa


 

La consagración de uno mismo se ha degradado debido a que sus fines se han desviado: al cuerpo se le consagra y prepara para la gloria deportiva o para el lucimiento artístico; la mente se prepara y disciplina para la gloria académica o para el lucimiento retórico. Los votos, si no se reducen a derecho político, se consideran obsoletos si implican renuncia alguna, sobriedad o sometimiento a otro. El hecho de ofrecerse en sacrificio a Dios causa extrañeza y se llega a considerar como práctica de hombres santos: el holocausto de nosotros mismos llega a tener otros fines y objetos: el Estado, la política, los honores, las riquezas materiales, y en función de estos ideales se relega el servicio y la sumisión a Dios.

 

¿A quién o qué nos sometemos?¿A quién nos entregamos? ¿A quién o a qué nos ofrecemos a servir? Usualmente, el ser disminuido en su facultad espiritual se encuentra expuesto a las tempestades de la vida, a las contingencias y emergencias, como una hoja en la tormenta, constantemente angustiado, porque ninguna persona humana u objeto es capaz de colmar su aspiración, consciente o no, por entregarse a la divinidad. La actitud  gozosa y la pronta solicitud suelen darse en relaciones serviles o en amistades por placer o conveniencia, lo que convierte a quienes así se relacionan en especies de objetos hechos uno para el otro o uno para servir al otro en una relación intrascendente y poco duradera.

 

La meditación y la contemplación también se han rebajado hasta convertirse en prácticas ordenadas a la autogratificación y la autosatisfacción. La consideración atenta de la bondad divina y sus beneficios se está relegando en aras de técnicas que buscan que la meditación se convierta en una actividad que aleje del mundo, concibiéndose como  una especie de terapia cuyo único sentido es hacer frente al hartazgo y al tedio de la vida moderna, mediante el olvido que se induce usualmente bajo la influencia de técnicas orientales: se trata de un alejamiento del mundo.

 

La contemplación deviene usualmente una práctica hedonística ordenada a gratificar los sentidos y a evadir la mente, para que no seamos conscientes de nuestros propios defectos y de la necesidad de apoyo que sólo el Ser supremo puede colmar, de esta forma, se da un trance mántrica o físicamente inducido, que produce la reclusión de la persona en la negrura de su mente. Como resultado de estos sesgos psíquico-espirituales, el auténtico gozo espiritual es reemplazado por la autocomplacencia momentánea. La conclusión del tiempo dedicado a la meditación o incluso al yoga, coincide con la reintroducción de la conciencia en el mundo y por una sensación temporal de alivio, la cual dura en la medida en que la tristeza se acompaña de esperanza y la alegría de caridad; pero, habiéndose perdido la fe, se da una sensación de falsa autosuficiencia, una especie de angelismo para el cual el individuo es fuente de perfección, y la colectividad, fuente de contaminación: de ahí la necesidad de aislamiento y recreo y de ahí el gasto improductivo que se hace para negar la conciencia de la propia indigencia y finitud, y la necesidad de socorro urgente.

 

La entrega de nuestras vidas, el holocausto de nosotros mismos suele hacerse sin objeto, sin nobleza y sin sentido de finalidad y trascendencia. La actitud de entrega queda contaminada de mercantilismo y pragmatismo: me entrego en la medida en que obtengo algún beneficio concreto e inmediato, en caso contrario, me recluyo en el círculo solipsista de mi propia gratificación. La renuncia ha quedado preñada de afanes mercantilistas: sólo me doy en la medida en que recibo algo a cambio, con lo que se instala y consolida en la conciencia moral, la lógica del recibir, desterrándose así la posibilidad de madurez  y sus imperativos de entrega desinteresada, donación altruista y servicio gratuito; de esta forma, quedamos sometidos al círculo vicioso trabajo-dinero-diversión autogratificante: se vive para trabajar, se trabaja para tener dinero y se tiene dinero para el ocio improductivo que implica la satisfacción de los propios deseos y la esclavitud de los sentidos; poco importa que existan necesidades y aspiraciones espirituales y trascendentes no satisfechas o que la mente se quede en la inmediatez y la particularidad propias de las experiencias sensibles.

