RELIGIÓN
Y VIRTUD EN EL NUEVO MILENIO
Por
Javier Brown César
Conclusiones
de mi tesis de Filosofía, publicadas con algunas variaciones en la Revista
Palabra No. 70, de octubre-diciembre de 2004, bajo el título "Religión y
mundo postmoderno"
Si
el siglo XX fuera una enfermedad, con toda seguridad sus secuelas se harían
sentir durante varias generaciones. En pocos siglos se ha dado una conjunción
de hechos tan extremos y disímbolos: al lado de grandes descubrimientos y
logros científicos, encontramos el horror del genocidio técnicamente inducido;
al lado de maravillosas manifestaciones de arte, encontramos grandiosos
monumentos a la decadencia y la miseria humanas; al lado de grandes líderes y
estadistas, encontramos magnicidas, terroristas y dictadores perversos.
La
herencia ideológica del siglo XX es aún más brutal: si bien fue hacia finales
del siglo XIX que Nietzsche postuló la muerte de Dios, es hasta bien entrado el
siglo anterior que se hacen sentir los efectos de una sociedad sin Dios y sin
personas, habitada sólo por fantasmas y sujetos individualizados sin
aspiraciones trascendentes. La resaca ideológica es resultado de una pléyade de
ismos destructores de la persona y sus valores, de la comunidad y sus
aspiraciones y de los ideales y sus proyecciones: subjetivismo, sensualismo,
relativismo, individualismo, egoísmo, hedonismo, consumismo, fundamentalismo,
segregacionismo, integrismo y otros tantos ismos, que integran el panteón
contemporáneo.
1. La (in)definición de la religión
Al final de cuentas, los efectos de la catástrofe de la
persona y sus valores que tuvo lugar en el siglo XX, se perciben con claridad
en la religión. Al
día de hoy, causa profunda extrañeza que nos atrevamos a definir la religión
como virtud; más bien, la religión ha recibido una sentencia negativa, no es
palabra talismán, sino especie de término tabú. La religiosidad del nuevo
milenio es extraña, exótica, e incluso, por qué no decirlo, paradójica: lleva
en sus prácticas la raíz de su propia destrucción.
La
religión ya no es, para el hombre de la calle, una virtud moral, sino una
especie de doble vía muy parecida a aquella que bosquejara Parménides en su
poema, y cuya valoración depende de en qué lado del camino se esté. Para los
científicos agnósticos y ateos, la religión es un camino que no lleva a ningún
lugar o que en el caso extremo, lleva directamente a la perdición: la religión
es inútil, porque no habiendo ningún Dios o no siendo posible su demostración
experimental, no tiene sentido buscar realidades indemostrables; o peor aún, se
da una actitud de sustitución en que las prácticas tradicionalmente ordenadas a
Dios, se transfieren a la ciencia.
El
sentido de lo religioso como el repaso del culto divino (en su derivación de
relección), se ha transmutado por el repaso de los textos científicos o en su
defecto, de los manuales y cursos de realización personal; lo mistérico es
reemplazado por lo esotérico. Se da aquí una perversión de la religión en
sentido objetivo (Lang), o sea, referida a quién se debe adorar. La perversión
cientificisista es sólo una de las posibles tergiversaciones objetivas de la
religión, y sin duda alguna, no es la peor: también se pueden considerar con
detenimiento otras formas perversas de culto: a la apariencia personal, al
dinero, al sexo, al poder, a los bienes materiales, a la riqueza económica e
incluso, en el caso extremo, al demonio.
Si
bien el primer sesgo se da en lo concerniente a la consideración de las cosas
divinas, el segundo se da con respecto a la consideración de la religión como
la re-elección, de Aquél a quien por negligencia hemos perdido. En primer
lugar, porque el ser humano del siglo XXI, profundamente individualizado, no
suele sentir que ha perdido las realidades personales y espirituales sino sólo
las realidades materiales; es como el niño que todavía no madura y que cuando
su padre le quita la paleta de la boca, lo que quiere es la paleta y no un
padre que lo consuele. El materialismo, el hedonismo, el sensualismo y sus
concomitantes ideales de auto-gratificación producen una sin igual sensación de
pérdida meramente material: es lo material lo que nos duele perder, por ende,
buscamos re elegir a las cosas materiales que habíamos elegido pero que alguien
nos quitó de las manos, sea porque nos faltara algo en el bolsillo o porque
estaban demasiado lejos como para agarrarlas.
