MAQUIAVELO, EL PRÍNCIPE Y EL PODER: UNA LECTURA
POSTMODERNA
Por Javier
Brown César
Artíuclo originalmente publicado en la Revista Bien Común y gobierno
La corrupción de nuestras clases ha estropeado el
tipo del dominador. El “Estado” como administrador de la justicia es una
cobardía, porque falta el gran hombre que pueda servir de referencia
Friedrich Nietzsche
INTRODUCCIÓN
El momento
histórico actual es crucial en México: no sólo se encuentra enmarcado por el
así llamado proceso de transición a la democracia, sino determinado también por
la descomposición del viejo régimen y la necesaria emergencia de una nueva
forma de relación entre gobernantes y gobernados, forma que no deja de ser
problemática y ambigua. En los umbrales del siglo XXI México necesita un nuevo
proyecto político, un nuevo pacto social, un nuevo esquema de relación con el
poder, una reforma en el ejercicio del poder político y en el aparato
burocrático estatal. El reto histórico es enorme: asumirlo implica no sólo
llevar a cuestas un pasado que nos impulsa hacia formas inéditas u olvidadas de
hacer política en México, sino también a la recuperación de todos aquellos
elementos de política que puedan operar en la (re)construcción de la Nación. En
este contexto quiero interrogar e interpretar a Maquiavelo y su obra maestra El Príncipe, con el fin de proyectar
ciertos elementos teóricos y prácticos bajo la luz del fin de milenio, marcado
por la aventura postmoderna.
La labor
hermenéutica e inquisitiva a emprender respecto de Maquiavelo busca ante todo
perspectivizar al genial autor renacentista, con el fin de ubicarnos más allá
de las interpretaciones simplistas que se han dado a la política bosquejada en El Príncipe, y también con el fin de
evitar los lugares comunes expresados en los estereotipos generacionalmente
transmitidos y repetidos, en donde el maquiavelismo es hermanado con el
mefistofelismo.
El contexto en
el que se da esta labor hermenéutica y crítica no puede dejar de ser menos
crítico y sujeto de múltiples perspectivas; la caída del muro de Berlín no es
sólo un hecho simbólico o una necesidad histórica, es la expresión palmaria de
la muerte de los metarrelatos que cayeron del otro lado del muro: las
ideologías, el providencialismo y redentorismo históricos, las epopeyas de
masas, los teleologismos racionalistas, las utopías globales, la objetividad
científica y el Estado-Nación. Dice Lipovetsky: que “ésta es una sociedad que,
lejos de exaltar los órdenes superiores, los eufemiza y los descredibiliza, una
sociedad que desvaloriza el ideal de abnegación estimulando sistemáticamente
los deseos inmediatos, la pasión del ego, la felicidad intimista y
materialista”[1]
y continúa afirmando que “la cultura cotidiana ya no está irrigada por los
imperativos hiperbólicos del deber sino por el bienestar y la dinámica de los
derechos subjetivos; hemos dejado de reconocer la obligación de unirnos a algo
que no sea nosotros mismos”[2].
La situación
actual está enmarcada por el proyecto de la postmodernidad, consistente ante
todo en una deconstrucción de la ratio
moderna. Esta ratio puede entenderse
“como vara que se pretende objetiva y de validez universal, y que en virtud de
ello, mide, evalúa, juzga y determina la vida de los sujetos. También se
entiende la ratio en su aspecto
coercitivo, a saber: como razón restringida a cálculo e instrumentación, pero
al mismo tiempo a la manipulación que una voluntad hace por medio de esta
reducción de la razón a sus fines instrumentales y formales”[3].
La
postmodernidad implica un proyecto y un horizonte, a la vez que una paradoja:
la deconstrucción de la ratio moderna
se debe realizar a partir de la misma razón. Este proyecto postmoderno es una
especie de nuevo humanismo, una vuelta a los griegos y sus ideales y es en el
fondo una denuncia del humanismo contemporáneo a Maquiavelo. Si, como dice
Antonin Artaud “El humanismo del Renacimiento no fue una ampliación, sino más
bien una disminución del hombre”[4], entonces el reto actual
será retomar los ideales del mundo griego, pero ahora para ampliar y no para
disminuir al hombre.
EL PODER POLÍTICO
Podemos definir
al poder político, de manera muy convencional, como aquél que se ejerce sobre
la cosa pública. En este sentido, no todo ejercicio del poder es público y se
hace público. El mérito indiscutible de Maquiavelo, no es el haber desligado a
la política de la ética de manera absoluta[5], sino el haber demostrado
que el poder político no obedece a ninguna ética trascendente, o sea, que tiene
su propia ética inmanente y no obedece a otras reglas que no sean las de su
conservación, acrecentamiento y ejercicio. En este sentido, Maquiavelo pone en
evidencia la cruel lógica del poder político y su afán de reproducirse[6] y conservarse ad infinitum. El imperativo ético del
poder político es: lo bueno es lo útil y lo útil es lo que sirve para la
conservación y acrecentamiento del poder, ergo, lo bueno es la conservación y
acrecentantamiento del poder y lo malo su pérdida y disminución. De aquí el que
la política que avizora Maquiavelo está, en cierto sentido, más allá del bien y
del mal “… si la aportación de Maquiavelo es que la política es una cosa y la
moral otra, de esta premisa sólo puede concluirse que la política es “amoral”[7].
Amoralidad que
implica necesariamente, en la actualidad, un análisis descarnado de la bestia
política, del animal político aristotélico y de su complejo instintivo.
Análisis que necesariamente debe profundizar en los hechos antes que en los
dichos, en las actos antes que en la retórica, tal como lo hizo Maquiavelo en
su tiempo.
Hay en el
discurso político actual una obsesiva negación de Maquiavelo y del maquiavelismo:
“… las normas dadas por Maquiavelo para la actividad política “se aplican pero
no se proclaman”; los grandes políticos -se dice- empiezan maldiciendo a
Maquiavelo, declarándose antimaquiavélicos para poder aplicar sus normas
“santamente”[8]..
Se dice: el poder político está para servirte, sólo queremos tu bien y tu
felicidad, queremos tu libertad y garantizaremos tu igualdad ante la ley, etc.
Este recurso meramente retórico funciona para el componente de la masa[9], para el hombre cifra, y
por ello se reproduce exitosamente, sobre todo en sociedades poco ilustradas y
críticas. Pero no funciona ya para la nueva subjetividad que habrá que hacer
emerger del tejido social, subjetividad más crítica y despierta que puede
decirle el Príncipe contemporáneo: sé honesto, si afirmas a Maquiavelo en los
actos hazlo también en el discurso; sé congruente, no hay político alguno en el
mundo que pueda negar la doctrina contenida en El Príncipe, ya que ésta es de aplicación universal.
El cambio en el ejercicio e interpretación del poder
La forma de
ejercicio poder político se ha transformado significativamente a lo largo de la
historia[10].
El ejercicio del poder por parte del príncipe maquiavélico era una expresión a
la vez ética y estética. Se afianzaba en la virtud ética de la prudencia, pero
buscaba además ejercer el arte del gobierno, mediante la formación de una
voluntad colectiva y la conservación y acrecentamiento del poder. Durante el
siglo XVI, precisamente en la época en que El
Príncipe comenzó a difundirse, surgió una nueva economía del poder, el
Estado de justicia, que se consolidó en la Edad Media y que intentó, mediante
la costumbre y las leyes, integrar a cada ciudadano en la vida de su comunidad
dio paso a un estado administrativo y policial[11], que se organizó mediante
nuevas técnicas de pedagogía y ciencia política, que buscaban un conocimiento
concreto, preciso y medible de la fortaleza del Estado para poder gobernar la
vida de los individuos de modo tal que
su desarrollo también impulsara el de la fortaleza del Estado. En los siglos
dieciocho y diecinueve surge el Estado gubernamental, el cual manejaba un tipo
de poder sin precedentes para determinar el destino de los individuos y de los
pueblos[12]. Esta nueva forma de
poder político “alcanza ahora lo más íntimo del individuo, le toca el cuerpo,
se inmiscuye en sus ademanes, en sus actitudes, en su discurso, en su
aprendizaje, en su vida diaria”[13].
Este nuevo
ejercicio del poder consiste ante todo en un modelado del cuerpo, que “…da
lugar a un conocimiento del individuo, el aprendizaje de las técnicas induce
modos de comportamiento y la adquisición de aptitudes se entrecruza con la
fijación de relaciones de poder… en este trabajo mismo, con tal de que se halle
técnicamente controlado, se fabrican individuos sumisos, y se constituye sobre
ellos un saber en el cual es posible fiarse”[14].
Pero no sólo el
ejercicio del poder se ha transformado, también lo ha sido su interpretación, y
sobre todo, su tematización. Esta tematización se ha dado principalmente a raíz
de la experiencia de los regímenes fascistas que se desarrollaron en este siglo
y se expresa cotidianamente como horror a las dictaduras y al abuso del poder:
“En el abuso de poder uno desborda lo que es el ejercicio legítimo de su poder
e impone a los otros su fantasía, sus apetitos, sus deseos…”[15]. Así, cuando cuestionamos
al sistema político mexicano podemos preguntar: ¿estamos dispuestos a
sacrificarnos por la industria, el progreso, el consumo y el confort? ¿Son
estas nuestras necesidades reales o son las necesidades del poder político
introyectadas en el fondo de nuestras consciencias, enquistadas en lo más
profundo de nuestra libido?
En el análisis
que Michel Foucalt hace del poder hay tres niveles: relaciones estratégicas,
técnicas de gobierno o maneras de gobernar[16] y estados de dominación.
Este análisis reviste una perspectiva teórica muy particular ya que estudia al
poder como plexo de relaciones: “… cuando se habla de poder, la gente piensa
inmediatamente en una estructura política, en un gobierno, en una clase social
dominante, en el señor frente al esclavo, etc. Pero no es en absoluto en esto
en lo que yo pienso cuando hablo de relaciones de poder. Me refiero a que en
las relaciones humanas, sean cuales fueren -ya se trate de una comunicación
verbal… o de relaciones amorosas, institucionales o económicas-, el poder está
siempre presente: me refiero a cualquier tipo de relación en la que uno intenta
dirigir la conducta del otro”[17]. Pero si este poder es
omnipresente, ¿no acaso debemos descartar la libertad de nuestro diccionario
postmoderno? Responde Foucalt “… si existen relaciones de poder a través de
todo el campo social, es porque existen posibilidades de libertad en todas
partes”[18]. Son estas posibilidades
de libertad, las que hay que poner en evidencia y afirmar como proyectos o
perspectivas de la nueva subjetividad postmoderna.
La
interpretación del poder foucoultiana difiere de las formas tradicionales de
conceptualizar al poder, y sobre todo, del esquema hermenéutico
técnico-jurídico, que considera el poder desde el punto de vista institucional
y al individuo como sujeto de derechos: “Si se trata… de analizar el poder no a
partir de la libertad, de las estrategias y de la gubernamentalidad, sino a
partir de la institución política, no se puede considerar al sujeto más que
como sujeto de derecho, un sujeto dotado de derechos o carente de ellos y que,
a través de la institución de la sociedad política, ha recibido o perdido los
derechos: nos encontramos así reenviados a una concepción jurídica del sujeto. Por
el contrario, la noción de gubernamentalidad permite… poner de relieve la
libertad del sujeto y la relación con los otros, es decir, aquello que
constituye la materialidad misma de la ética”[19].
De esta forma,
Foucalt centraliza la cuestión de las relaciones entre ética y política en un
nivel en que la subjetividad se encuentra secuestrada por el proyecto político.
La razón teórica es que las leyes son un programa y representan una volición
abstracta que sirve como indicación a las voliciones reales y concretas de los
individuos. La norma representa un mínimo insuperable; transgredir la norma es
ofender al cuerpo social, representado por la institución judicial; es la
institución judicial la que se indigna ahora o lleva la indignación popular al
régimen del castigo corporal, de la privación de la libertad, de la sanción
pecuniaria, etc. En este sentido, la justicia deviene en el Estado moderno un
cálculo de las penas, una administración de los castigos, una penalización de
las anormalidades, una medicalización de las patologías[20], pero no una vida justa
en el pleno sentido del término, o sea, dar a cada quien lo suyo. Este dar a
cada quien lo suyo se reduce actualmente a dar a cada quien el mínimo de
restitución por lo perdido o el castigo del infractor que ha perturbado la vida
privada de la persona. Esta consideración de la justicia es meramente legal y
ya no se refiere a la virtud de lo justo.
De aquí una
significativa ruptura entre ética y política: nada parece más lejano a la ley
que la conciencia moral, la cual se da en el plano individual y de manera en
absoluto variable (la conciencia moral se vincula a un credo, a una profesión,
a una fe y en este sentido se socializa, pero también se vuelve sobre el sujeto
como ascesis, como cuidado de sí y en este sentido se individualiza). Pero lo
característico del poder público es la hegemonía que ejerce sobre la ética o
sobre la moral individual; la moralidad privada se encuentra bajo la
(pan)óptica de un poder que le imprime sus marcas propias: la censura, la
interdicción y la represión (en orden a la construcción de un orden político),
la sublimación de las pulsiones y de los instintos (en orden a la construcción
de un orden cultural[21]), el cuidado de sí mismo
con énfasis muy especial en la dimensión corporal (en orden a construir un
orden social, conceptualizado como cuerpo social). Esta hegemonía dificulta
llegar a consensos éticos a nivel político[22]. Por ello, lograr el
consenso ético social en muchas ocasiones puede llegar a ser sólo una
imposición de criterio y no una negociación del mismo. Esta imposición se da
típicamente de arriba hacia abajo y no sólo incluye preceptos éticos, sino
también normas técnicas y relaciones estratégicas.
El problema del
consenso ético es debido, ante todo, al estado de dominación actual. Un estado
de dominación se da, según Foucalt “Cuando un individuo o un grupo social
consigue bloquear un campo de relaciones de poder haciendo de estas relaciones
algo inmóvil y fijo e impidiendo la mínima reversibilidad de movimientos
-mediante instrumentos que pueden ser tanto económicos como políticos o
militares-…”[23].
En el caso particular de México estos instrumentos han variado notablemente:
siendo militares durante la época posterior a la revolución, después políticos
(sobre todo a raíz de la presidencia de Miguel Alemán) y finalmente económicos
(sobre todo a partir de la administración de Miguel de la Madrid, pero de
manera más acentuada con la llegada de la tecnocracia al poder). El instrumento
económico es ahora privilegiado para mantener la relación de dominación.
Nuestros nuevos dioses
El derecho y el
Estado, desligados ya de toda moral y de toda referencia a una norma ética
trascendente (Kant) se desarrollan bajo la forma económica de lo útil (Bentham,
Stuart Mill). Así se llega al utilitarismo de Estado, lo que se suma a la ya
brevemente analizada relegación de la moral a la esfera de lo privado.
Nuestra
enfermiza postmodernidad se ha afirmado como un horror al vacío y a la
corruptibilidad de la existencia: prolongación incesante de la vida por
cualquier medio; llenando los huecos dejados por el ocio[24], por el placer[25], por la soledad[26]; régimen alimenticio
estricto que busca la máxima nutrición y la mínima toxicidad, régimen deportivo
que le exige al cuerpo hasta la última gota de sudor exteriorizador de toxinas,
etc.
El énfasis en
el funcionamiento del sistema económico es también un énfasis en la
corporeidad. Pero esta corporeidad está regida por imperativos ante todo
técnicos y científicos, no éticos ni filosóficos: haz de tu cuerpo una obra
útil (imperativo técnico), haz de tu cuerpo una máquina funcional (imperativo
científico-médico); en la medida en que te afirmas en la salud y en la
fortaleza física eres útil para conformar fuerza de trabajo, eres bestia de
carga en potencia, carne de cañón u objeto de regocijo estético[27].
En este
contexto, todo proyecto liberalizador tiende a afirmar un elemento de
corporeidad, al interior de la sociedad: corporeidad que se expresa en dinero[28], bienes o servicios. Pero
otra vez es el culto al proyecto material de la sociedad. En este culto al
proyecto material, el Estado se inclina ante el mercado y sus vaivenes y tiene
en la eficiencia en el manejo de las cifras uno de sus factores de legitimidad.
En la actualidad, el poder político se afirma como una capacidad administrativa
centrada en el funcionamiento de los mercados[29] y no tanto como una
voluntad colectiva generadora de bien común. El Estado-Nación y su crisis se
ubican en el difícil contexto en que toda razón superior al cuerpo es vista con
escepticismo.
Si vinculamos
este aspecto economicista de la sociedad contemporánea con la heterenomización
de la ética privada por parte del poder político podremos concluir con Gramsci
en la necesidad de romper la hegemonía ético-política del régimen: “… si la
hegemonía es ético-política no puede dejar de ser también económica, no puede
dejar de tener su fundamento en la función decisiva que el grupo dirigente
ejerce en el núcleo decisivo de la actividad económica”[30].