 

En congruencia con la merma de la comprensión de la religión y su aporte para la vida de perfección, hemos relegado la oración o por lo menos la solemos considerar como una práctica residual, a la que sólo se recurre en momentos de emergencia o con el fin de alterar o modificar lo que sólo en apariencia es la ley inflexible del destino o las asignaciones caprichosas de la fortuna Y si acaso nos atrevemos a formular nuestras oraciones cabría preguntarnos a quién o a quiénes nos dirigimos ahora para impetrar, pedir o suplicar.

 

La merma de nuestra capacidad para orar se da tanto en lo que se pide como en la forma de pedir. Nuestras peticiones comunes suelen estar recubiertas de una capa de desinterés con la que tratamos de ocultar afanes y fines egoístas, mezquinos y caprichosos. Ya no deseamos la unión con Dios o por lo menos la relegamos en aras de la unión pasional con otros, de la unión material con los privilegiados o de la unión forzadamente solidaria con los más desafortunados. Pero también fallamos en la forma de pedir, porque lo hacemos como si se tratara de exigencias imperativas, con el recurso al chantaje, la conmiseración o la oferta de tratos o votos difíciles de cumplir.

 

El fin de nuestras oraciones no es ya la honra de Dios (ad majorem dei gloriam), sino el afán por ser uno mismo el sujeto al que se debe honrar, de tal forma que lo que pedimos suele tener como centro nuestros afanes, intereses, deseos y caprichos y no nuestra más íntima necesidad de someternos en espíritu a Dios, y de reconocer la dependencia de nuestra frágil naturaleza con respecto a su poder y bondad. El movimiento del entendimiento se dirige a objetos y estrategias que buscan hacerse cada vez con más objetos: la mente se distrae de la búsqueda, desinteresada o no, de la verdad, para concentrarse en la inmediatez del éxito material espontáneo, del aumento sin medida de los placeres corporales, y de la satisfacción rápida de nuestras necesidades de gratificación y satisfacción.

 

Así vista, la oración se convierte en una especie de acto pasional que se da en función de determinadas situaciones que nos ubican ante umbrales difíciles de franquear, que cuando se conscientizan a plenitud, nos mueven a tratar de remover obstáculos recurriendo a la manipulación arbitraria de los designios divinos. Desgraciadamente, en nuestras oraciones los bienes temporales son exigidos como algo necesario para la salvación y sin duda alguna, no los pedimos ni de manera perseverante, sino esporádica, y desde luego, no con auténtica piedad, sino con arrogante ampulosidad.

 

Pedir para los demás vale ahora sólo en la medida en que los otros representan para nosotros alguna utilidad, algún beneficio, algún placer repentino y grato; y desde luego, pedir por nuestros enemigos suele ser considerado como una muestra de brutal fragilidad o de abierta imbecilidad: si nuestros enemigos no desean algún bien para nosotros ¿para qué entonces debemos solicitar algo para ellos o pedir por ellos? La lógica que opera detrás de estas consideraciones es la del beneficio personal, por lo que todo aquello que pueda perturbar dicha lógica es abiertamente repudiado.

 

Si bien la oración privada ha perdido su sentido como petición expresa de que se haga la voluntad del Creador, la oración pública practicada por algunas sectas o iglesias particulares ha caído, en muchas ocasiones y por gracia de los medios masivos, en un espectáculo en el que lo importante es que el público vea las muestras de grandeza propias de los desplantes de algunos pastores que han hecho que se pierda la atención en lo que se dice, en el sentido de lo que se dice y en el fin que se persigue con lo que se dice, llegándose a centrar la atención en el aspecto espectacular y vistoso.