Otro
sesgo preocupante se da en lo relativo a la religión como religar, cuyo sentido
profundo se da cuando uno se vuelve a ligar a aquél a quien estaba
originalmente ligado, y cuya expresión magistral encontramos en esta frase de
San Agustín de inigualable poderío y belleza: fecisti nos ad te, et
inquietum est cor nostrum, donec resquiescat in te. La religación
contemporánea se parece más a una regresión, que a la vía ascendente que nos
lleva al éxtasis y al amor de Dios; regresión al seno materno, al humos
primordial, a las aspiraciones de la carne, a las delicias de los placeres
desenfrenados. O también, la religación puede interpretarse como superación
(aufhebung) de la regresión: como un ir más allá de Dios en búsqueda de quien
tal vez pueda dominar a Dios (demonismo) o como la búsqueda de aquello que ya
no requiere de Dios (por soberbia, autosuficiencia o el sentimiento de que se
domina todo y de que nada queda fuera de nuestro alcance y poder).
En
cualquier caso, la definición de religión ha quedado relegada, marginada,
torcida o sesgada. Ya sea que se postule que la religión es el opio de los
pueblos (Marx), o que se le confunda con una determinada iglesia, secta o
comunidad de creyentes, se ha perdido de vista el sentido originario de la
religión: la noción de deuda insalvable. Dos caminos torcidos encontramos a
cada momento: la falsa (in)dependencia y la tendencia desviada.
La
dependencia primaria e inicial de todo ser humano es para con sus padres, de
ahí se puede dar un salto casi natural a la dependencia respecto del Padre
soberano, creador y fin de toda la creación; no obstante, el salto se ha
evitado sustituyendo la auténtica relación paternal, sus cuidados, preocupación
y capacidad de perdón, con otras formas de dependencia mucho menos benignas,
mayormente destructivas y potencialmente condenatorias: la dependencia con
respecto al Estado, al destino, a la ciencia, a la fortuna o al prójimo. En
todos estos casos se puede dar una falsa sensación de independencia, o mejor
aún, de autosuficiencia: el que ya no necesita nada y se basta a sí mismo, sólo
recurre a otros en casos de emergencia o necesidad, pero sólo depende de ellos
para las coyunturas, no para estructurar una vida cuyo sentido está en el
múltiple haz de relaciones de dependencia que crea e irradia.
Los
psicólogos le han dado un matiz negativo a las relaciones de dependencia, sea a
las cosas (al dinero, a los fetiches, a los amuletos y talismanes), sea a las
personas (a los padres, a las mujeres u hombres, etc.), pero suelen dejar de
lado la noción de la sana dependencia providencial, postulando la independencia
total, la absoluta libertad de ataduras, la falta completa de religación; de
esta forma, contribuyen a minar, sistemáticamente, la sensación de que el ser
humano no se basta a sí mismo: a la indigencia natural, han opuesto la
autosuficiencia terapéutica.
En
lo que respecta al aspecto tendencial, la aspiración por el Sumo bien ha sido
mermada de raíz por dogmas relativistas, individualistas y solipsistas: si cada
quien tiene su propio bien, no es necesario considerar lo bueno en sí; si lo
bueno en sí no cae dentro de nuestro ámbito tendencial, entonces podemos
concentrarnos siempre en los fines intermedios, y dar por descontado el fin
final, con lo que sustituimos al fin por los medios; si el fin de la vida es la
felicidad del individuo, entonces poco importa que haya un mundo por conocer y
trabajar y poco importa que haya personas a las que debemos amar; si cada quien
está cerrado en sí mismo, para qué entonces abrir sus secretos y su intimidad
al otro ignoto, en última instancia, la confesión sacramental es reemplazada
por la terapia profesional.
El
honor pagano exaltó la caballerosidad, el espíritu de sacrificio, y el sentido
del deber, pero esta ética caballeresca cuando se daba en su versión
secularizada, contribuía, a fin de cuentas a generar una individualidad más
noble, esforzada y combativa. El honor contemporáneo suele ser una cuestión
superficial, vana, carente de esfuerzos: honorable es el que detenta los altos
cargos, las altas dignidades, sin importar su origen, destino, actitudes y
acciones; pero más allá todavía, para muchos Dios ha dejado de ser considerado como
El Digno entre los dignos, para pasar a ser objeto de indignidad, como sería el
caso de quienes predican el cientificismo ateo: creer en Dios es una mala
creencia, un residuo mitológico que debe eliminarse de la sana y recta
conciencia científica; incluso se llega a confesar, con cierta pena, que se
cree en Dios, llegándose al extremo de considerar que es de valientes no creer
más que en sí mismo. Muchas personas se persignan ante otros sin pena, y ya
pocas recurren a Dios con seriedad: la máxima dignidad se ha puesto en el
poseer, en el tener, y no en la plenitud del ser, cuya sublime expresión es sin
duda Dios.
