miércoles, 12 de febrero de 2014

Los pecados sociales y sus efectos en la política


LOS PECADOS SOCIALES Y SUS EFECTOS EN LA POLÍTICA


 

Por Javier Brown César

Originalmente publicado en la Revista Palabra
Usualmente hablamos de la vinculación entre ética y política y de las virtudes propias del político. Así predicamos y sin ejemplos a la mano, les decimos a los aspirantes a dirigentes y a servidores públicos cómo deben ser, de esta forma, predicamos aquello que somos incapaces de demostrar que tiene eficacia en la práctica; pero si bien no predicamos con el ejemplo, tampoco prevenimos respecto a lo que se debe evitar; la virtud debe ejemplificarse, el vicio denunciarse, en caso contrario, articulamos hermosos discursos carentes de sustento, con lo que defendemos la secular desvinculación entre teoría y práctica[1].
 
Asumiremos ahora la vía inversa consistente en hacer conscientes a los candidatos a políticos cuáles son los pecados más comunes en los que se puede incurrir. No quisiera parecer dogmático con la idea de pecados de los políticos, así que pueden llamarle como quieran: conductas inapropiadas, actos contra las costumbres, errores, deslices, imperfecciones, tropiezos, etc. A quienes tengan prejuicios religiosos no les escamoteo la posibilidad de utilizar una terminología aséptica, light, secularizada, porque el prejuicio religioso no es sólo de quienes creen que todo es y debe ser religión, sino también de quienes niegan la religión como parte de la vida.
 
Así, cuando desterramos de la política la noción de pecado perdemos una distinción fundamental. Quienes pretenden exorcizar todos los demonios de la política negando las culpas y los pecados sólo cavan la tumba de los políticos y de la propia política. Poco se gana cuando a todas las conductas políticamente reprobables les llamamos corrupción, porque entonces debemos introducir nuevas distinciones e inventar tipologías que en la tópica del pecado ya estaban dadas o por lo menos, prefiguradas. En política el pecado no tiene el sentido de desobediencia voluntaria y continua a la voluntad de Dios, sino de traición voluntaria y continua a la voluntad ciudadana y al imperativo de servicio a la comunidad; en última instancia, los pecados políticos son actos contra el bien común. Muchos pecados aquejan a la política, tanto de parte del político, como de parte de su séquito y de la comunidad. Con este preámbulo, pasemos al análisis.
 
PECADOS SOCIALES
 
Enumeraré ahora los pecados sociales con el fin de realizar un somero análisis de los perniciosos efectos que cada uno de ellos tiene en el actuar de los políticos, en la relación de los políticos con su staff y en la relación entre ciudadanía y gobernantes, los pecados analizados aquí serán aquellos que Santo Tomás menciona como vicios opuestos a las virtudes sociales, se trata, entonces, de pecados que hacen de la política una actividad sociopática y destructora de tejido social: desobediencia, ingratitud, venganza ilegítima, mentira, simulación, jactancia, ironía, adulación, litigio, avaricia y prodigalidad.
 
LA DESOBEDIENCIA
 
Definamos el pecado de la desobediencia como la voluntad constante y permanente de no cumplir los preceptos de los superiores, se trata de un pecado que va contra el amor que le debemos al prójimo, “en cuanto que, como superior y prójimo, se le priva de la obediencia que se le debe”[2]. La esencia de este pecado político es su ubicuidad, la desobediencia puede darse en todos: en los ciudadanos, en los funcionarios y en el gabinete. La cultura cívica del mexicano promedio acepta sólo una noción débil de desobediencia: cuando el ciudadano o el asesor no cumplen los preceptos dados por los gobernantes, o sea, cuando se incumplen órdenes, decretos, leyes, sanciones o ejecutorias hay desobediencia. Pero esto es una visión miope de la política. El gran desobediente, por antonomasia, suele ser, en México, el gobernante.
 
Décadas de gobiernos autoritarios, paternalistas y patrimonialistas realizaron una inversión de los principios lógicos de la política: el político se debe a los ciudadanos y sólo a los ciudadanos y sirve a los ciudadanos y sólo a los ciudadanos. Todavía, muchas personas creen que ellos se deben a los políticos y que los ciudadanos están al servicio de los políticos. Es muy común que cuando se le plantea a un auditorio la analogía entre empresa y gobierno y se les pregunta: en esta empresa llamada México ¿quién es el jefe?, contestan unánimemente y casi sin reflexión previa: el presidente de la República. Esta respuesta exige una crítica dura, directa, severa y certera: falso[3], el jefe es el pueblo y el presidente y todo su séquito sólo son empleados temporales, que podremos remover en la siguiente elección, si la democracia plebiscitaria no se nos cae en el trayecto “del plato a la boca”.
 
Nuevamente, en política, el desobediente número uno es el funcionario, el servidor público, el cual suele traicionar a la comunidad renunciando a la construcción colectiva y dialogada del bien común. El pueblo puede ser superior a cualquier líder no sólo cuantitativa sino también cualitativamente[4]: ningún estadista tiene un talento superior a la suma de los talentos de sus gobernados, a menos claro, que estemos en la tierra de los ciegos en la que el gobernante tuerto o cíclope, es el rey. La superioridad del pueblo recibió un nombre al día de hoy muy manipulado y tergiversado: soberanía. El problema técnico en la relación entre pueblo soberano y estadista, consiste en que es difícil, para una comunidad poco organizada y cohesiva, hacer valer la soberanía de la colectividad, la cual no es otra cosa, que la soberanía de las personas bajo una voluntad general representativa de los imperativos soberanos de los individuos.
 
La masa, como tal, no es soberana[5], pero puede expresar los mandatos soberanos de los individuos si es capaz de organizarse, darse voz representativa y lograr cierta capacidad de coacción sobre gobernantes que ejercen temporalmente una función de servicio; no otra cosa es la comunidad política ideal que un orden que los ciudadanos se dan a sí mismos para coordinarse y cooperar en la búsqueda y consecución del bien común. Cuando la ciudadanía desarrolla su capacidad coactiva también puede desplegar una forma de desobediencia positiva, la resistencia civil o lucha política no violenta[6]. El cometido único y exclusivo de la lucha política no violenta es oponerse a la injusticia, cualquier otro fin es perverso, ya que puede implicar el activismo mal encauzado e incluso la destrucción de las instituciones republicanas.
 
La lucha política no violenta es legítima sí y sólo si los gobernantes y las leyes atentan contra el bien común, en este caso, para que sea válida, la resistencia civil debe reunir las siguientes condiciones: el gobierno no debe interferir en el movimiento, ya que en caso contrario hablaríamos de cooptación y filtración y no de un auténtico movimiento civil; se debe seguir el principio: a actos iguales en sentido negativo no se deben oponer actos iguales en sentido negativo, esto significa que a la violencia debe responderse con no violencia, al desorden se debe responder con orden y a la injusticia con justicia; finalmente, no se debe atentar contra el bien común. Como se podrá constatar por lo ya analizado, es fácil ser desobediente pero no es fácil ser racional y razonablemente desobediente.
 
Finalmente, la desobediencia del séquito, llámese equipo, staff o cuerpo de asesores, no es una práctica menos frecuente que las otras formas de desobediencia. Un caso ejemplar se dio con la crisis de los cohetes en 1962, cuando estuvo a punto de estallar la tercera guerra mundial: el entonces presidente Kennedy fue parte de un juego burocrático que casi lo dejó fuera de la jugada: “Una serie de juegos de negociación sobrepuestos determinaron tanto la fecha del descubrimiento de los misiles soviéticos como el impacto del descubrimiento en el gobierno”[7]. Los casos de desobediencia de parte del staff o cuerpo de asesores o incluso del propio gabinete son casi tan frecuentes como los cambios y relevos que se dan en estos cuerpos colegiados. Sin embargo, también está la otra cara de la moneda, o sea, cuando el gobernante desobedece a su staff. Si bien el staff no es superior desde el punto de vista del poder político, sí lo es desde el punto de vista de su capacidad técnica, de sus conocimientos especializados e incluso del acceso a cierto tipo de información privilegiada: muchas grandes crisis se podrían haber evitado si los gobernantes, en un acto de humildad, escucharan atentamente a sus consejeros antes de tomar alguna decisión crucial.
 
LA INGRATITUD
 
Lo que en muchos políticos parece amnesia es en realidad franca y flagrante ingratitud. Cuántas veces no hemos escuchado la frase: y una vez que llegó al poder se olvidó de nosotros. Este nosotros puede referirse a los ciudadanos, a los electores, al equipo de campaña, a los promotores y activistas y a todos aquellos que esperaban algún beneficio del hecho de que alguien llegue a puestos de decisión. La gratitud se refiere siempre a un beneficio recibido, la ingratitud, en consecuencia consiste en perjudicar a aquellos de los que se recibió algún beneficio[8].
 
Decíamos que la amnesia aparente es en realidad ingratitud, que el político que se olvida de la comunidad es un ingrato: “El olvido del beneficio… cae dentro de la ingratitud: aunque no aquel que proviene de un defecto natural involuntario, sino el derivado de la negligencia”[9]. Así, todo el que se olvida de los beneficios recibidos, si no es torpe o estúpido o incluso mentalmente retardado, debe ser tachado de negligente. A los políticos negligentes sólo les queda una excusa posible: no soy mentalmente apto para recordar, por ende, mi ingratitud se debe disculpar; pero, quien no es mentalmente apto para recordar, tampoco lo es para gobernar.
 
La ingratitud tiene tres grados: el primero “consiste en no recompensar el beneficio; el segundo, en disimular, como demostrando con ello que no se ha recibido beneficio alguno; el tercero y más grave es no reconocerlo, ya sea olvidándose de él o de cualquier otro modo”[10]. Estos grados constituyen lo que se puede denominar ingratitud privativa, la cual es típica de los políticos faltos de memoria; sin embargo, existe también la ingratitud negativa, la cual es más perniciosa todavía y se da en tres grados: “al primer grado de ingratitud corresponde devolver males por bienes; al segundo, mofarse del beneficio; al tercero, reputarlo como daño”[11]. Cuántas veces hemos visto ambas formas de ingratitud y hemos sido perjudicados por la forma de ingratitud negativa que consiste en devolver males por bienes, el mal gobierno se caracteriza precisamente por esta forma de ingratitud: al beneficio recibido de aquellos que lo eligieron se responde con la construcción de condiciones sociales y económicas que destruyen el orden social y atentan contra el bien común.
 
Si bien pocos políticos creen que haber sido beneficiados con el voto es dañino, muchos se mofan del beneficio del voto y muestran una actitud prepotente: ahora que ya votaron por mí, no los necesito. Pocas conductas hay tan ruines en la vida política como esta forma de ingratitud, la cual se manifiesta de muchas maneras: ahora que ya gané, no necesito al partido que me llevó al poder; ahora que ya gané no necesito a las personas que me ayudaron a ganar; ahora que ya gané voy a hacer lo que quiera aunque vaya en contra de lo que he prometido durante mi campaña.
 
Quien gobierna así se mofa del ciudadano e involuntariamente también se convierte en bufón de la política, aunque muchos lo consideren todavía como un alto dignatario. El ingrato más inofensivo es el que omite, el que se olvida pronto del beneficio, el más ofensivo y terrible es el que no solamente no cumple sus deberes de gratitud sino que hace todo lo opuesto[12]: ante el beneficio recibido utiliza a los demás como medios para sus fines, generando así el mayor mal posible, la denigración práctica de la dignidad de la persona, la cual no debe ser tratada como un medio, sino sólo como un fin.
 