 

En consonancia con la degradación de la virtud de la oración, se han mermado o pervertido las virtudes concomitantes: la fe, la humildad y la devoción. En muchas ocasiones, la fe se sustituye por un falso sentido de auto importancia, según el cual no se considera que se ha de obtener lo que se pide, en función del fervor religioso, sino en función de la percepción desmedida de la importancia del propio yo, lo que aleja toda posibilidad de reconocer la propia indigencia y por ende, ahuyenta a la humildad, y contraría a la devoción. Así, la oración no acerca más a Dios, porque el alma no se eleva a él, sino sólo el deseo desmedido nacido de pasiones egoístas; además, y en función de esta degradación, la oración se convierte en una exhortación o llamada de atención y los motivos para que nuestras peticiones sean escuchadas no consideran ni la santidad divina ni el agradecimiento que a Dios debemos por los múltiples beneficios recibidos.

 

3. La exterioridad religiosa


 

Al ser la interioridad el punto firme a partir del cual se construye la exterioridad de la religión, cualquier merma en ésta, constituye una baja sensible de la virtud exterior. El cuerpo y su gloria han sido exaltados a tal grado por la cultura consumista, sensualista y hedonista, que la prosternación como signo expresivo de reverencia encuentra otros objetos diferentes a Dios: el gimnasio, la dieta naturista, la medicina alternativa, el yoga, las terapias físicas alternativas, etc. El cuerpo se somete a una rigurosa y en ocasiones cruel y extenuante disciplina cuyo fin es el cuerpo mismo, disciplina que no conoce un lugar determinado para ejercerse: si bien antes el cultivo del cuerpo se daba en el gimnasio, ahora y gracias a la tecnología y al desarrollo de técnicas ejercitadoras, se puede dar en el jardín, la casa, el centro deportivo, la oficina, el automóvil, el transporte público e incluso en la escuela, durante las horas de clase.

 

Parece que cada vez es menos común la práctica de arrodillarse ante la divinidad en señal de indigencia, incapacidad y dependencia. Las rodillas se doblan, pero sólo con fines rituales difusos o para expiar culpas inconfesables. La prosternación corporal ante Dios es una práctica cada vez menos común, porque el individulista autosuficiente no siente reverencia interior hacia Dios, sino sólo una difusa motivación que lo orilla a entregar su vida en sacrificio a quien no se debe.

 

El sacrificio ha perdido su sentido religioso pero ha adquirido un nuevo sentido social, económico, político y cultural. Nos sacrificamos por otros, por la familia o por realidades abstractas sin vida espiritual propia: el sacrificio en aras de la ciencia y del progreso, se da según una concepción evolucionista lineal, para la cual todo tiempo futuro será mejor, porque el cientificismo y el racionalismo extremos exigen no sólo que el pasado sea superado, sino también sepultado; el sacrificio en aras del Estado o de la revolución se da bajo el supuesto de que es posible construir un orden político y social más justo si antes se ofrecen víctimas propiciatorias o mártires políticos; en economía, se exige el sacrificio de una generación para que las siguientes puedan disfrutar de las mieles del crecimiento económico bajo el supuesto simplista de la derrama de los beneficios.

 

Las cosas que antes se ofrecían en sacrificio a Dios, han sido reemplazadas por seres humanos que se ofrecen en sacrificio a los dioses de la ciencia, el Estado o la economía. En los altares de los nuevos dioses millones de personas fueron ofrecidas a entes anónimos, indiferentes y déspotas que finalmente terminaron por engullir a los sacrificados sin consideración alguna, con el resultado de que aquellos que sobrevivieron fueron capaces de gobernar, regir y dirigir los destinos de los sobrevivientes, parados sobre los cadáveres de víctimas inocentes y olvidadas.

 

En la tensión entre interioridad y exterioridad, la primera es sacrificada porque sus efectos no son visibles, medibles, ponderables, de tal forma que lo único valioso parece ser ahora la exterioridad extrovertible, ruidosa, chismosa. Poco importa que las personas tengan un espíritu devoto, lo importante es ofrecer algo exterior vistoso aunque la interioridad haya quedado vacía y sin contenido: lo que importa es lo visible, lo tangible, lo palpable, los imponderables del alma y las nubosidades del espíritu son dejadas de lado en aras del altar de lo perceptible; esto no es otra cosa que pérdida de fe, porque hemos dejado de creer en aquello que no podemos ver, para sólo creer en aquello que es vulgarmente visible. 

 

En consonancia con el sacrificio inútil de vidas humanas en los altares del progreso, la ciencia, la economía y la política, las ofrendas que hacemos tienen un objeto y un fin desviado: ofrecemos cosas a quienes pretendemos manipular para que cumplan ciertos deseos. Y sin embargo, una de las peores formas de ofrecerle algo a alguien consiste en adquirir o poseer  cosas de manera notoriamente injusta con el único fin de satisfacer a algún líder político, dirigente obrero, industrial acaudalado o candidato en campaña. Bajo esta lógica del ofrecimiento por conveniencia e interés se da lo primero y mejor de las cosas a quienes se pretende complacer: se organizan grandes fiestas, festines y celebraciones para lograr la construcción de alguna obra pública, para obtener el apoyo de algún líder o dirigente o simplemente para incursionar en la lógica de las mutuas complacencias y cortesías. La fiesta, antes que celebración, puede llegar a convertirse en el gasto improductivo de lo mejor de uno para lograr algún fin particular que no precisamente suele ser el reconocimiento del beneficio divino, sino la búsqueda sin sentido de beneficios personales.

 

Todavía recuerdo que durante algunos años mis padres fueron fieles a la práctica de ofrecer el diez por ciento de sus ganancias para proveer de lo necesario para la subsistencia de todos aquellos que estaban al servicio del culto divino; sin embargo, la crisis económica, estatalmente inducida provocó la desviación de este diez por ciento que de caer en manos de Dios comenzó a ser sólo propiedad del César. De esta forma, el tan sonado Impuesto al Valor Agregado (IVA) vino a funcionar como el mecanismo ideal de exacción para un Estado preocupado por todo, menos por la obligación de cuidar a los pobres.

 

Por otro lado, las promesas hechas a Dios, los votos, han perdido su finalidad, sentido y orientación. Si hablamos de votos, las personas frecuentemente preguntará qué son los votos o por quién se ha de votar. Inclusive, en sociedades democráticas secularizadas, los únicos votos legítimos parecen ser aquellos que se emiten para elegir a los gobernantes, usualmente de manera voluntariosa y caprichosa, sin deliberación, sin propósito y sin comprometerse de alguna manera.

 

Los votos religiosos son vistos ya como una realidad exótica que sólo vale para aquellos que entran en las órdenes, o sea, para aquellos que aspiran al estado de perfección mediante el servicio a Dios. Si se nos pide que prometamos algo a Dios con el fin de lograr un mayor bien quizá preguntemos: ¿acaso se debe prometer eso? ¿No estamos acaso exonerados de este ejercicio de sometimiento reservado sólo a los religiosos y religiosas? O incluso en el extremo, y regresando al caso de la práctica política democrática, los votos se dan sobre cosas vanas o inútiles y sin sentido alguno de solemnidad o de obligación.

 

Desgraciadamente, la exterioridad religiosa, mermada desde sus mismos inicios, afecta también prácticas en donde el nombre de Dios es utilizado de diversas maneras: el juramento religioso es suplantado por el juramento superficial: te juro por Dios....; testimonial: te lo juro...; servicial: te juro que lo haré...; o terminal: lo juro por mi… o por mis… Si acaso se da el juramento invocando a Dios como testigo, se hace de manera superficial, para cosas insignificantes y banales, como cuando apostamos, jugamos o presumimos haber hecho algo que nadie cree que podamos haber hecho.

 

Otra práctica que el cientificismo rampante ha enviado a la región de lo exótico es la utilización del nombre de Dios a manera de conjuro. Tal extraña resulta esta práctica que muchos sólo la han visto en alguna que otra película. Las súplicas que se hacen a los superiores o los mandatos que se hacen a los inferiores ya no basan su eficacia en la invocación del nombre de Dios, sino ante todo en el prestigio, en la legalidad o las normas positivas, en la justicia, la autoridad o las razones de Estado. Sin duda alguna, es la ciencia la principal encargada de arrogarse la eficacia que antes se atribuía el uso del nombre de Dios, porque gracias a la eficacia manipuladora o salvífica de la ciencia o incluso de ciertas prácticas supersticiosas es posible engañar arteramente a los superiores o manipular hábilmente a los inferiores.

 

Tampoco el uso del nombre de Dios vale ya para conjurar a los demonios, ya que nuestros demonios no son ya a los que temían las personas que vivieron en tiempos de Cristo. Nuestros demonios son más peligrosos porque en muchas ocasiones no se les identifica con claridad, pero su potencial destructivo es enorme si se les compara con la caricatura que al día de hoy se ha hecho del demonio, como personaje repugnante, vestido de rojo, con cuernos y cola, siempre rodeado de llamas y siempre sonriendo maliciosamente. Esta caricatura distrae nuestra atención de los auténticos demonios del nuevo milenio: la indiferencia, el individualismo, el narcisismo, el egoísmo, el relativismo, el fundamentalismo y el integrismo.

 

La alabanza a Dios ha perdido su finalidad, que consiste en que la alabanza externa de los labios a través de la cual se testimonian las admirables obras de Dios se acompañe de la alabanza interna del corazón: ahora nos preguntamos qué sentido tiene alabar, con qué fin se hace, cuál es su utilidad, con lo que se llega a la conclusión de que resulta mejor alabar a aquellos a quienes se les puede pedir algo tangible a cambo. El pragmatismo burdo que ha anidado por aquí y por allá, considera inútil cualquier forma de admirarse ante las maravillas del creador, porque esto no produce beneficio material alguno; al contrario, es mejor dirigir nuestras mejores palabras de admiración a quienes pueden darnos algo a cambio: la alabanza ha devenido adulación.

 


4. La viciada religiosidad “postmoderna”


 

El ambiente religioso de este milenio está enrarecido, contaminado: al haberse desviado a tal forma la recta conciencia religiosa y los deberes propios de la persona para con Dios, se ha caído en la más peligrosa y destructora religiosidad mal encausada o irreligiosidad destructora de lo sagrado. Nuestra contemporaneidad es prolija en supersticiones y prácticas supersticiosas, aun a pesar de los cánones de los hombres de ciencia. Si bien el cientificismo parece haber abolido la sana religiosidad y la conciencia del deber para con Dios, ha instaurado en su lugar una perversión de la moral religiosa tanto del lado objetivo: en quién creemos, como del lado subjetivo: cómo creemos en aquel en quién creemos.

 

El nombre de Dios ha pasado a ser un medio de cambio, un objeto de consumo: se le usa para apuntalar la eficacia de prácticas supersticiosas o con fines de adivinación, dándose así adiciones superfluas o falsas y en no pocas ocasiones perversas. A tal grado se han desgastado el buen nombre y prestigio divinos, que se han convertido en monedas de uso corriente. Por todas partes deambulan falsos profetas y mediadores: farsantes que se presentan como mediadores de Dios, como sus auténticos representantes, como habiendo recibido una revelación inusitada, usualmente sólo con fines simoníacos.

 

Estos nuevos predicadores apuntalan constantemente a nuestros nuevos ídolos: el dinero y la riqueza meramente material; el culto al cuerpo y el afán de tener una apariencia atractiva; la exaltación de lo exótico y lo extraño, la preponderancia de lo extranjero. A cada momento, con nuestra inclinación supersticiosa, construimos ídolos de oro con pies de barro. Estos ídolos se hacen cada vez más firmes gracias a nuestros afectos mal encausados, a nuestro deseo de contemplar imágenes grandiosas aunque vacías de contenido espiritual y debido a la ignorancia de la naturaleza sin igual de Dios. Se da aquí un desorden afectivo que nos dispone a venerar a personas u objetos como si fueran nuestros creadores y salvadores. Quizá lo más preocupante es que la escuela pública contemporánea, profundamente atea y antirreligiosa, ocasiona una merma considerable en el conocimiento de lo religioso, produciendo la ignorancia religiosa que conduce a la falsa religión: la religión del pueblo.

 

La adivinación adquiere formas extraordinariamente variadas en la actualidad, que van desde el recurso expreso a los demonios, hasta versiones light: todos los días podemos ver en los diarios la sección dedicada a los horóscopos y en muchas revistas encontramos secciones especiales, así como anuncios; también podemos comprar libros con el horóscopo y las predicciones del año o consultar el horóscopo por vía telefónica, en la radio, la TV o Internet. Los medios masivos han apoyado la difusión de la superstición adivinatoria, aunque no tanto en el caso de ciertas prácticas consideradas como esotéricas: la lectura del tarot, el echar monedas para leer el I Ching, el recurso a la Bola de Cristal, la quiromancia, la lectura de los residuos del café. Hay toda una economía basada en quienes creen en la eficacia de las prácticas adivinatorias y que están dispuestos a pagar a cambio de esperanzas, bajo una fe inauténtica.

 

Prácticas consideradas como de magia blanca también son comunes, pero con menos difusión en los medios, formando parte no sólo de una economía subterránea, sino también de un mundo poblado de espíritus buenos y malos. No es poco común escuchar que alguien se fue a curar por medio de una limpia o haciendo uso de ciertas medicinas alternativas sin fundamento científico en las que se pone toda esperanza de sanación: sobre todo si su origen es autóctono, exótico u oriental. También es común escuchar acerca de encantamientos: como echar la sal, el mal de ojo o el uso de amuletos y talismanes con diversos fines, que van desde buscar influir en el destino, hasta hacer daño a otras personas.

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En muchas de estas prácticas se invoca explícitamente el nombre de Dios y se le usa a manera de conjuro; en las misas negras, se le invoca con el fin de insultarlo utilizando palabras que sólo muestran despecho, desprecio, soberbia o pedantería. Pero también hay quienes prefieren otras formas de tentar al destino (como algunos de ellos llaman a Dios): con actos de temeridad u osadía, poniendo en riesgo su vida, con actos deportivos temerarios u osando deteriorar su vida innecesariamente.

 

En materia de juramento, Dios llega a ser sustituido por el honor, el prestigio, el buen nombre, nuestros padres o hijos e incluso miembros o partes del cuerpo. En los tribunales, se llegan a falsear declaraciones y documentos bajo juramento. Frecuentemente se pone a Dios como testigo de manera totalmente vana o como absurda muestra de soberbia y prepotencia. Hay quienes juran incluso ser enviados de Dios y ser los conocedores de un destino inflexible en el que ellos pueden influir.

 

Uno de los casos extremos de irreligiosidad se da con la profanación de lo sacro, porque se trata de una forma de plantear un reto, que llega al desplante; el desarrollo de una actitud extrema y radicalmente opuesta a la moral y la vida de perfección. El más grave es sobre todo practicado por las sectas anti-cristianas, autodenominadas satánicas o demoníacas. La profanación de lo sacro suele ser una burla, que en el fondo sólo es síntoma de soberbia, frustración y desde luego, falta de fe y desorientación en la vida.

 

Finalmente, y no menos escandalosa es la compra-venta de lo religioso, en sus variadas formas: sea gracias a garantías de salvación o de transformación o por la atribución de una función mediadora específica. Hemos llegado a escuchar de varios casos en los que los templos religiosos son asaltados, con el fin de privarlos de algunos de sus más preciados objetos sagrados o de sus reliquias. Muchas de las sectas que han proliferado en todo el mundo y de manera muy especial en México han encontrado la manera de lucrar con la ingenuidad y la credulidad y muchas otras personas lucran tratando de desprogramar a las personas que cayeron bajo el control de alguna secta.

 

En estos tiempos en los que se ha negado el sentido y el alcance de lo religioso, se ha dado una caída libre hacia prácticas que sólo ponen en evidencia la connaturalidad de la religión: cuando la auténtica religión es desterrada de la vida, entran en ésta un conjunto de aspiraciones, afanes, orientaciones y prácticas que producen una merma considerable tanto del lado objetivo, o sea, aquello en lo que se cree, como del lado subjetivo, o sea, la manera en que creemos.

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