EL PRÍNCIPE MODERNO
“El tiempo de
los reyes pasó, porque los pueblos son indignos de ellos, no quieren ver en los
monarcas el símbolo de su ideal, sino un medio para su beneficio”[31]. Hay un significativo
cambio en el poder político desde el ideal maquiavélico del Príncipe hasta el
Príncipe moderno, pasando por todas las formas principescas posibles. La
característica fundamental del Príncipe moderno es la limitación de su poder, a
través de la reducción de sus funciones y de la aparición de otros poderes
destinados a servir como contrapeso para, en la medida de lo posible, minimizar
las arbitrariedades y los abusos.
No obstante, y
a pesar de la reducción y limitación del poder, los Príncipes modernos parecen
decirnos a cada rato: yo soy tu superior, yo sé lo que necesitas, yo sé como
hacerlo, yo sé que debes de ser y cómo llegarás a serlo. Esta sapiencia
finisecular es una forma sutil de actualizar la afirmación del poder divino de
los reyes en el proyecto de la modernidad, sólo que ahora ya no es un rey el
que afirma su poder, ni se recurre más al argumento de la ascendencia divina.
En este sentido, nuestra contemporaneidad poco ha transformado el viejo juego
del poder, solamente ha hecho más sutiles los elementos de control; ha
sacralizado el poder, pero en el fondo sólo para divinizar la institución
política, afirmando la terrenalidad de los gobernados y la celestialidad de los
gobernantes.
Pero, ¿quién o
qué ha de ser este príncipe moderno? ¿Es acaso el presidente de la República o
lo es acaso el Poder Legislativo? Gramsci afirma que “El príncipe moderno, el
mito-príncipe no puede ser una persona real, un individuo concreto; sólo puede
ser un organismo, un elemento de sociedad complejo en el que ya se haya
iniciado la concreción de una voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente
en la acción. Este organismo ha sido creado ya por el desarrollo histórico: es
el partido político…”[32] Así, la institución del
Príncipe se colectiviza, ampliándose a la institución, al partido.
¿No habrá acaso
otra opción que no sea el partido político? Porque, ¿ no acaso los partidos
políticos están en crisis, no sólo en México sino en todo el mundo? ¿No son
acaso los partidos políticos formados por hombres que ansían el poder por el
placer que el poder proporciona (Nietzsche)?. Además, Gramsci afirma que “Al
llegar a un cierto punto de su vida histórica, los grupos sociales, se separan
de su partido tradicional; es decir, los partidos tradicionales, en su
determinada forma organizativa… dejan de ser reconocidos como expresión propia
por su clase o su fracción de clase. Cuando se producen estas crisis, la
situación inmediata se hace delicada y peligrosa, porque queda abierta a las
soluciones de fuerza, a la actividad de potencias oscuras, representadas por
hombres providenciales o carismáticos”[33]. Esta crisis de los
partidos es la que vivimos en México en el momento actual, lo que ha dado lugar
a las soluciones de fuerza que emanan del crimen organizado y de los aparatos
represivos del Estado, a las potencias oscuras que se afirman detrás de la clandestinidad
y de la máscara y la simulación, a hombres providenciales que nos prometen el
paraíso en la tierra y a hombres carismáticos que logran los votos a partir de
su nuevo redentorismo.
Además, el
Príncipe moderno se afana en la vana retórica que legitima la dominación a
través de concesiones que se hacen a la subjetividad arrestada por la
modernidad. Pero, la legitimidad en el ejercicio del poder no debería venir
tanto de la promesa en la generación de bienes y servicios sino de la
afirmación de la voluntad de poder misma mediante la realización concreta de
acciones volcadas hacia los gobernados. El Príncipe moderno podría optar por
ser una subjetividad rica y pletórica, no tanto por la cantidad de bienes
materiales poseídos, sino ante todo, por la capacidad de desbordarse hacia los
otros y de generar bienes en abundancia; la riqueza entonces no se definiría
por las posesiones, sino por los dones (rico no es el que más tiene, sino el
que más da)[34].
De ahí que “Una
parte importante de la actuación del Príncipe moderno deberá dedicarse a la
cuestión de una reforma intelectual y moral, es decir, a la cuestión religiosa
o de una concepción del mundo”[35]. Pero esta reforma
intelectual y moral no puede ser un proyecto impuesto arbitrariamente, ni
tampoco un esquema predeterminado de vida, tendría que ser ante todo un
proyecto que rescate la subjetividad arrestada por las fuerzas de la
modernidad.
La nueva subjetividad
El proyecto
existencialista busca ante todo desarrestar la subjetividad, poniendo énfasis
en el individuo. Kierkegaard escribió en el siglo pasado que “Si la plebe es el
Mal, si el caos es lo que nos amenaza, sólo hay salvación en una cosa, en
convertirse en individuo, en el pensamiento de que "lo individual" es
una categoría esencial"[36]. En nuestro siglo,
Heidegger denunció la posibilidad de perderse en la masa, inscrita en lo más
profundo de la naturaleza humana.
Heidegger
contrapone la existencia auténtica a la existencia inauténtica, o caída. La
existencia inauténtica se caracteriza por las habladurías, la avidez de
novedades y la ambigüedad, todos ellos síntomas del enfermo hombre postmoderno.
Pero la recuperación de la subjetividad o la autenticidad de la existencia no
se realiza a través de los poderes públicos o de las instituciones pedagógicas,
sino a través de un rescate de la subjetividad[37]. Por ello, el reto actual
es la deconstrucción de la subjetividad moderna[38] y la construcción de una
nueva subjetividad. Esta construcción es una labor arquitectónica y artística.
Los ideales de libertad,
igualdad y fraternidad que enarboló la Revolución Francesa, han fracasado
rotundamente en el Estado contemporáneo: la libertad es meramente teórica, la
igualdad es abstracta y la fraternidad inexistente. De ahí la necesidad de
transformar la libertad en autonomía para construir la subjetividad y para
afirmar esta subjetividad, independientemente del guión o del programa
predeterminado por el Estado y sus instituciones; se trata de un ejercicio autopoiético
y de autocreación y autorrecreación constantes. La igualdad deviene también
afirmación de la diferencia y vida en la diferencia, solo mediante el énfasis
en la vida individual se puede afirmar la vida colectiva (si se dice “vive y
deja vivir”, el acento primero esta en el vive, en la capacidad de asumirse en
la singularidad de proyectos y tendencias). La fraternidad se mantiene a pesar
de todo, pero quizá reinterpretada como solidaridad, lo que necesariamente debe
implicar superar el instinto de rebaño, el conformismo y el automatismo; la
solidaridad debe ser ante todo responsabilidad compartida, pero asumida y
afirmada individualmente.
Nuestros Maquiavelos
El poder divino
de los reyes o Príncipes actuales viene menos de su aura de inaccesibilidad y
de su lejanía que del grupo de científicos que los rodean[39] y que enarbolan a la
diosa ciencia como su estandarte. El imperativo de los científicos es variado
en sus dimensiones: es económico, a través del control de la producción,
distribución y consumo de bienes y servicios, administración de la escasez,
minimización y predicción de las crisis, lucha contra la inflación y el
desempleo, control de las masas a través de los poderes omnipresentes y
democratizadores del mercado, homogeneización de las preferencias en el
consumo, etc; sociológico, restricción de las masas y de su movilidad,
conocimiento de sus valores y estilos de vida, de sus potenciales
revolucionarios y ubicación de desequilibrios y patologías; psicológico,
identificación de la anormalidad, ubicación de los dementes y segregación de la
locura, diálogo con la locura y sus intuiciones y anticipaciones; jurídico,
etc.
La relación
entre poder y ciencia es clave en la actualidad: ¿No es la ciencia “actividad
política” y pensamiento político, en la medida en que transforma los hombres,
los hace distintos a lo que eran antes?”[40] La modernidad aniquila a
Dios, o más bien transfiere los poderes divinos a la omnipotente estructura
estatal y a la omnisciente ciencia. Los nuevos Maquiavelos, o sea, quienes han
asumido la función pedagógica del autor de El
Príncipe, nos determinan como entes sociales, económicos y psicológicos,
construyen nuestra subjetividad a partir de un saber científico pretendidamente
objetivo y desinteresado. Pero esta pretendida objetividad esconde el interés
del poder por el control político, económico, social y jurídico de la
población. Así, la política crea sus propios “juegos de verdad” a través de sus
científicos.
RELEYENDO A MAQUIAVELO
La ética
maquiavélica es inmanente, no trascendente, y en este sentido es un llamado al
individuo a afirmar su vida como construcción y creación original. Esta es la
lección que hay que retomar de El
Príncipe, resignificándola a la luz de la contemporaneidad postmoderna.
El reto de la
postmodernidad, a raíz de una relectura de Maquiavelo es: ¿estás dispuesto a
hacer de ti mismo tu propio principado, a crear a partir de ti una obra de
arte? ¿Estás dispuesto a prescindir de mi consejo y a ser autónomo en tus
juicios y apreciaciones? Finalmente ¿Estás dispuesto a que este poder que
inicialmente ejerces sobre ti se abra hacia los demás, estás dispuesto a entrar
en el juego de las soberanías individuales?
La nueva soberanía
“Los sistemas
democráticos modernos se apoyan sobre reglas mayoritarias… sobre mecanismos
electivos y sobre la transmisión representativa del poder. Eso quiere decir que
el pueblo que cuenta es, sobre todo, aquella porción que entra en las
específicas mayorías electorales victoriosas; éstas cuentan en la acepción
parcial del concepto sobre el poder; y que cada vez más, una serie de
mecanismos de conversión separan el gobernar de los gobernados.”[41] Entonces cabría
cuestionar al concepto de soberanía popular a fondo, porque si la soberanía
radica esencial y originariamente en el pueblo, entonces el pueblo debe ser su
propio príncipe; pero esto provoca horror en los gobernantes.
El pavor a la
soberanía popular, radica en el poder seductor de las fuerzas subversivas y
revolucionarias. Pero el imperativo ético de la soberanía, en su lectura
maquiavélica fuerte, implica en un principio la capacidad de construir el
propio principado; en este sentido, el principado es el propio yo, pero en una
doble naturaleza: como cuerpo y como razón. La postmodernidad ha afirmado el
principado y el poder del príncipe que somos cada uno de nosotros pero sólo
como cuerpo y en este sentido ha inaugurado una tiranía sobre lo corporal,
donde la razón aparece como la cárcel del cuerpo. Ahora, el imperativo es que
la razón (el alma) es la cárcel del cuerpo y que por lo tanto, el cuerpo debe
desligarse de todo proyecto racional que lo trascienda. Pero el culto al cuerpo
lleva no a hacer de éste una obra de arte, sino a extremar los signos externos
de su fuerza y su vigor, y los signos internos de su sanidad fisiológica. Poco
importa ya la racionalidad como un proyecto, la postmodernidad se afirma en el
cuerpo como cruce de poderes y en este sentido transfiere el poder antes
ejercido por el soberano al individuo, inaugurando la tiranía sobre el yo, el
autofascismo: cada quien se hace su propio dictador.
El reto actual
parece ser la construcción de una sociedad que tenga como base la soberanía del
individuo, pero el desencanto actual radica en la constatación de que esta
teoría de la soberanía no opera en la realidad, principalmente por un conjunto
de poderes, interdicciones, coacciones y mitos que atan al individuo al rígido
esquematismo de una sociedad en la que se da como hecho y sentado a priori, que
hay a nivel racional algo que no puede ni debe ser dicho, y que hay a nivel
moral, algo que no puede ni debe ser hecho. En este sentido, el individuo nace
en la sociedad inmerso en un proyecto que inicialmente se le opone, como dado,
para decirle no, para limitarlo en sus conductas y pensamientos. El horror
subyacente a esta negación del yo es la ausencia de todo orden político, el
horror al vacío político, la angustia política. Pero bajo este horror, bajo
este miedo se da también la justificación que hace de la soberanía individual
un mito y una utopía de la razón; la soberanía popular se ejerce a través de mecanismos
típicamente simbólicos y ejecutados de manera discontinua: el voto, el
referéndum, etc. Tales mecanismos afirman la soberanía del individuo sólo en
función de un poder estatal absoluto, bajo el cual el sujeto se encuentra
predeterminado y esquematizado. En este sentido, la soberanía popular es sólo
una justificación del ejercicio del poder político.
Además, bajo la
óptica de la soberanía individual la razón de Estado se atomizaría en razones
de las Personas. Las razones de las personas (o argumentos para su
conservación) son varias: la afirmación de sus derechos ante un poder que
constantemente los obstaculiza, niega o atropella; la afirmación del individuo
ante el anonimato de la masa y ante los poderes que le privan de rostro (lo
masifican); la afirmación del yo como centro absoluto de la vida política y
sentido de toda la historia. La razón de Estado es en Maquiavelo un imperativo
para la conservación del principado, pero en los tiempos actuales, donde el
principado ya no existe y es sustituido por el Estado, esta razón no tiene
sentido si no sirve para conservar al Estado a partir de la conservación de la
soberanía individual. La afirmación de la soberanía individual es una toma de
posición ante el poder público: el Estado fuerte se construye a partir de los
individuos y de la medida en que éstos se afirmen como centros de poder. Esta
es la lectura fuerte, maquiavélica, de la soberanía popular.
“En rigor, si
el poder debe ser verdaderamente del pueblo, cualquier ubicación del poder que
no esté en el pueblo es inadmisible. Una democracia entendida a la letra, sólo
puede ser una sociedad sin Estado y, se entiende, sin sustitutos o equivalentes
del Estado. El poder es del pueblo en cuanto es el pueblo el que propiamente lo
ejerce y, en consecuencia, lo es mientras no sea ejercido por otros o en otros
locus imperii”[42].
No acaso en este texto de Sartori se está desenmascarando a las últimas de las
utopías vivientes: la democracia. ¿Podrá afirmarse la democracia en un nivel
que no necesariamente lleve a la utopía?
El nuevo Príncipe
El arte del
príncipe postmoderno se afirma en un nivel diferente al planteado por
Maquiavelo, consistiendo ante todo en el arte de no ser gobernado, de no ser
sometido. El éxito del príncipe maquiavélico postmoderno radica en su capacidad
para: 1º Ejercer sobre sí mismo el poder, para afirmarse como obra de arte,
como creación estética. En este sentido se da el imperativo de ser el soberano
de sí mismo. 2º. Afirmar este poder y esta vida estética y heroica frente a
poderes totalizantes y frente a la potencial amenaza que implican los otros (el
horror principal y el bien fundamental son: el horror al crimen y el bien de la
vida). y 3º. Introyectar la figura de Maquiavelo (el consejero, la voz de la
consciencia) en un proyecto moral autónomo. Esto sólo puede darse a través de
la ilustración, pero entendida en el sentido kantiano que se describirá más
adelante.
El ideal
maquiavélico actual es, ante todo, una afirmación del poder individual y una
cuestión del gobierno de sí mismo[43], por ello, para el
maquiavelismo postmoderno, toda Revolución tiene carácter individual: si
quieres transformar a la realidad, transfórmate primero a ti mismo; las grandes
revoluciones, empiezan en uno mismo. Cuando la Revolución toma forma exterior
se debe a que antes la interioridad revolucionaria se consolidó, a que el poder
individual se afirmó, y entonces el fin es la afirmación del yo a través del
poder, en donde cualquier medio se justifica para hacer valer mis derechos ante
la opresión del otro.
Para esta
creación o recreación del yo todos necesitamos un Maquiavelo, un consejero, un
hombre de experiencia, un pedagogo[44]. Pero las actuales
instituciones educativas están muy lejos de jugar el papel de este Maquiavelo,
más bien juegan un papel radicalmente diferente, sirviendo a la reproducción de
saberes instrumentales, a la repetición de mitos funcionales y legitimadores
del poder público, a la reproducción de una moral que en su eficacia
heteronómica se afirma como control, como disciplina, como norma y como
limitante a todo proyecto original y a toda inquietud que tenga fuerza
potencialmente subversiva. El ideal pedagógico se debería desenvolver en la
dimensión que puede denominarse, junto con Kant, ilustración: “La ilustración
es la salida del hombre del tutelaje en que ha incurrido por sí mismo”[45], consistiendo este
tutelaje en “la incapacidad del hombre para utilizar su entendimiento sin que
otro lo dirija… Sapere aude! ¡Ten el
coraje de usar tu propia razón! Este es el
motto de la ilustración”[46].
