EDUCACIÓN PARA LA PARTICIPACIÓN SOCIAL Y LA
DEMOCRACIA: NOTAS PARA EL DEBATE
Por Javier Brown César
Cátedra Paulo Freire
Entender la democracia y la participación es en cierta forma
adentrarnos en lo que entendemos por ciudadanía, lo que a su vez requiere, en
cierta forma, comprender el surgimiento de una categoría social de carácter
revolucionario. El concepto de ciudadano es ante todo una conquista
político-intelectual: por el lado político, resulta de una especie de
desdoblamiento del poder público en dos ámbitos diferenciables en el análisis pero
inseparables en la realidad: el poder de la organización estatal frente al
poder del ciudadano; por el lado intelectual, resulta de una construcción
mental que define una cierta forma de existir en la ciudad. La forma inicial
que asumió la ciudadanía fue propiciada por la democracia griega, pero la
emergencia de la ciudadanía en la polis griega se enfrentaba a contradicciones
que resultaban tanto de la organización estratificada, como de la cerrazón de
la comunidad ateniense.
Dos formas de segregación se daban en la polis griega que
dificultaban la cabal realización de un ideal ciudadano incluyente y no
excluyente, como sería concebido muchos siglos después (el ciudadano como igual
a otros, libre como otros y vinculado a otros por lazos fraternales): por un
lado, la división en estratos sociales implicaba que muchas personas “maduras”
quedaban excluidas de los privilegios ciudadanos, así, Aristóteles podía
argumentar en su política que había personas que naturalmente habían nacido
para ser esclavos y para obedecer (las mujeres); por otro lado, los atenienses
cultos se autosegregaban de los bárbaros circundantes, constituyendo una
comunidad política cerrada a la que típicamente se entraba con el nacimiento,
bajo cierta condición de género (hombres) y clase (hombres libres), y de la
cual se salía con la muerte o por ostracismo; resultaba así la fórmula de la
exclusión griega: ciudadano es aquel no-bárbaro, no-mujer y no-esclavo.
Sin embargo, Aristóteles enunció una definición de ciudadano que
no carece de interés: ciudadano es aquel que puede participar en el poder
público. Este concepto de ciudadano da una definición que apunta ya a un
concepto inclusivo de ciudadanía: cualquiera, en tanto que sea concebido como
ciudadano, puede llegar a ocupar un cargo público; de esta forma, la esfera
pública y privada quedan entrelazadas significativamente. De entrada, esto
implica que la separación entre lo público y lo privado es meramente artificial
y que no existen barreras nítidas: si los individuos privados pueden acceder al
ejercicio del poder de la cosa pública, entonces lo privado puede hacerse
público. Aquí vale apuntar sólo una consecuencia de la frase “lo privado puede
hacerse público”: los intereses de las minorías pueden prevalecer sobre los
intereses de las mayorías (aunque también puede darse el caso de la opresión de
las minorías por las mayorías); nos encontramos frente a uno de los primeros
problemas de la práctica ciudadana.
La Revolución Francesa no sólo significó la caída de la monarquía
y la emergencia de la clase burguesa, sino ante todo, la constitución de una
esfera privada. El concepto de esfera privada surge en los filósofos ilustrados
como una reivindicación del derecho de personas no vinculadas al poder estatal,
para poseer propiedades a título legítimo y poder realizar transacciones
comerciales con otras personas privadas. El derecho podía entonces concebirse
como el garante de una esfera de acción privada que pudiera transcurrir
libremente, guiada solamente por los intereses de la propia esfera privada. La
imagen de una esfera de acción (empresa, comercio, intercambio e
intermediación) privada autónoma encuentra su más clara expresión en la idea de
la mano invisible de Adam Smith.
El ideal liberal de un mercado de bienes y servicios que transcurriera
sin interferencias estatales es sólo una de las muchas formas de reivindicar
una esfera de libertad para agentes privados. La Revolución Francesa también
vindicaría ideológicamente la igualdad y la reciprocidad solidaria
(fraternidad). Pero, el problema que ha estado en el aire desde entonces es:
¿cómo garantizar que esta igualdad no sea meramente formal, que la libertad no
sea una apariencia y que la fraternidad no devenga complicidad o sectarismo? La
ilustración dejó problemas no resueltos respecto a la concepción de la
ciudadanía, que con la experiencia del siglo recién transcurrido aparecen con
toda fuerza en el concepto de formación de la ciudadanía para la democracia:
¿qué significa esta idea? ¿Por qué es necesario formar para la democracia? ¿Por
qué debe defenderse a la ciudadanía y garantizar su consolidación?
