CONDICIONAMIENTO EDUCATIVO II
Por Javier Brown César
Artículo originalmente publicado
en la Revista Bien Común y gobierno. No. 112, abril de 2004- p. 42-45.
Mis
padres se formaron en instituciones educativas de primer nivel y sin embargo,
no aprendieron en la escuela lo necesario para darle valor y significado a la
vida. Los problemas de mi educación fueron el resultado visible de esta
incompetencia vital que la modernizada escuela del siglo XX promovió de manera
generalizada: si bien en la escuela aprendieron lo necesario para conseguir
empleo, no aprendieron lo necesario para vivir, esto lo aprendieron sobre la
marcha, con base en el reputado método de ensayo y error, método que es por
demás evitable si uno es capaz de aprender de la experiencia de otros, pero la
escuela no es apta para esto: no se aprende ahí de la experiencia, sino que
ante todo, se pretende ahorrar a todos la experiencia. Para los expertos ya no
es necesario hacernos las preguntas fundamentales, sino tener un racimo de
respuestas a la mano. La escuela del siglo XX se especializó en la pedagogía de
recetario: los pasos del método científico, las fases de la historia universal,
los tipos de elementos químicos, los cuerpos y sus leyes, etc., todos
conocimientos vacíos que entran en cabezas huecas si no se encuentra algún
vínculo con la realidad dinámica de la vida, que es la única realidad actual.
Algunos pocos se salvaron de la
escuela porque fueron capaces de saltar sobre de ella o de reinventarla
íntimamente; los menos afortunados tuvieron que sufrir la escuela, y como
liberación del sufrimiento, optaron por no volver a estudiar e incluso por no
volver a abrir un libro que oliera a academia. Lo digo porque este fue
precisamente el caso de mis padres. Como muchos otros, yo fui víctima de la
generación que me educó y a la que se le adiestró para lograr el control y
encauzamiento de la conducta de sus subordinados –hijos, sobrinos, nietos,
ancianos, alumnos o empleados. No fuimos educados en el amor, sino en el temor,
bajo el imperativo de gobernar y disciplinar a otros, aún sin saber cómo
gobernarnos a nosotros mismos. Los valores que la escuela manifiesta enseñar,
entran en contradicción con el currículo visible; una de las formas para
intentar esta superación, es mediante un currículo oculto capaz de orientarnos
en la vida, como ningún libro de texto lo puede hacer.
Muchos recordamos a nuestros
buenos maestros, porque ahí vimos algo de la vida valiosa vívidamente
reflejado, porque a través de ellos apareció el rostro de otra persona, y no
solamente la voz de la autoridad mesiánica, que bajo la supuesta misión de
sacarnos a todos de la ignorancia y la estupidez, vinculó brutalmente sangre y
conocimiento. Quizá podamos evocar nuestra escuela, un aula en particular o a
nuestros compañeros de juego, pero la huella profunda fue dejada por los buenos
maestros: aquellos que encarnaron un modelo de vida atractivo y retador,
aquellos que fueron incluso como nuestros segundos padres, y que para muchos
fueron incluso sus únicos padres. Los maestros tienen el privilegio especial de
poder gozar a nuestros hijos más tiempo que muchos de nosotros, y sin embargo,
hay maestros para los que el trabajo frente a grupo es una carga onerosa, una
cruz personal, un martirio diario, un suicidio a punta de pellizcos.
Aprender de la experiencia puede
ser considerado como el nivel mínimo de inteligencia humana, pero la escuela no
suelte atender a dicho requerimiento urgente: el salón de clases está ordenado
de tal manera que la experiencia de vida sólo puede introducirse como anécdota,
como relato, como representación o evocación, pero no como vivencia real, como
experiencia de vida intencionalmente producida, que enfrente a los educandos a
retos, problemas o dilemas a los que todos nos enfrentamos en la vida. La
educación está orientada a contenidos y volcada a los sistemas productivos. Los
alumnos son digeridos por la escuela y después regurgitados a fábricas,
talleres, partidos, corporaciones, organizaciones, asociaciones, sociedades,
instituciones u órganos de gobierno. Más que los métodos, más que las formas de
enseñar, la escuela está orientada al qué se debe aprender; los contenidos
superan a las múltiples respuestas que se pueden dar a la candente cuestión de
cómo aprendemos y al reto que significa acrecentar la capacitad de aprender.
