GLOBALIZACIÓN Y MUNDIALIZACIÓN: ACLARACIONES Y CONJETURAS
Por Javier Brown César
“… nuestras decisiones más
trascendentales no serán tecnológicas, sino políticas; se referirán a cambios
en nuestros patrones de comunicación, obediencia, crítica y responsabilidad
entre las personas”. Karl W. Deutsch[1]
Artículo originalmente publicado en Palabra
En este ensayo me gustaría hablar acerca de la distinción entre
procesos políticos, económicos y sociales en los que las personas son protagonistas
y aquellos procesos en los que las personas son del todo irrelevantes para los
diversos sistemas sociales. El punto de partida será la crítica a la teoría de
la racionalidad postmoderna, tal como la ha intentado rescatar Jürgen Habermas,
con el fin de argumentar a favor de la
racionalidad ética.
TRES RACIONALIDADES
La
trama de la filosofía occidental, desde Descartes hasta ya bien entrado el
siglo XX[2],
se ha centrado en la “razón” como categoría central. Descartes introdujo la
distinción tajante res cogitans y res extensa, Leibniz introdujo
el principio de razón suficiente (o razón de ser), Kant analizó los usos
metafísicos de la razón pura y los principios de la razón práctica, Hegel
estudió la trama universal en términos del devenir del Espíritu concebido como
idea, etc.; por otro lado, filósofos como Pascal, Nietzsche y Bergson se opusieron al poder hegemónico de la razón
ya sea desde la lógica del corazón, de la voluntad de poder o del élan vital interpretado
intuitivamente. Un cometido de la primera escuela de Frankfurt fue denunciar el
poder manipulador de lo que se ha denominado racionalidad instrumental, a
partir de una crítica frontal al racionalismo de corte cartesiano y a los mitos
de la razón ilustrada.
Habermas, un representante de la Escuela de
Frankfurt tardía, desarrolló una teoría de la racionalidad en la que la razón
dominadora puede ser dividida en dos esferas[3]:
la racionalidad instrumental, cuyo eje es el poder de disposición sobre la
naturaleza, y la racionalidad estratégica, cuyo eje es el poder de disposición
sobre la sociedad. Según Habermas, la única posibilidad para rescatar a la
racionalidad de las severas críticas de que fue objeto por parte de los
filósofos postmodernos, es redirigir los ímpetus de la razón al ideal de un
consenso racionalmente logrado, libre de simulaciones, patologías y coacciones.
La razón comunicativa es para Habermas el medio como se puede rescatar el
potencial emancipador de la razón, como alternativa a su disgregación y a los
ataques frontales provenientes de seudociencias, seudofilosofías y
seudoreligiones.
Sin embargo, el ideal de la acción comunicativa de
Habermas es cuestionable, no sólo por su alto contenido utópico –lo que
prevalece en nuestras sociedades es el desacuerdo y no precisamente la ética
del discurso- sino ante todo por su arbitrariedad. La acción comunicativa no
puede representar la culminación o la norma para la teoría occidental de la
racionalidad al menos por dos razones: primera, porque de hecho, toda acción
con sentido social, en el más puro sentido weberiano, es eminentemente
comunicativa, tiene un significado que es transmitido en el nivel de la
sociedad, por lo que una teoría de la acción comunicativa parecería del todo
innecesaria, pudiéndose desdoblar en una teoría de la comunicación formulada en
términos sociológicos (Luhmann) y en una teoría de la acción formulada en
términos psicológicos. Toda acción socialmente significativa y relevante es per
se, comunicación. Segunda: porque la
“racionalidad comunicativa” o para ser más precisos, la comunicación, es el
fundamento de toda teoría de la racionalidad. La razón, es en sí misma
comunicativa: implica la articulación entre las percepciones sensibles siempre
concretas e individuales y los pensamientos y esquemas mentales, siempre
abstractos y universales; y también implica la vinculación entre sistemas de
conciencia (personas) al interior de la sociedad.
La teoría habermasiana de la racionalidad requiere
ser reformulada. Ciertamente podemos hablar de la racionalidad instrumental y
de la estratégica, ya que ambas tienen fines específicos y por ende, claramente
diferenciados, pero en lugar de la redundante noción de acción comunicativa se
puede introducir un criterio diverso para el análisis de la razón, que en
realidad debería resaltar de manera eminente sobre el discurso mismo: la
racionalidad ética[4].
Para Habermas, el cometido de la ética del discurso
y de la razón comunicativa es de carácter emancipatorio, pero también
encontramos posibilidades liberadoras en las otras racionalidades: la
instrumental tiende a liberar a las personas del trabajo mecánico y la
estratégica permite descargar a las sociedades del peso de buscar consensos a
cada momento. Si bien ambas racionalidades tienden a la dominación, la
racionalidad instrumental se centra en el control de objetos, mientras que la
racionalidad estratégica se centra en el control de personas individuales o de
grupos de personas (masas). La racionalidad ética, por su parte, no tiende a la
liberación como fin último, no es una ratio liberal en sus fines, sino
ante todo eminentemente arquitectónica en sus fines y liberal en sus efectos;
esto es, el fin de la razón ética es la construcción de sujetos que puedan
desarrollarse a plenitud y por ende, ejercer su libertad sin autodestruirse y
sin acabar con su entorno: el centro de la racionalidad ética es la
construcción del sujeto a partir de un guión del yo basado en la autenticidad.
RACIONALIDAD Y GLOBALIZACIÓN
La racionalidad instrumental es propia de la
economía tecnológicamente apuntalada y científicamente validada. La
racionalidad estratégica es propia de la política burocráticamente administrada
y procedimentalmente correcta. La racionalidad ética es propia de una humanidad
espiritualmente progresista y guiada por valores superiores. La globalización
trae como consecuencia el desarrollo acelerado de dos procesos macro
transformadores de las estructuras y hábitos sociales: la creciente
tecnificación de la sociedad y la integración civilizatoria de estados
multinacionales. Ahora bien, ni los procesos tecnificadores, ni los procesos
civilizatorios se vinculan necesariamente con el desarrollo ético pleno, sino
ante todo con algunos mínimos éticos: su ámbito valorativo de aplicación
preponderante es lo correcto, no lo bueno; esto es, desde el punto de vista
técnico, lo correcto es lo que permite el funcionamiento de mecanismos, desde
el punto de vista civilizatorio lo correcto es lo que permite una convivencia
pacífica y ordenada. Los procesos de culturización, por el contrario, sí se
encuentran necesariamente vinculados al pleno desarrollo ético de las personas.
La modernización creciente de las sociedades y el
incremento de la diferenciación social aumentan la capacidad de la humanidad
para disponer técnicamente de los recursos naturales y conllevan un proceso
civilizatorio que garantiza la vida correcta de un sector de la población
estadísticamente importante, dispuesto a someterse a determinados mandatos de
la autoridad y a seguir normas percibidas como legítimas. Pero ambos procesos,
que hasta cierto punto son concomitantes en los Estados contemporáneos, no son
causas necesarias y suficientes del desarrollo espiritual de los pueblos,
aunque sí de su desarrollo material y de su capacidad para convivir sin
exterminarse al interior de las diversas megalópolis.
El riesgo a futuro es el predominio de sociedades
éticamente insípidas, técnicamente logradas, y dóciles y amaestradas, desde el
punto de vista de procesos civilizatorios y tecnologizadores que en buena
medida transcurren de espaldas a los sujetos éticos y a la ética individual y
social. Los desarrollos tecnológicos y civilizatorios no tienen como meta ideal
una norma de bondad, sea en el nivel de las virtudes o en el del desarrollo
espiritual plenificador y auténtico; están dirigidos por la lógica de la
corrección, bajo la cual lo óptimo es seguir el procedimiento, apegarse a la
norma abstracta y lograr que las cosas y los sistemas funcionen. Por otro lado,
la lógica de la bondad implica sacrificios éticos de gran nobleza, que permiten
superar la ley económica de la vida –el máximo de beneficio con el mínimo de
esfuerzo- por las virtualidades caritativas del espíritu: el máximo de esfuerzo
con el mínimo beneficio.
Los afanes de lucro y poder desmedidos, propios de
economías y sistemas políticos descarriados por su enorme capacidad productiva
y por la lógica de la acumulación de riqueza y poder, dinamitan los proyectos
culturizadores en sus bases mismas: bloquean la capacidad de los individuos
para autoconstruirse como sujetos éticos libres y por ende, en constante
tensión entre deber y necesidad, entre autenticidad e inautenticidad, y tienden
a la “producción” de un sujeto neutral, éticamente indiferente, pero racional
en sus hábitos consumistas y en sus preferencias políticas esporádicamente
manifestadas a través de actos casi simbólicos de voto y censura.
SISTEMA Y ENTORNO[5]
La globalización es un proceso de integración
mundial que transcurre de espaldas a las personas y sus necesidades y que se
basa en la tecnificación de la economía y en la política de corte
civilizatorio; la mundialización por el contrario, es un proceso de integración
social que transcurre a partir de la culturización, entendida como la
generación de nichos que posibilitan el desarrollo de sujetos plenos y
auténticos, este proceso se construye con la participación de personas y su
cometido es la lucha contra la indiferencia de la economía lucrativamente
orientada y de la política liberal de corte minimalista.
Asumiendo como marco de referencia la teoría de las
necesidades de Maslow, podríamos hacer corresponder las racionalidades
analizadas con el esquema propuesto, lo que nos podría llevar a la siguiente
conclusión provisional: la racionalidad instrumental, en su orientación al
dominio de las fuerzas naturales está volcada de manera preponderante a la
satisfacción de necesidades fisiológicas básicas (hambre, sueño, sed), y a la
satisfacción de determinadas necesidades de protección y seguridad, sobre todo
de cara a una naturaleza potencialmente amenazante. La racionalidad
estratégica, en su orientación al dominio de los seres humanos está volcada de
manera preponderante a la satisfacción de determinadas necesidades de
protección y seguridad, sobre todo de cara a un entorno social potencialmente
amenazante, y también a la satisfacción de necesidades sociales y de
pertenencia en un nivel muy primario, llegando incluso a impactar en la
necesidad de status, la cual es de orden superior. Lo propio de la racionalidad
ética es que da satisfacción a necesidades consideradas por Maslow como de
orden superior, esto es, las necesidades de estima (más no necesariamente de
status) y las necesidades de actualización de las potencialidades del yo
(self-actualization).
Con estas ideas en mente podemos afirmar que el
potencial de la racionalidad ética radica en su fuerza para rescatar a la
persona de las fuerzas impersonales del mercado y de los imperativos de poder
ilimitado de una política guiada bajo supuestos Maquiavélicos del poder por el
poder mismo. La persona humana fue amenazada en los tiempos de la Revolución
Industrial por un aparato productivo que tendió a reducirla a engrane de la
máquina y que consumió su tiempo de vida en esta esclavitud tecnológicamente
inducida; la persona humana fue amenazada en el siglo XX por sistemas políticos
totalitarios y por sistemas liberales minimalistas que la redujeron a un
instrumento del poder y que consumió sus posibilidades de vida a partir de
exigencias de sacrificio en pro de un futuro poco claro con promesas de mayor
bienestar y libertad. En este siglo, la persona sigue estando amenazada por las
fuerzas impersonales que tienden a lanzarla a la zona de indiferencia de los
sistemas sociales.
La segregación de los improductivos y de los
anormales es el principio de un proceso globalizador que puede arrojar a todos
a los límites de los sistemas, haciéndonos vivir una existencia al servicio de
las maquinarias del dinero y del poder. Fue Niklas Luhmann el gran teórico de
la sociología que vio con claridad este envío de las personas al entorno y
encontró en esta forma de segregación el pretexto para tomar en cuenta con
seriedad a las personas, como sistemas de conciencia mucho más complejos que
cualquier economía, régimen político o cultura particular.
El
reto actual es superar la indiferencia a la que los sistemas nos condenan y la
cual tiende a reproducirse incluso en la convivencia diaria: “… es una
característica fundamental de las organizaciones humanas que los componentes
más pequeños –los individuos- son más complejos y en cierto sentido más
importantes que las grandes organizaciones que integran. Los mejores pensadores
de la humanidad siempre han reconocido esto y se han negado a tratar a los
seres humanos como algo de que se pueda disponer o sacrificar. Los teóricos de
la democracia, de Pericles a John Stuart Mill, han visto la prueba de un buen
gobierno en la calidad de los individuos que se desarrollan bajo el mismo. Esta
prueba sigue siendo válida en la actualidad”.[6]
En función de lo dicho en este ensayo, el buen gobierno deberá medirse no tanto
en términos de progreso económico o de seguridad pública, sino ante todo por la
calidad de sus ciudadanos. Este gobierno será un promotor activo de procesos de
mundialización culturizante, que permitan que por vez primera en varios siglos,
el espíritu humano, en términos de sus valores, aspiraciones e ideales, se
ponga a la par de un desarrollo científico y tecnológico que está sepultando
aquello por lo que la civilización occidental ha luchado por lo menos durante
los últimos dos milenios: la plenitud de la vida humana en la tierra.
[1] Política
y gobierno. México, Fondo de Cultura Económica, 1998. p. 161.
[2] Quizá
hasta la Crítica de la razón dialéctica de Sartre o Razón y
revolución de Marcuse.
[3] Cf. Teoría de la acción
comunicativa. Buenos Aires, Taurus, 1989. 2 v.
[4] El mismo Habermas pudo
haber llegado a esta conclusión al esbozar su ética del discurso, pero por
desgracia, su excesivo formalismo, aunado a su formación hegeliana y a su giro
lingüístico, le impidieron colocar a la ética antes del discurso, con lo que
podría haber llegado a un discurso sobre la ética (lo que es propiamente una
defensa de la racionalidad ética) y no a una ética del discurso. Cf. Conciencia
moral y acción comunicativa. Barcelona, Planeta, 1994. 219 p.
[5] Cf.
En especial: Niklas Luhmann. Sistemas sociales: lineamientos para una teoría
general. 2ª ed. Barcelona, Anthropos, UIA, CEJA, 1998, 445 p.
[6]
Deutsch. Op. Cit. p. 162.
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