La
reverencia se ha transferido de Dios, al Estado Leviatán (o a otros objetos) y
no sólo en las monarquías hereditarias, sino también en las repúblicas e
incluso en las democracias contemporáneas, donde la reverencia se da a la
sociedad civil, a los medios masivos, al poder de los votos, a tal grado que
pareciera que detrás del imperfecto actuar de las instituciones democráticas se
diera una providencia y un gobierno sapientísimos; la mano de Dios que para
Smith antes guiaba al mercado, ahora guía al estado democrático, para todos aquellos que consideran a la democracia
como nuevo objeto de reverencia.
No
otra cosa que reverencia es el ritual de unción de un nuevo gobernante,
legislador o magistrado, no otra cosa que reverencia es la actitud de renuncia
y postración que observamos se guarda ante determinadas personalidades,
celebridades, políticos e incluso ante cosas cuyo valor parece ser mayor que el
santo sudario: un fragmento de la Constitución original, la Bandera que fue
hondeada en tal o cual gesta heroica, el salvador o padre de la patria; y en el
trasfondo, por completo relegado, yace enterrado por nuestro mal asumido
patriotismo, el mismísimo Padre de toda la humanidad, el único Providente y el
único que con infinita sabiduría gobierna los destinos del mundo.
Se
da también un fenómeno de transferencia del temor, porque para muchos, el
temor, al no poderse ya dar como don, se ha encarnado en múltiples miedos
enraizados en nuestros defectos y limitaciones, los cuales son sobrecompensados
con la idea de la fatalidad del destino o de la infalibilidad de la suerte. Para el
pensamiento materialista e individualista, el sentimiento de indigencia humana
produce una tremenda angustia que ya no es posible superar mediante la fe en
Dios: el hombre contemporáneo se angustia ante la nada porque detrás de sus
creencias está sólo lo perecedero, como el dinero y sus contingentes
seguridades, la apariencia y su frágil sustento, la vanidad y su inútil
apasionamiento. Ya no tememos a Dios o porque no tenemos Dios o porque al
carecer del don del temor, nuestros temores no tiene sustento, fibra, roca que
los soporte, y nos aniquilan, nos obnubilan, nos paralizan.
2. La interioridad religiosa
La
consagración de uno mismo se ha degradado debido a que sus fines se han
desviado: al cuerpo se le consagra y prepara para la gloria deportiva o para el
lucimiento artístico; la mente se prepara y disciplina para la gloria académica
o para el lucimiento retórico. Los votos, si no se reducen a derecho político,
se consideran obsoletos si implican renuncia alguna, sobriedad o sometimiento a
otro. El hecho de ofrecerse en sacrificio a Dios causa extrañeza y se llega a
considerar como práctica de hombres santos: el holocausto de nosotros mismos
llega a tener otros fines y objetos: el Estado, la política, los honores, las
riquezas materiales, y en función de estos ideales se relega el servicio y la
sumisión a Dios.
¿A
quién o qué nos sometemos?¿A quién nos entregamos? ¿A quién o a qué nos
ofrecemos a servir? Usualmente, el ser disminuido en su facultad espiritual se
encuentra expuesto a las tempestades de la vida, a las contingencias y
emergencias, como una hoja en la tormenta, constantemente angustiado, porque
ninguna persona humana u objeto es capaz de colmar su aspiración, consciente o
no, por entregarse a la
divinidad. La actitud
gozosa y la pronta solicitud suelen darse en relaciones serviles o en
amistades por placer o conveniencia, lo que convierte a quienes así se
relacionan en especies de objetos hechos uno para el otro o uno para servir al
otro en una relación intrascendente y poco duradera.
La
meditación y la contemplación también se han rebajado hasta convertirse en
prácticas ordenadas a la autogratificación y la autosatisfacción. La
consideración atenta de la bondad divina y sus beneficios se está relegando en
aras de técnicas que buscan que la meditación se convierta en una actividad que
aleje del mundo, concibiéndose como una
especie de terapia cuyo único sentido es hacer frente al hartazgo y al tedio de
la vida moderna, mediante el olvido que se induce usualmente bajo la influencia
de técnicas orientales: se trata de un alejamiento del mundo.
La
contemplación deviene usualmente una práctica hedonística ordenada a gratificar
los sentidos y a evadir la mente, para que no seamos conscientes de nuestros
propios defectos y de la necesidad de apoyo que sólo el Ser supremo puede
colmar, de esta forma, se da un trance mántrica o físicamente inducido, que
produce la reclusión de la persona en la negrura de su mente. Como resultado de
estos sesgos psíquico-espirituales, el auténtico gozo espiritual es reemplazado
por la autocomplacencia momentánea. La conclusión del tiempo dedicado a la
meditación o incluso al yoga, coincide con la reintroducción de la conciencia
en el mundo y por una sensación temporal de alivio, la cual dura en la medida
en que la tristeza se acompaña de esperanza y la alegría de caridad; pero, habiéndose
perdido la fe, se da una sensación de falsa autosuficiencia, una especie de
angelismo para el cual el individuo es fuente de perfección, y la colectividad,
fuente de contaminación: de ahí la necesidad de aislamiento y recreo y de ahí
el gasto improductivo que se hace para negar la conciencia de la propia
indigencia y finitud, y la necesidad de socorro urgente.
La
entrega de nuestras vidas, el holocausto de nosotros mismos suele hacerse sin
objeto, sin nobleza y sin sentido de finalidad y trascendencia. La actitud de
entrega queda contaminada de mercantilismo y pragmatismo: me entrego en la
medida en que obtengo algún beneficio concreto e inmediato, en caso contrario,
me recluyo en el círculo solipsista de mi propia gratificación. La renuncia ha quedado
preñada de afanes mercantilistas: sólo me doy en la medida en que recibo algo a
cambio, con lo que se instala y consolida en la conciencia moral, la lógica del
recibir, desterrándose así la posibilidad de madurez y sus imperativos de entrega desinteresada,
donación altruista y servicio gratuito; de esta forma, quedamos sometidos al
círculo vicioso trabajo-dinero-diversión autogratificante: se vive para
trabajar, se trabaja para tener dinero y se tiene dinero para el ocio
improductivo que implica la satisfacción de los propios deseos y la esclavitud
de los sentidos; poco importa que existan necesidades y aspiraciones
espirituales y trascendentes no satisfechas o que la mente se quede en la
inmediatez y la particularidad propias de las experiencias sensibles.
En
congruencia con la merma de la comprensión de la religión y su aporte para la
vida de perfección, hemos relegado la oración o por lo menos la solemos
considerar como una práctica residual, a la que sólo se recurre en momentos de
emergencia o con el fin de alterar o modificar lo que sólo en apariencia es la
ley inflexible del destino o las asignaciones caprichosas de la fortuna Y si acaso nos
atrevemos a formular nuestras oraciones cabría preguntarnos a quién o a quiénes
nos dirigimos ahora para impetrar, pedir o suplicar.
La
merma de nuestra capacidad para orar se da tanto en lo que se pide como en la
forma de pedir. Nuestras peticiones comunes suelen estar recubiertas de una
capa de desinterés con la que tratamos de ocultar afanes y fines egoístas,
mezquinos y caprichosos. Ya no deseamos la unión con Dios o por lo menos la
relegamos en aras de la unión pasional con otros, de la unión material con los
privilegiados o de la unión forzadamente solidaria con los más desafortunados.
Pero también fallamos en la forma de pedir, porque lo hacemos como si se
tratara de exigencias imperativas, con el recurso al chantaje, la conmiseración
o la oferta de tratos o votos difíciles de cumplir.
El
fin de nuestras oraciones no es ya la honra de Dios (ad majorem dei gloriam),
sino el afán por ser uno mismo el sujeto al que se debe honrar, de tal forma
que lo que pedimos suele tener como centro nuestros afanes, intereses, deseos y
caprichos y no nuestra más íntima necesidad de someternos en espíritu a Dios, y
de reconocer la dependencia de nuestra frágil naturaleza con respecto a su
poder y bondad. El movimiento del entendimiento se dirige a objetos y
estrategias que buscan hacerse cada vez con más objetos: la mente se distrae de
la búsqueda, desinteresada o no, de la verdad, para concentrarse en la
inmediatez del éxito material espontáneo, del aumento sin medida de los
placeres corporales, y de la satisfacción rápida de nuestras necesidades de
gratificación y satisfacción.
Así
vista, la oración se convierte en una especie de acto pasional que se da en
función de determinadas situaciones que nos ubican ante umbrales difíciles de
franquear, que cuando se conscientizan a plenitud, nos mueven a tratar de
remover obstáculos recurriendo a la manipulación arbitraria de los designios
divinos. Desgraciadamente, en nuestras oraciones los bienes temporales son
exigidos como algo necesario para la salvación y sin duda alguna, no los
pedimos ni de manera perseverante, sino esporádica, y desde luego, no con
auténtica piedad, sino con arrogante ampulosidad.
Pedir
para los demás vale ahora sólo en la medida en que los otros representan para
nosotros alguna utilidad, algún beneficio, algún placer repentino y grato; y
desde luego, pedir por nuestros enemigos suele ser considerado como una muestra
de brutal fragilidad o de abierta imbecilidad: si nuestros enemigos no desean
algún bien para nosotros ¿para qué entonces debemos solicitar algo para ellos o
pedir por ellos? La lógica que opera detrás de estas consideraciones es la del
beneficio personal, por lo que todo aquello que pueda perturbar dicha lógica es
abiertamente repudiado.
Si
bien la oración privada ha perdido su sentido como petición expresa de que se
haga la voluntad del Creador, la oración pública practicada por algunas sectas
o iglesias particulares ha caído, en muchas ocasiones y por gracia de los
medios masivos, en un espectáculo en el que lo importante es que el público vea
las muestras de grandeza propias de los desplantes de algunos pastores que han
hecho que se pierda la atención en lo que se dice, en el sentido de lo que se
dice y en el fin que se persigue con lo que se dice, llegándose a centrar la
atención en el aspecto espectacular y vistoso.
En
consonancia con la degradación de la virtud de la oración, se han mermado o
pervertido las virtudes concomitantes: la fe, la humildad y la devoción. En muchas
ocasiones, la fe se sustituye por un falso sentido de auto importancia, según
el cual no se considera que se ha de obtener lo que se pide, en función del
fervor religioso, sino en función de la percepción desmedida de la importancia
del propio yo, lo que aleja toda posibilidad de reconocer la propia indigencia
y por ende, ahuyenta a la humildad, y contraría a la devoción. Así , la
oración no acerca más a Dios, porque el alma no se eleva a él, sino sólo el
deseo desmedido nacido de pasiones egoístas; además, y en función de esta
degradación, la oración se convierte en una exhortación o llamada de atención y
los motivos para que nuestras peticiones sean escuchadas no consideran ni la
santidad divina ni el agradecimiento que a Dios debemos por los múltiples
beneficios recibidos.
3. La exterioridad religiosa
Al
ser la interioridad el punto firme a partir del cual se construye la
exterioridad de la religión, cualquier merma en ésta, constituye una baja
sensible de la virtud exterior. El cuerpo y su gloria han sido exaltados a tal
grado por la cultura consumista, sensualista y hedonista, que la prosternación
como signo expresivo de reverencia encuentra otros objetos diferentes a Dios:
el gimnasio, la dieta naturista, la medicina alternativa, el yoga, las terapias
físicas alternativas, etc. El cuerpo se somete a una rigurosa y en ocasiones
cruel y extenuante disciplina cuyo fin es el cuerpo mismo, disciplina que no conoce
un lugar determinado para ejercerse: si bien antes el cultivo del cuerpo se
daba en el gimnasio, ahora y gracias a la tecnología y al desarrollo de
técnicas ejercitadoras, se puede dar en el jardín, la casa, el centro
deportivo, la oficina, el automóvil, el transporte público e incluso en la
escuela, durante las horas de clase.
Parece
que cada vez es menos común la práctica de arrodillarse ante la divinidad en
señal de indigencia, incapacidad y dependencia. Las rodillas se doblan, pero
sólo con fines rituales difusos o para expiar culpas inconfesables. La
prosternación corporal ante Dios es una práctica cada vez menos común, porque
el individulista autosuficiente no siente reverencia interior hacia Dios, sino
sólo una difusa motivación que lo orilla a entregar su vida en sacrificio a
quien no se debe.
El
sacrificio ha perdido su sentido religioso pero ha adquirido un nuevo sentido
social, económico, político y cultural. Nos sacrificamos por otros, por la
familia o por realidades abstractas sin vida espiritual propia: el sacrificio
en aras de la ciencia y del progreso, se da según una concepción evolucionista
lineal, para la cual todo tiempo futuro será mejor, porque el cientificismo y
el racionalismo extremos exigen no sólo que el pasado sea superado, sino
también sepultado; el sacrificio en aras del Estado o de la revolución se da
bajo el supuesto de que es posible construir un orden político y social más
justo si antes se ofrecen víctimas propiciatorias o mártires políticos; en
economía, se exige el sacrificio de una generación para que las siguientes
puedan disfrutar de las mieles del crecimiento económico bajo el supuesto
simplista de la derrama de los beneficios.