La queja recurrente en el nivel
medio y superior es la desvinculación entre educación y sistema productivo,
pero la vinculación acrítica entre ambos es riesgosa y sospechosa, la educación
media y superior deben vincularse con competencias para la vida, la
convivencia, el trabajo y el aprendizaje y no necesaria y únicamente con los imperativos
de organizaciones que consideran a las personas como medios para la realización
de sus fines y no como fines para la realización de altos ideales colectivos.
No necesitamos buenos operarios carentes de valores, pero sí nos urgen buenos
seres humanos, aunque como operarios todavía tengan mucho que aprender.
Actualmente, los medios están antes que los fines: la persona y sus valores han
quedado relegados; todo parece indicar que si consigues empleo, tienes familia,
casa, y automóvil, haz logrado la máxima realización como persona, y de todo
esto, lo único verdaderamente valioso por sí mismo, es la familia, lugar de
encuentro y ámbito de la intimidad que está en peligro de desaparecer. La
escuela debería de ser una segunda casa, otro hogar para los educandos, pero
tradicionalmente es vista como una cárcel, donde se imponen coacciones,
percibidas en muchas ocasiones, como innecesarias e injustas; donde se
establece cierta uniformidad y homogeneidad conformistas, donde las diferencias
no son atendidas y procesadas sino aniquiladas y sometidas, donde el control es
el imperativo y no el aprendizaje, donde la tarea se vuelve una carga y donde
se establecen jornadas de trabajo casi fabriles.
Lo fundamental en educación no es
el monto de lo gastado, sino la utilización prudente y juiciosa de los
recursos, bajo los ideales de una transformación educativa que haga que la
persona sea el centro del sistema. En estos momentos, el centro del sistema son
los recursos, las aulas, los métodos, los materiales, las políticas
compensatorias y las políticas magisteriales, pero no un modelo didáctico
orientado a la construcción de aprendizajes significativos en el aula y a la
garantía de que la educación es un derecho que se hace valer independientemente
de consideraciones circunstanciales vinculadas a las personas: credo, raza,
ideología, linaje, filiación, etc.
El siglo XXI puede perpetuar el fraude educativo
fraguado en el siglo XX, haciendo que los padres entreguen a sus hijos a un
sistema que anula sus diferencias, merma su creatividad, uniforma sus
valoraciones (cuando las hay) y prepara para una vida de sometimiento acrítica
y fácil. La escuela no es lo que debería ser y esta es una realidad que tarde o
temprano será visible para la mayoría. El condicionamiento casi seguro que se
da por parte de los establecimientos escolares no es la capacidad de
aprendizaje instalada, sino el odio que sistemáticamente se induce en buena
parte del alumnado: odio a las tareas, a los compañeros, a los textos, a los
maestros, a los horarios. La escuela, una institución donde debería florecer el
amor, se ha convertido en una organización paradójica donde el odio renace día
con día y se manifiesta en reyertas, actos aparentemente aislados de
indisciplina, ausentismo y fracaso interminable; en el extremo, el tráfico de
drogas, el abuso y acoso sexuales y el homicidio imprudencial, son algunos de
los problemas candentes de las escuelas contemporáneas, tan similares a frentes
de batalla o a campos de concentración.