Desde los tiempos del Derecho Romano se puede apuntar ya a un
concepto puramente legalista de ciudadano, que es el que prevalece hasta el día
de hoy. La formulación legalista del concepto de ciudadanía resulta de una
elaboración del concepto de persona jurídica por parte del derecho positivo
posterior: el ciudadano es un sujeto de derechos y deberes (jurídicos). Ahora
bien, esta definición puramente legalista del ciudadano no sólo debe criticarse
por su corto alcance, sino también por su escasa realización política. Por
ejemplo, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos otorga
ciertas garantías, pero no contempla mecanismos para que éstas se hagan
efectivas por medios legales (sin que esto implique necesariamente, que el
Estado tutele el ejercicio de los derechos, sino antes bien, que funja como su
facilitador). En esta concepción de la ciudadanía, se garantiza el derecho a
hacer algo, pero se deja la organización de este algo por hacer al caótico y
libre juego de las fuerzas e intereses sociales. Para poner el ejemplo más
nítido: el derecho a la información contemplado en el artículo sexto
constitucional está garantizado, pero no existe una ley secundaria que
contemple instituciones que lo hagan operativo en la praxis cotidiana (por
ejemplo, una Comisión de Arbitraje que defienda al ciudadano de las
interferencias indebidas de los medios en su vida privada). El problema
jurídico es que, consideradas atentamente las cosas, el juicio de garantías,
legitimado por el Derecho de Amparo resulta una forma insuficiente de hacer
operativos los derechos, ya que se ubica en el margen de lo legal/ilegal: sólo
opera cuando los derechos de los ciudadanos son atropellados por la autoridad estatal,
pero no existe otro orden legal que
defienda cuando estos derechos son obstaculizados por la autoridad (sea
mediante reglamentos o a partir de actos de corrupción). Claro, está la
Comisión Nacional de Derechos Humanos, pero este órgano carece de poder
ejecutorio, sólo puede emitir recomendaciones.
Podemos apuntar una hipótesis para la discusión: en México
prevalece un concepto meramente legalista del ciudadano, como persona jurídica
sujeta a derechos y deberes. Pero existen otras dimensiones conceptuales de la
ciudadanía que aquí resulta necesario retomar, para realizar una crítica a la
concepción ética subyacente a nuestras instituciones autoritarias. Tomemos el
punto de partida más simple: la persona individual. En este ámbito, todos
deberíamos tener el legítimo derecho a realizar un proyecto racional de vida
orientado por cierta concepción del bien: el espacio político debería
garantizar una esfera donde este proyecto pudiera realizarse a plenitud, la
política así concebida sería un espacio de libertad y oportunidad. Este
proyecto individual no se limita a la realización de transacciones comerciales,
sino que se amplía a la participación en organizaciones y en general se abre al
ámbito de la cultura, que al ser más amplio que la política (entendida como
sistema) se afirma como esfera de la reproducción de un mundo de vida simbólico
que debe transcurrir sin interferencias distorsionadoras (sobre todo por parte
de la economía y de la política).
La realización de un proyecto de vida implica que el ciudadano
pueda desarrollar una cierta concepción del bien, que se oriente por valores
morales y que permita encarnar virtudes públicas y privadas. Esto resulta en
extremo exigente, pero se presenta como necesidad ineludible para evitar que la
persona sea engullida por la masa o que el individuo sea arrojado al entorno
del sistema. La originalidad de un proyecto de vida consiste en un diseño
racional personal con orientaciones vitales propias (valores) y con criterios
para evaluar lo bueno y lo no bueno. Pero esto no basta. El proyecto individual
es irrealizable en el aislamiento total. Por ello, el ciudadano se enfrenta a
la necesidad imperiosa de colaborar con otros ciudadanos bajo un esquema
estable y duradero de cooperación social. Para que este esquema de cooperación
pueda funcionar, se requiere una comunidad de personas con ciertos significados
culturales comunes.
Varias dimensiones críticas de la ciudadanía, donde la educación
parece tener un papel particularmente relevante, resultan fundamentales para
abordar el tema en el contexto del cambio político en México: 1. La dimensión
individual, en donde debe darse el desarrollo de la capacidad para concebir un
proyecto de vida propio, orientado bajo criterios morales (concepciones del
bien) o racionales (principios individuales de justicia). 2. La dimensión
social, o de la cooperación societaria, en donde deben desarrollarse valores
vinculantes comunes o concepciones de la justicia vinculantes que permitan
estabilidad a los esquemas de cooperación. 3. La dimensión cultural, en la cual
deben adquirirse significados comunes (tradiciones, usos, valores, pasado
-historia- y futuro -proyecto de comunidad-, referentes). 4. La dimensión
política, en la cual debe desarrollarse la capacidad para, bajo principios normativos
realizar ciertas acciones exigidas por la necesidad de llegar a decisiones que
vinculen a la comunidad. 5. La dimensión legal, en donde se nos debe preparar
para el ejercicio exigente de nuestros derechos y deberes ciudadanos, sociales
e individuales. 6. La dimensión de la autoridad, donde se nos debe preparar
tanto para someternos a la autoridad legítimamente reconocida, como para
ejercer legítimamente la autoridad.
La ciudadanía no se agota en el ejercicio del voto libre y secreto
y sería una miseria que así fuera, porque entonces, nos encontraríamos ante un
ejercicio ciudadano esporádico (realizado cada tres años) y meramente simbólico
(porque el ciudadano ejerce su poder de manera indirecta: eligiendo a sus
representantes). El poder ciudadano y la emergencia de la ciudadanía se
enfrentan a retos considerables: 1. Los intereses de los monopolios,
transnacionales y oligopolios que constantemente pervierten el fin natural de
la economía, generando inequidades e iniquidades al interior de los sistema
sociales, económico, jurídico, educativo y familiar. 2. Los intereses de los
grupos de poder político que buscan ante todo la realización de sus proyectos
particulares y no un proyecto amplio de nación que resulte vinculante para una
colectividad. 3. Los intereses de los medios de difusión, que informan pero no
forman opinión y que en ocasiones ocultan más de lo que dicen. 4. Las
patologías sociales que emergen como resultado de una alteración del (bien de)
orden social: delincuencia, fármacodependencia, violencia desbordada,
intolerancia extrema, racismo, fundamentalismos, radicalismo,
irresponsabilidad, etc. 5. Los resultados de un proceso globalizador que, si
bien integra comercial, financiera y comunicativamente al mundo, genera nuevos
espacios para la consolidación de intereses perversos (narcotráfico,
terrorismo, delincuencia de cuello blanco).
¿Cómo formar al ciudadano de este siglo? No basta, y esto ya
debería estar claro, con transmitir una historia, unos valores y unos mitos
comunes: cuando el civismo se reduce a historia patria se forman identidades
excluyentes y ciudadanías intolerantes, así como vagos sentimientos patrióticos
(patrioterismo), falsa conciencia nacional y falsas identidades (mitologismo),
pero no se forma ciudadanía. No basta tampoco con enseñar un esquema rígido de
derechos y deberes: cuando la formación ciudadana se reduce a legalismos
tenemos un sujeto que puede someterse a coerciones y ejercer de coerciones,
pero no un ciudadano solidario y moral, aquí tampoco se forma ciudadanía
La ciudadanía comienza desde la relación con la autoridad, y la
capacidad para convivir con la autoridad y para desarrollar las potencialidades
personales para llegar a ser autoridad (ciertamente aquí puede argumentarse que
no todos nacieron para ser líderes); implica la capacidad de desarrollar un
proyecto de vida propio, concebido bajo orientaciones privadas del bien;
implica la capacidad para llevar este proyecto a su realización bajo un esquema
justo de cooperación social, traspasado por sentimientos solidarios y por una
cultura del respeto a sí mismo y al otro; implica capacidades para convivir con
otros en un espacio público que por ser público es de todos y de ninguno en
particular; implica la capacidad para ejercer responsabilidades públicas y virtudes
políticas; implica el desarrollo de la capacidad de diálogo y crítica
“constructiva” o mejor dicho, propositiva; implica un ejercicio de la libertad
sujeto a las restricciones impuestas por la necesaria consideración al otro
ciudadano; implica una cultura política común, con referentes normativos
comunes y bajo instituciones idealmente justas y que faciliten esquemas de cooperación
social justos; implica la solidaridad social, pero también la vigencia de
iguales libertades subjetivas para todos y de un esquema de distribución justo:
no podemos afirmar nuestra ciudadanía y decir que somos ciudadanos plenos
mientras que otros como nosotros queden al margen de las prácticas ciudadanas
(e inclusive mueran de hambre todos los días, porque entonces ¿qué tipo de
solidaridad social es esta?) ser ciudadanos implica también mirar por el otro,
atender a los marginados y ampliar sus oportunidades. ¿Es acaso esta concepción
de la ciudadanía demasiado exigente?
Creo que una pregunta final puede orientar nuestro debate: ¿qué
puede y debe hacer la escuela para formar al ciudadano que México requiere en
un entorno social plural (en el que los ciudadanos ejercen y pueden ejercer su
derecho de tener diferentes doctrinas religiosas, morales o filosóficas
comprehensivas -Rawls-) y en un entorno
mundial globalizado?
Javier Brown César
Centro de Estudios Educativos
Febrero de 2000
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