Las
cosas que antes se ofrecían en sacrificio a Dios, han sido reemplazadas por
seres humanos que se ofrecen en sacrificio a los dioses de la ciencia, el
Estado o la economía. En
los altares de los nuevos dioses millones de personas fueron ofrecidas a entes
anónimos, indiferentes y déspotas que finalmente terminaron por engullir a los
sacrificados sin consideración alguna, con el resultado de que aquellos que
sobrevivieron fueron capaces de gobernar, regir y dirigir los destinos de los
sobrevivientes, parados sobre los cadáveres de víctimas inocentes y olvidadas.
En
la tensión entre interioridad y exterioridad, la primera es sacrificada porque
sus efectos no son visibles, medibles, ponderables, de tal forma que lo único
valioso parece ser ahora la exterioridad extrovertible, ruidosa, chismosa. Poco
importa que las personas tengan un espíritu devoto, lo importante es ofrecer
algo exterior vistoso aunque la interioridad haya quedado vacía y sin
contenido: lo que importa es lo visible, lo tangible, lo palpable, los
imponderables del alma y las nubosidades del espíritu son dejadas de lado en aras
del altar de lo perceptible; esto no es otra cosa que pérdida de fe, porque
hemos dejado de creer en aquello que no podemos ver, para sólo creer en aquello
que es vulgarmente visible.
En
consonancia con el sacrificio inútil de vidas humanas en los altares del
progreso, la ciencia, la economía y la política, las ofrendas que hacemos
tienen un objeto y un fin desviado: ofrecemos cosas a quienes pretendemos
manipular para que cumplan ciertos deseos. Y sin embargo, una de las peores
formas de ofrecerle algo a alguien consiste en adquirir o poseer cosas de manera notoriamente injusta con el
único fin de satisfacer a algún líder político, dirigente obrero, industrial
acaudalado o candidato en campaña. Bajo esta lógica del ofrecimiento por
conveniencia e interés se da lo primero y mejor de las cosas a quienes se
pretende complacer: se organizan grandes fiestas, festines y celebraciones para
lograr la construcción de alguna obra pública, para obtener el apoyo de algún
líder o dirigente o simplemente para incursionar en la lógica de las mutuas
complacencias y cortesías. La fiesta, antes que celebración, puede llegar a
convertirse en el gasto improductivo de lo mejor de uno para lograr algún fin
particular que no precisamente suele ser el reconocimiento del beneficio
divino, sino la búsqueda sin sentido de beneficios personales.
Todavía
recuerdo que durante algunos años mis padres fueron fieles a la práctica de
ofrecer el diez por ciento de sus ganancias para proveer de lo necesario para
la subsistencia de todos aquellos que estaban al servicio del culto divino; sin
embargo, la crisis económica, estatalmente inducida provocó la desviación de
este diez por ciento que de caer en manos de Dios comenzó a ser sólo propiedad
del César. De esta forma, el tan sonado Impuesto al Valor Agregado (IVA) vino a
funcionar como el mecanismo ideal de exacción para un Estado preocupado por
todo, menos por la obligación de cuidar a los pobres.
Por
otro lado, las promesas hechas a Dios, los votos, han perdido su finalidad,
sentido y orientación. Si hablamos de votos, las personas frecuentemente
preguntará qué son los votos o por quién se ha de votar. Inclusive, en
sociedades democráticas secularizadas, los únicos votos legítimos parecen ser
aquellos que se emiten para elegir a los gobernantes, usualmente de manera
voluntariosa y caprichosa, sin deliberación, sin propósito y sin comprometerse
de alguna manera.
Los
votos religiosos son vistos ya como una realidad exótica que sólo vale para
aquellos que entran en las órdenes, o sea, para aquellos que aspiran al estado
de perfección mediante el servicio a Dios. Si se nos pide que prometamos algo a
Dios con el fin de lograr un mayor bien quizá preguntemos: ¿acaso se debe
prometer eso? ¿No estamos acaso exonerados de este ejercicio de sometimiento
reservado sólo a los religiosos y religiosas? O incluso en el extremo, y
regresando al caso de la práctica política democrática, los votos se dan sobre
cosas vanas o inútiles y sin sentido alguno de solemnidad o de obligación.
Desgraciadamente,
la exterioridad religiosa, mermada desde sus mismos inicios, afecta también
prácticas en donde el nombre de Dios es utilizado de diversas maneras: el
juramento religioso es suplantado por el juramento superficial: te juro por
Dios....; testimonial: te lo juro...; servicial: te juro que lo haré...; o
terminal: lo juro por mi… o por mis… Si acaso se da el juramento invocando a
Dios como testigo, se hace de manera superficial, para cosas insignificantes y
banales, como cuando apostamos, jugamos o presumimos haber hecho algo que nadie
cree que podamos haber hecho.
Otra
práctica que el cientificismo rampante ha enviado a la región de lo exótico es
la utilización del nombre de Dios a manera de conjuro. Tal extraña resulta esta
práctica que muchos sólo la han visto en alguna que otra película. Las súplicas
que se hacen a los superiores o los mandatos que se hacen a los inferiores ya
no basan su eficacia en la invocación del nombre de Dios, sino ante todo en el
prestigio, en la legalidad o las normas positivas, en la justicia, la autoridad
o las razones de Estado. Sin duda alguna, es la ciencia la principal encargada
de arrogarse la eficacia que antes se atribuía el uso del nombre de Dios,
porque gracias a la eficacia manipuladora o salvífica de la ciencia o incluso de
ciertas prácticas supersticiosas es posible engañar arteramente a los
superiores o manipular hábilmente a los inferiores.
Tampoco
el uso del nombre de Dios vale ya para conjurar a los demonios, ya que nuestros
demonios no son ya a los que temían las personas que vivieron en tiempos de
Cristo. Nuestros demonios son más peligrosos porque en muchas ocasiones no se
les identifica con claridad, pero su potencial destructivo es enorme si se les
compara con la caricatura que al día de hoy se ha hecho del demonio, como
personaje repugnante, vestido de rojo, con cuernos y cola, siempre rodeado de
llamas y siempre sonriendo maliciosamente. Esta caricatura distrae nuestra
atención de los auténticos demonios del nuevo milenio: la indiferencia, el
individualismo, el narcisismo, el egoísmo, el relativismo, el fundamentalismo y
el integrismo.
La
alabanza a Dios ha perdido su finalidad, que consiste en que la alabanza
externa de los labios a través de la cual se testimonian las admirables obras
de Dios se acompañe de la alabanza interna del corazón: ahora nos preguntamos
qué sentido tiene alabar, con qué fin se hace, cuál es su utilidad, con lo que
se llega a la conclusión de que resulta mejor alabar a aquellos a quienes se
les puede pedir algo tangible a cambo. El pragmatismo burdo que ha anidado por
aquí y por allá, considera inútil cualquier forma de admirarse ante las
maravillas del creador, porque esto no produce beneficio material alguno; al
contrario, es mejor dirigir nuestras mejores palabras de admiración a quienes
pueden darnos algo a cambio: la alabanza ha devenido adulación.
4. La viciada religiosidad “postmoderna”
El
ambiente religioso de este milenio está enrarecido, contaminado: al haberse
desviado a tal forma la recta conciencia religiosa y los deberes propios de la
persona para con Dios, se ha caído en la más peligrosa y destructora
religiosidad mal encausada o irreligiosidad destructora de lo sagrado. Nuestra
contemporaneidad es prolija en supersticiones y prácticas supersticiosas, aun a
pesar de los cánones de los hombres de ciencia. Si bien el cientificismo parece
haber abolido la sana religiosidad y la conciencia del deber para con Dios, ha
instaurado en su lugar una perversión de la moral religiosa tanto del lado
objetivo: en quién creemos, como del lado subjetivo: cómo creemos en aquel en
quién creemos.
El
nombre de Dios ha pasado a ser un medio de cambio, un objeto de consumo: se le
usa para apuntalar la eficacia de prácticas supersticiosas o con fines de
adivinación, dándose así adiciones superfluas o falsas y en no pocas ocasiones
perversas. A tal grado se han desgastado el buen nombre y prestigio divinos,
que se han convertido en monedas de uso corriente. Por todas partes deambulan
falsos profetas y mediadores: farsantes que se presentan como mediadores de
Dios, como sus auténticos representantes, como habiendo recibido una revelación
inusitada, usualmente sólo con fines simoníacos.
Estos
nuevos predicadores apuntalan constantemente a nuestros nuevos ídolos: el
dinero y la riqueza meramente material; el culto al cuerpo y el afán de tener
una apariencia atractiva; la exaltación de lo exótico y lo extraño, la
preponderancia de lo extranjero. A cada momento, con nuestra inclinación
supersticiosa, construimos ídolos de oro con pies de barro. Estos ídolos se
hacen cada vez más firmes gracias a nuestros afectos mal encausados, a nuestro
deseo de contemplar imágenes grandiosas aunque vacías de contenido espiritual y
debido a la ignorancia de la naturaleza sin igual de Dios. Se da aquí un
desorden afectivo que nos dispone a venerar a personas u objetos como si fueran
nuestros creadores y salvadores. Quizá lo más preocupante es que la escuela
pública contemporánea, profundamente atea y antirreligiosa, ocasiona una merma
considerable en el conocimiento de lo religioso, produciendo la ignorancia
religiosa que conduce a la falsa religión: la religión del pueblo.