El progreso de la educación de un
pueblo está determinado no por lo que su organización escolar es, sino por lo
que dicha organización escolar hace, como diría Santo Tomás: operari
sequitur esse, al ser le siguen sus operaciones, y sólo por sus operaciones
el ser, tanto de los individuos como de las instituciones, puede aspirar a
cierta perfección. La mejor forma de juzgar la organización escolar es por el
resultado de lo que ésta hace, o sea, los valores, talentos, capacidades y
actitudes que se educen de los alumnos. La auténtica educación es íntima, saca
lo mejor de cada quien (educere), resalta los talentos y las cualidades, y es
la base de un Estado de derecho, para el cual, el problema de la ley y de la
formación cívica es crucial: el ciudadano también se forma en la escuela, porque
no basta con tener buenas leyes si éstas no son observadas: “La buena
legislación debe entenderse primero como la obediencia a las leyes
establecidas, y segundo como la promulgación de leyes buenas que sean
acatadas”. (Aristóteles, Política IV, 6).
La escuela está llegando a ser el
ámbito de la conformidad didáctica, incluso los alumnos sobresalientes son
tratados como incorregibles e indisciplinados, haciendo que quienes son rápidos
vayan más lento, para guardar un ritmo uniforme de aprendizaje conformista; y
aquellos que muestran problemas de aprendizaje son sometidos a una terapia
donde lo único que se logra es maximizar los problemas haciendo que quienes son
lentos vayan todavía más lento. Las leyes de la educación actual son:
acatamiento, sumisión, obediencia y uniformidad conformista, pero las leyes
ideales deberían ser independencia y autogobierno, libertad creativa y
diversidad enriquecedora.
Sabiduría, fe y experiencia, la
escuela se encuentra alejada de las tres: no hay tiempo suficiente para el
oficio degustador del sabio, la única fe constante es en un progreso científico
potencialmente riesgoso para la especie humana, que no va a la par de un
progreso intelectual y espiritual concomitantes, a lo que se suma la falta de
experiencias de vida al interior de la escuela, tanto personales como de
otros. Se requiere de un sistema que ya
no relegue a los diferentes a la indiferencia o a la conformidad adaptativa,
porque con esto, poco hace la escuela para reforzar la solidaridad, como
mecanismo de integración social. Se requiere un sistema en el que se combinen
armónicamente la virtud, la riqueza y la libertad.
Nuestros
agonizantes establecimientos escolares: atrapados entre la tradición y la
modernidad, incapaces de dar el paso audaz que les permita reformarse y
convertirse en algo diferente a lo que ya son. Yo fui una víctima de la escuela
y la aprendí a odiar, pero violenté mis condicionamientos de forma tal que fui
capaz de volver a la escuela y a pesar de ella, y aún sin su ayuda y contra sus
imperativos, logré aprender lo necesario para la vida, tomando un poco de los
maestros, un poco de los libros, un poco de las teorías y métodos y un mucho de
la experiencia que sólo la práctica puede dar, y del conocimiento que se deriva
de la contrastación crítica de teorías y modelos, de la experimentación con
métodos e ideas, y de la puesta a prueba de lo dicho por docentes y textos en
una realidad que en muchas ocasiones contradecía abiertamente a ambos.
El gran
inicio del declive educativo lo vivimos muchos de nosotros, pero nuestros hijos
serán las víctimas de un negro porvenir que sólo podrá ser evitado si revisamos
a fondo el modelo de la escuela estilo siglo XX: tan similar al taller, a la
cárcel y al claustro, tal alejada a la realidad de la vida y tan ajena a las
necesidades más imperiosas de una humanidad que se pierde en un presente
inmediatista, carente de referentes históricos y con varias vendas en los ojos
que le impiden ver con claridad un futuro, que sin una reforma a fondo en la
escuela, el aula, los contenidos, los métodos y los supuestos de la educación,
hará que las generaciones del nuevo milenio naufraguen, por falta de guía, en
el turbulento mar de una sociedad mundial consumista y hedonista, afligida
todavía por guerras e injusticias aparentemente interminables.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario