martes, 11 de febrero de 2014

Condicionamiento educativo II

CONDICIONAMIENTO EDUCATIVO II
 
Por Javier Brown César
 
Artículo originalmente publicado en la Revista Bien Común y gobierno. No. 112, abril de 2004- p. 42-45.
 
Mis padres se formaron en instituciones educativas de primer nivel y sin embargo, no aprendieron en la escuela lo necesario para darle valor y significado a la vida. Los problemas de mi educación fueron el resultado visible de esta incompetencia vital que la modernizada escuela del siglo XX promovió de manera generalizada: si bien en la escuela aprendieron lo necesario para conseguir empleo, no aprendieron lo necesario para vivir, esto lo aprendieron sobre la marcha, con base en el reputado método de ensayo y error, método que es por demás evitable si uno es capaz de aprender de la experiencia de otros, pero la escuela no es apta para esto: no se aprende ahí de la experiencia, sino que ante todo, se pretende ahorrar a todos la experiencia. Para los expertos ya no es necesario hacernos las preguntas fundamentales, sino tener un racimo de respuestas a la mano. La escuela del siglo XX se especializó en la pedagogía de recetario: los pasos del método científico, las fases de la historia universal, los tipos de elementos químicos, los cuerpos y sus leyes, etc., todos conocimientos vacíos que entran en cabezas huecas si no se encuentra algún vínculo con la realidad dinámica de la vida, que es la única realidad actual.
 
Algunos pocos se salvaron de la escuela porque fueron capaces de saltar sobre de ella o de reinventarla íntimamente; los menos afortunados tuvieron que sufrir la escuela, y como liberación del sufrimiento, optaron por no volver a estudiar e incluso por no volver a abrir un libro que oliera a academia. Lo digo porque este fue precisamente el caso de mis padres. Como muchos otros, yo fui víctima de la generación que me educó y a la que se le adiestró para lograr el control y encauzamiento de la conducta de sus subordinados –hijos, sobrinos, nietos, ancianos, alumnos o empleados. No fuimos educados en el amor, sino en el temor, bajo el imperativo de gobernar y disciplinar a otros, aún sin saber cómo gobernarnos a nosotros mismos. Los valores que la escuela manifiesta enseñar, entran en contradicción con el currículo visible; una de las formas para intentar esta superación, es mediante un currículo oculto capaz de orientarnos en la vida, como ningún libro de texto lo puede hacer.
 
Muchos recordamos a nuestros buenos maestros, porque ahí vimos algo de la vida valiosa vívidamente reflejado, porque a través de ellos apareció el rostro de otra persona, y no solamente la voz de la autoridad mesiánica, que bajo la supuesta misión de sacarnos a todos de la ignorancia y la estupidez, vinculó brutalmente sangre y conocimiento. Quizá podamos evocar nuestra escuela, un aula en particular o a nuestros compañeros de juego, pero la huella profunda fue dejada por los buenos maestros: aquellos que encarnaron un modelo de vida atractivo y retador, aquellos que fueron incluso como nuestros segundos padres, y que para muchos fueron incluso sus únicos padres. Los maestros tienen el privilegio especial de poder gozar a nuestros hijos más tiempo que muchos de nosotros, y sin embargo, hay maestros para los que el trabajo frente a grupo es una carga onerosa, una cruz personal, un martirio diario, un suicidio a punta de pellizcos.
 
Aprender de la experiencia puede ser considerado como el nivel mínimo de inteligencia humana, pero la escuela no suelte atender a dicho requerimiento urgente: el salón de clases está ordenado de tal manera que la experiencia de vida sólo puede introducirse como anécdota, como relato, como representación o evocación, pero no como vivencia real, como experiencia de vida intencionalmente producida, que enfrente a los educandos a retos, problemas o dilemas a los que todos nos enfrentamos en la vida. La educación está orientada a contenidos y volcada a los sistemas productivos. Los alumnos son digeridos por la escuela y después regurgitados a fábricas, talleres, partidos, corporaciones, organizaciones, asociaciones, sociedades, instituciones u órganos de gobierno. Más que los métodos, más que las formas de enseñar, la escuela está orientada al qué se debe aprender; los contenidos superan a las múltiples respuestas que se pueden dar a la candente cuestión de cómo aprendemos y al reto que significa acrecentar la capacitad de aprender.
 
La queja recurrente en el nivel medio y superior es la desvinculación entre educación y sistema productivo, pero la vinculación acrítica entre ambos es riesgosa y sospechosa, la educación media y superior deben vincularse con competencias para la vida, la convivencia, el trabajo y el aprendizaje y no necesaria y únicamente con los imperativos de organizaciones que consideran a las personas como medios para la realización de sus fines y no como fines para la realización de altos ideales colectivos. No necesitamos buenos operarios carentes de valores, pero sí nos urgen buenos seres humanos, aunque como operarios todavía tengan mucho que aprender. Actualmente, los medios están antes que los fines: la persona y sus valores han quedado relegados; todo parece indicar que si consigues empleo, tienes familia, casa, y automóvil, haz logrado la máxima realización como persona, y de todo esto, lo único verdaderamente valioso por sí mismo, es la familia, lugar de encuentro y ámbito de la intimidad que está en peligro de desaparecer. La escuela debería de ser una segunda casa, otro hogar para los educandos, pero tradicionalmente es vista como una cárcel, donde se imponen coacciones, percibidas en muchas ocasiones, como innecesarias e injustas; donde se establece cierta uniformidad y homogeneidad conformistas, donde las diferencias no son atendidas y procesadas sino aniquiladas y sometidas, donde el control es el imperativo y no el aprendizaje, donde la tarea se vuelve una carga y donde se establecen jornadas de trabajo casi fabriles.
 
Lo fundamental en educación no es el monto de lo gastado, sino la utilización prudente y juiciosa de los recursos, bajo los ideales de una transformación educativa que haga que la persona sea el centro del sistema. En estos momentos, el centro del sistema son los recursos, las aulas, los métodos, los materiales, las políticas compensatorias y las políticas magisteriales, pero no un modelo didáctico orientado a la construcción de aprendizajes significativos en el aula y a la garantía de que la educación es un derecho que se hace valer independientemente de consideraciones circunstanciales vinculadas a las personas: credo, raza, ideología, linaje, filiación, etc.
 
El siglo XXI puede perpetuar el fraude educativo fraguado en el siglo XX, haciendo que los padres entreguen a sus hijos a un sistema que anula sus diferencias, merma su creatividad, uniforma sus valoraciones (cuando las hay) y prepara para una vida de sometimiento acrítica y fácil. La escuela no es lo que debería ser y esta es una realidad que tarde o temprano será visible para la mayoría. El condicionamiento casi seguro que se da por parte de los establecimientos escolares no es la capacidad de aprendizaje instalada, sino el odio que sistemáticamente se induce en buena parte del alumnado: odio a las tareas, a los compañeros, a los textos, a los maestros, a los horarios. La escuela, una institución donde debería florecer el amor, se ha convertido en una organización paradójica donde el odio renace día con día y se manifiesta en reyertas, actos aparentemente aislados de indisciplina, ausentismo y fracaso interminable; en el extremo, el tráfico de drogas, el abuso y acoso sexuales y el homicidio imprudencial, son algunos de los problemas candentes de las escuelas contemporáneas, tan similares a frentes de batalla o a campos de concentración.
 
El progreso de la educación de un pueblo está determinado no por lo que su organización escolar es, sino por lo que dicha organización escolar hace, como diría Santo Tomás: operari sequitur esse, al ser le siguen sus operaciones, y sólo por sus operaciones el ser, tanto de los individuos como de las instituciones, puede aspirar a cierta perfección. La mejor forma de juzgar la organización escolar es por el resultado de lo que ésta hace, o sea, los valores, talentos, capacidades y actitudes que se educen de los alumnos. La auténtica educación es íntima, saca lo mejor de cada quien (educere), resalta los talentos y las cualidades, y es la base de un Estado de derecho, para el cual, el problema de la ley y de la formación cívica es crucial: el ciudadano también se forma en la escuela, porque no basta con tener buenas leyes si éstas no son observadas: “La buena legislación debe entenderse primero como la obediencia a las leyes establecidas, y segundo como la promulgación de leyes buenas que sean acatadas”. (Aristóteles, Política IV, 6).
 
La escuela está llegando a ser el ámbito de la conformidad didáctica, incluso los alumnos sobresalientes son tratados como incorregibles e indisciplinados, haciendo que quienes son rápidos vayan más lento, para guardar un ritmo uniforme de aprendizaje conformista; y aquellos que muestran problemas de aprendizaje son sometidos a una terapia donde lo único que se logra es maximizar los problemas haciendo que quienes son lentos vayan todavía más lento. Las leyes de la educación actual son: acatamiento, sumisión, obediencia y uniformidad conformista, pero las leyes ideales deberían ser independencia y autogobierno, libertad creativa y diversidad enriquecedora.
 
Sabiduría, fe y experiencia, la escuela se encuentra alejada de las tres: no hay tiempo suficiente para el oficio degustador del sabio, la única fe constante es en un progreso científico potencialmente riesgoso para la especie humana, que no va a la par de un progreso intelectual y espiritual concomitantes, a lo que se suma la falta de experiencias de vida al interior de la escuela, tanto personales como de otros.  Se requiere de un sistema que ya no relegue a los diferentes a la indiferencia o a la conformidad adaptativa, porque con esto, poco hace la escuela para reforzar la solidaridad, como mecanismo de integración social. Se requiere un sistema en el que se combinen armónicamente la virtud, la riqueza y la libertad.
 
Nuestros agonizantes establecimientos escolares: atrapados entre la tradición y la modernidad, incapaces de dar el paso audaz que les permita reformarse y convertirse en algo diferente a lo que ya son. Yo fui una víctima de la escuela y la aprendí a odiar, pero violenté mis condicionamientos de forma tal que fui capaz de volver a la escuela y a pesar de ella, y aún sin su ayuda y contra sus imperativos, logré aprender lo necesario para la vida, tomando un poco de los maestros, un poco de los libros, un poco de las teorías y métodos y un mucho de la experiencia que sólo la práctica puede dar, y del conocimiento que se deriva de la contrastación crítica de teorías y modelos, de la experimentación con métodos e ideas, y de la puesta a prueba de lo dicho por docentes y textos en una realidad que en muchas ocasiones contradecía abiertamente a ambos.
 
El gran inicio del declive educativo lo vivimos muchos de nosotros, pero nuestros hijos serán las víctimas de un negro porvenir que sólo podrá ser evitado si revisamos a fondo el modelo de la escuela estilo siglo XX: tan similar al taller, a la cárcel y al claustro, tal alejada a la realidad de la vida y tan ajena a las necesidades más imperiosas de una humanidad que se pierde en un presente inmediatista, carente de referentes históricos y con varias vendas en los ojos que le impiden ver con claridad un futuro, que sin una reforma a fondo en la escuela, el aula, los contenidos, los métodos y los supuestos de la educación, hará que las generaciones del nuevo milenio naufraguen, por falta de guía, en el turbulento mar de una sociedad mundial consumista y hedonista, afligida todavía por guerras e injusticias aparentemente interminables.

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