La
adivinación adquiere formas extraordinariamente variadas en la actualidad, que
van desde el recurso expreso a los demonios, hasta versiones light: todos los
días podemos ver en los diarios la sección dedicada a los horóscopos y en
muchas revistas encontramos secciones especiales, así como anuncios; también
podemos comprar libros con el horóscopo y las predicciones del año o consultar
el horóscopo por vía telefónica, en la radio, la TV o Internet. Los medios
masivos han apoyado la difusión de la superstición adivinatoria, aunque no
tanto en el caso de ciertas prácticas consideradas como esotéricas: la lectura
del tarot, el echar monedas para leer el I Ching, el recurso a la Bola de
Cristal, la quiromancia, la lectura de los residuos del café. Hay toda una
economía basada en quienes creen en la eficacia de las prácticas adivinatorias
y que están dispuestos a pagar a cambio de esperanzas, bajo una fe inauténtica.
Prácticas
consideradas como de magia blanca también son comunes, pero con menos difusión
en los medios, formando parte no sólo de una economía subterránea, sino también
de un mundo poblado de espíritus buenos y malos. No es poco común escuchar que
alguien se fue a curar por medio de una limpia o haciendo uso de ciertas
medicinas alternativas sin fundamento científico en las que se pone toda
esperanza de sanación: sobre todo si su origen es autóctono, exótico u
oriental. También es común escuchar acerca de encantamientos: como echar la
sal, el mal de ojo o el uso de amuletos y talismanes con diversos fines, que
van desde buscar influir en el destino, hasta hacer daño a otras personas.
.
En
muchas de estas prácticas se invoca explícitamente el nombre de Dios y se le
usa a manera de conjuro; en las misas negras, se le invoca con el fin de
insultarlo utilizando palabras que sólo muestran despecho, desprecio, soberbia
o pedantería. Pero también hay quienes prefieren otras formas de tentar al destino
(como algunos de ellos llaman a Dios): con actos de temeridad u osadía,
poniendo en riesgo su vida, con actos deportivos temerarios u osando deteriorar
su vida innecesariamente.
En
materia de juramento, Dios llega a ser sustituido por el honor, el prestigio,
el buen nombre, nuestros padres o hijos e incluso miembros o partes del cuerpo.
En los tribunales, se llegan a falsear declaraciones y documentos bajo
juramento. Frecuentemente se pone a Dios como testigo de manera totalmente vana
o como absurda muestra de soberbia y prepotencia. Hay quienes juran incluso ser
enviados de Dios y ser los conocedores de un destino inflexible en el que ellos
pueden influir.
Uno
de los casos extremos de irreligiosidad se da con la profanación de lo sacro,
porque se trata de una forma de plantear un reto, que llega al desplante; el
desarrollo de una actitud extrema y radicalmente opuesta a la moral y la vida
de perfección. El más grave es sobre todo practicado por las sectas
anti-cristianas, autodenominadas satánicas o demoníacas. La profanación de lo
sacro suele ser una burla, que en el fondo sólo es síntoma de soberbia,
frustración y desde luego, falta de fe y desorientación en la vida.
Finalmente, y no menos escandalosa es la compra-venta de
lo religioso, en sus variadas formas: sea gracias a garantías de salvación o de
transformación o por la atribución de una función mediadora específica. Hemos
llegado a escuchar de varios casos en los que los templos religiosos son
asaltados, con el fin de privarlos de algunos de sus más preciados objetos
sagrados o de sus reliquias. Muchas de las sectas que han proliferado en todo
el mundo y de manera muy especial en México han encontrado la manera de lucrar
con la ingenuidad y la credulidad y muchas otras personas lucran tratando de desprogramar
a las personas que cayeron bajo el control de alguna secta.
En estos tiempos en los que se ha negado el sentido y el
alcance de lo religioso, se ha dado una caída libre hacia prácticas que sólo
ponen en evidencia la connaturalidad de la religión: cuando la auténtica
religión es desterrada de la vida, entran en ésta un conjunto de aspiraciones,
afanes, orientaciones y prácticas que producen una merma considerable tanto del
lado objetivo, o sea, aquello en lo que se cree, como del lado subjetivo, o
sea, la manera en que creemos.
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