Así mismo, la
recreación o reinvención de la política parece ser indispensable en el momento
actual; en este sentido deberíamos ser como los niños, recuperando la capacidad
que éstos tienen de ver las cosas viejas con nuevos ojos. El nuevo niño
político podría, hacer de la política un juego donde la libertad pueda darse en
forma plena, ya no como ausencia de coacción, sino como afirmación de los
aspectos lúdicos de la existencia política. Hacer de la política un juego no
necesariamente implica hacerla poco seria sino restarle peso, quitarle
densidad, hacerla más humana y menos divina ya que el poder divinizador del
Estado se mantiene al día de hoy: el Estado es el Dios al que todos se someten
incondicionalmente y en este sentido el Leviatán de Hobbes se ha hecho un
monstruo, sobre todo a raíz de las concepciones similares a la Hegeliana, donde
el Estado aparece como una especie de cumbre del espíritu humano. Así, el
Estado, que debería ser un medio para la vida buena, se ha hecho un fin en sí
mismo y la vida buena ha quedado olvidada o invertida su formulación: la buena
vida es lo que todos desean, pero no así la vida buena. La buena vida es
garantizada por el mercado pero la vida buena sólo puede ser garantizada por la
afirmación de la subjetividad.
¿Pero en esta
idea de devenir uno mismo su propio príncipe no necesariamente habremos de
chocar con otros príncipes en su juego de recreación y afirmación de la
subjetividad? Esto se daría si consideramos al prójimo bajo la óptica de la
lucha por el respeto al otro que es distinto a mí (conquista que nuestra
respetuosa contemporaneidad no ha logrado de manera plena) pero no se da si
consideramos al otro como una opción para la autorrecreación propia en la
interacción. Ya no se trata aquí del respecto al otro, sino de la capacidad de
mirarnos a nosotros mismos con los ojos del otro. Así, la recreación y la
afirmación de la subjetividad exige al otro, no tanto como el que hay que
tolerar, sino como una posibilidad de interacción para la más fecunda
autorrecreación, como una permeabilidad recíproca, por la compenetración en la
producción de sentidos. Así, se afirma el ideal de “una persona multifacética,
de rasgos caleidoscópicos por así decir, que tenga una mayor fluidez de
intereses, disposiciones nuevas de trabajo y vida, roles sexuales y sociales, y
así sucesivamente”[47].
Además, cabría
oponer la afirmación de la diversidad al dualismo excluyente. El dualismo
reduce la sociedad a oposiciones infranqueables: ricos y pobres, locos y
cuerdos, buenos y malos, varones y mujeres, castos y promiscuos, casados y
solteros, etc. La diversidad no es dual, precisamente porque el universo
tampoco es dual, lo que es dual es el pensamiento que se empeña en ver en todo
oposiciones: a partir del arriba y del abajo se interpreta todo, lo bueno está
arriba, lo malo abajo, el varón arriba, la mujer abajo; así, la sociedad dual
se empeña en la separación entre superiores e inferiores sin asumir la
perspectiva que la superioridad es una relación y es también ella misma
relativa.
Por otro lado,
“… el peligro de dominar a los otros y de ejercer sobre ellos un poder tiránico
no viene precisamente más que del hecho de que uno no cuida de sí y por lo
tanto se ha convertido en esclavo de sus deseos”[48]. De aquí que la formación
para llegar al poder sea fundamental e implique todo un conjunto de prácticas
espirituales y ascéticas que hagan del gobernante en potencia un siervo del
pueblo en acto, además de un líder que sabe cómo gobernar porque se gobierna a
sí mismo, y que sabe administrar el éxito y el fracaso.
En este sentido
de devenir nuestros propios príncipes podría recuperarse el ideal democrático y
proyectar la política rumbo al siglo XXI: “… democracia directa también
significa gobernarse a sí mismo”[49] Si nos tomáramos menos en
serio, si fuéramos capaces de recuperar la inocencia de la primera mirada
veríamos que “vivimos… una vida provisional o arrastramos una existencia de
rezagados… y lo mejor que podemos hacer en este interregno es ser, en cuanto
cabe, nuestros propios reyes, y no fundar pequeños Estados, como ensayo. Somos
experimentos. ¡Tengamos el valor de serlo!”[50].
[1] Gilles Lipovetsky. El crepúsculo del deber: la ética indolora
de los nuevos tiempos democráticos. Barcelona, Anagrama, 1994 p. 12
[2] Idem.
[3] Martin Hopenhayn. Después del nihilismo: de Nietzsche a
Foucalt. Barcelona, Andrés Bello, 1997. pp. 25-26
[4] Citado en James Miller. La pasión de Michel Foucalt. Barcelona,
Andrés Bello, 1996. p. 140
[5] Este es el mérito
indiscutible de Kant con sus Críticas
[6] La categoría de reproducción
es central en el discurso marxista y es su mérito indiscutible el haber puesto
el acento en la capacidad (auto) reproductiva de las relaciones de
dominación-sometimiento a partir de la base material de la sociedad
[7] Giovani Sartori. ¿Qué es la democracia? 2ª ed. México,
Nueva Imagen, 1997 p. 28
[8] Antonio Gramsci. La política y el Estado moderno.
Barcelona, Planeta, 1993. P. 71-72
[9] “La masa es simplemente de
“maniobra” y es “ocupada” con prédicas morales, con incentivos sentimentales,
con mitos mesiánicos de espera de tiempos fabulosos en los que todas las
contradicciones y miserias actuales se resolverán automáticamente”. Antonio
Gramsci. Op. cit. p. 86
[10] Dice Gramsci en Op cit. p.
126: “La técnica política moderna ha cambiado completamente después de 1848,
después de la expansión del parlamentarismo, del régimen asociativo sindical y
de partido, después de la formación de vastas burocracias estatales y
“privadas”… y después de las transformaciones habidas en la organización de la
policía en sentido amplio, es decir, no sólo del servicio estatal destinado a
la represión de la delincuencia sino del conjunto de las fuerzas organizadas
por el Estado y los particulares para tutelar el dominio político y económico
de las clases dirigentes”.
[11] La policía era concebida en
sus orígenes fundamentalmente como: 1. Una administración dirigida por el
Estado, en concurrencia con la justicia, el ejército y la hacienda. 2. Como una
administración que lo engloba todo, pero desde un punto de vista muy
particular. Hombres y cosas son contemplados en sus relaciones; la coexistencia
de los hombres sobre un territorio; sus relaciones de propiedad, lo que
producen, lo que intercambian en el mercado. Se interesa también por la manera
como viven, por las enfermedades y los accidentes a que están expuestos. La
policía vela por un hombre vivo y productivo. 3. Se propone como fines: a)
asegurar la fuerza del Estado, considerándola de la mayor importancia y b)
desarrollar las relaciones de trabajo y de comercio entre los hombres, así como
la ayuda y asistencia mutuas. Cfr. Michel Foucault. “Omnes et singulatim: hacia
una crítica de la razón política”. En La
vida de los hombres infames. Madrid, La Piqueta, [1990] p. 294 ss
[12] Cfr.
James Miller. Op. cit. p. 405 ss
[13] Ibid. p. 406
[14] Michel Foucalt. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión.
16ª ed. México, Siglo Veintiuno, 1989. p. 301
[15] Michel Foucalt. Hermenéutica del sujeto. Mar de la
Plata, Altamira, 1996. 104 p.
[16] Este es el nivel que
desarrolló Maquiavelo, de manera insuperable, hasta el día de hoy
[17]
Ibid. p. 110
[18]
Ibid. p. 111
[19]
Ibid. p. 123-124
[20] Dice Gramsci. Op. cit. p.
160: “el Estado es un instrumento de “racionalización”, de aceleración y de
taylorización, opera de acuerdo con un plan, presiona, incita, solicita y
“castiga”, porque una vez creadas las condiciones en que un determinado modo de
vida es “posible” la “acción o la omisión criminales” deben tener una sanción
punitiva, de alcance moral, y no sólo comportar un juicio de peligrosidad
genérica”.
[21] Este es el tema de Freud en
El malestar en la cultura
[22] Lo que explica, en parte,
la preocupación de Jürgen Habermas por establecer una situación ideal del habla
y llegar a un consenso sobre la verdad ética, que tenga como base una teoría
consensual de la verdad. La situación ideal del habla aparece como una utopía
más, pero el consenso sobre cuestiones éticas fundamentales es una exigencia
actual, la dificultad de lograr esto radica en la atomización de la ética
pública en innumerables éticas privadas, cada una ordenada a una ideología, a
una religión o a una fe, sin ningún referente que trascienda estas visiones
particulares fuera del imperativo liberal de justicia igual para todos
[23] Antonio Gramsci. Op. cit.
p. 97
[24] Y por lo tanto, perdiendo
la capacidad de filosofar, ya que la filosofía es hija del ocio y, en este
sentido, un vicio
[25] Buscando el bombardeo
sensible a toda costa: no dejar de ver, no dejar de oír, no dejar de tocar, no
dejar de oler.
[26] Buscar al otro como salida
para el hueco de mi existencia banal, de mi aburrida mismidad, de mi intratable
personalidad.
[27] La sociedad postmoderna se
regocija en la contemplación estética a partir de la figura del modelo, pero
esta contemplación consiste ante todo en el pasmo ante la belleza, en la
inmovilidad ante lo bello, y no en una recreación o resignificación de lo
bello; se ha caído en una estética uniforme del cuerpo; el modelo es un fetiche
(como lo era la mercancía para Marx).
[28] Dice Trent Reznor en Cabeza hueca: Dios dinero haré cualquier
cosa por ti/Dios dinero dime lo que quieres que haga…/Inclínate ante tu amo /Él
te dará lo que mereces
[29] “El aparato del Estado
satisface numerosos imperativos del sistema económico. Cabe ordenarlos según
dos puntos de vista: regula el ciclo de la economía con los instrumentos de la
planificación global, y crea y mejora las condiciones de valorización del
capital acumulado en exceso”. Jürgen Habermas. Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Buenos Aires,
Amorrortu, 1996. p. 51
[30] Antonio Gramsci. Op. cit.
p. 96
[31] Friedrich Nietzsche. La voluntad de Poder. Madrid, EDAF, 1981
p. 395
[33]
Ibid. Op cit. p. 117
[34] George Bataille realiza
esta curiosa inversión de valores al afirmar que el tema de la economía es la
abundancia y no la escasez
[35]
Ibid. Op. cit. p. 69
[37] La existencia inauténtica
es una huida de uno mismo, de nuestro ser propio y sus posibilidades
[38] La modernidad crea el
individuo como sujeto de derechos, lo considera bajo un orden legal y le ofrece
también una opción moral predeterminada.
[39] Estos científicos
aduladores son básicamente hipócritas: han hecho de la adulación y de la
política un zoo humano, que se desarrolla, eso sí, muy artísticamente: arte de
gusanos, el que se arrastra más y mejor, llega más lejos; arte de zorros, el
que engaña mejor, triunfa; y arte de perros, buscar el hueso, encontrarlo y
roerlo (este último es un arte de ratas).
[40] Antonio Gramsci. Op. cit.
p. 150
[41] Giovani Sartori. op. cit.
p. 21-22
[42] Ibid. op. cit. p. 23
[43] “El modelo helenístico está
articulado en torno a la autofinalidad de sí, es decir, sobre la conversión de
uno mismo”. Michel Foucalt. Hermenéutica
del sujeto. p. 83
[44] Que reúna en sí mismo
experiencia, memoria y reflexión.
[45] Citado en James Miller. Op.
cit. p. 408
[46] Idem.
[47] Morris Berman. El reencantamiento del mundo. Santiago
de Chile, Cuatro Vientos, 1987. p. 273
[48] Michel Foucalt. Hermenéutica del sujeto. p. 104
[49] Giovani Sartori. op. cit.
p. 79
[50] Friedrich Nietzsche. Aurora. 4ª ed. México, Editores
Mexicanos Unidos, 1988. pp. 171-172
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