LA VENGANZA ILEGÍTIMA[13]
 
Si la política es la guerra continuada por otros medios, entonces en esta guerra valen armas como la venganza: hay que destruir a los enemigos, hay que acabar con la oposición a como dé lugar, hay que pasar las facturas a la anterior administración, etc. Así razonan algunos políticos caracterizados por su actitud anti-sistema Lo paradójico es que la venganza sí puede llegar a ser justa pero sólo bajo la figura de la vindicación, la cual consiste en la administración de justicia expedita y pertinente, o sea, implica la intervención de la autoridad pública y la justa proporción entre castigos y culpas; esta es propiamente la venganza institucionalizada y legitimada, la única forma de venganza que aceptan sin más los ciudadanos de las democracias contemporáneas.
 
El problema es cómo distinguir entre una forma de venganza y otra cuando el sistema de administración y procuración de justicia es parcial, inoportuno y paradójicamente injusto; ¿acaso se puede hablar de justicia en un sistema así?, seguramente, pero entonces hablamos de justicia por excepción, o sea de un resultado no intencional del sistema, lo que significa que cuando en México se hace justicia, es por lo general un resultado marginal, espontáneo, casi inocente y muchas veces inesperado. Santo Tomás considera que la clave para distinguir entre ambas formas de venganza está en la intención del vengador[14]: si lo que se intenta es el mal de quien se venga entonces estamos ante una venganza ilícita, pero si lo que se busca es un bien, al que se llega mediante el castigo del infractor, entonces la venganza es lícita: aquí es cuando se vence al mal con el bien y se da la vindicación propiamente dicha.
 
La noción de venganza lícita o vindicación tiene consecuencias importantes, la primera es que ninguna venganza privada o privatista es justa, por más razonada y razonable que parezca: para que se dé la venganza justificada es necesario una decisión conjunta colegiada, es necesaria la existencia de un órgano con poder deliberativo y coactivo, en caso contrario, estamos ante la noción de justicia vindicativa pura, la ley del talión[15]. En segundo lugar, el castigo debe ser proporcional a la culpa: ni mayor ni menor; este principio es importante al considerar el castigo que se debe dar a grupos de personas, a colectivos como sindicatos, partidos o confederaciones y asociaciones, aquí la venganza lícita, o sea, la culpa, puede recaer sobre todos, sobre una parte de la totalidad o sobre los principales[16].
 
Pero no es nuestro cometido hablar de la venganza lícita[17] sino de la venganza ilícita. Desde luego, la forma más común de venganza se da cuando quien ocupa un cargo público hace uso de sus privilegios para amenazar, atacar, difamar, calumniar o presionar a grupos o personas que no son partidarios de nuestras causas, las formas comunes de esta venganza son: la tortura, la reclusión y la privación arbitraria de la libertad, el destierro injustificado, la confiscación ilícita de los bienes y la ignominia para atacar la buena fama de alguien. Estas formas de venganza todavía son muy comunes: la tortura no sólo se utiliza para obtener información sino también para doblegar voluntades; la reclusión puede ser sutil, al grado de disfrazarse de recompensa, como cuando se le da a una persona un cargo que lo aísla de los demás y que lo condena a un trabajo solitario y tedioso; la privación de la libertad puede ser también muy sutil, consistiendo en negar a los otros el poder de decisión que justamente pueden reclamar para sí mismos; el destierro puede disfrazarse hábilmente de un encargo diplomático; y la confiscación se puede disfrazar como un negocio desafortunado o incluso como impuestos, inflación o expropiación de bienes; finalmente, la ignominia es ya tan común que nos hemos acostumbrado a leer los diarios sin darnos cuenta de la forma como los medios crean, construyen o destruyen la buena fama.
 
LA MENTIRA
 
Etimológicamente, todo aquello que se dice contra la mente es mentira[18]. La mentira es lo opuesto a la verdad: si la verdad muestra el mundo, la mentira lo oculta; la mentira florece en el medio de la opacidad, de la intransparencia. Ya decía Aristóteles, en su tratado Sobre el alma que el medio a través del cual vemos es lo transparente, lo diáfano; lo característico de la mentira es precisamente la venda que cubre nuestros ojos y que nos impide ver lo evidente. En la mentira se da un juego lógico perverso: se une lo que en la realidad está dividido y se divide lo que en la realidad está unido; parafraseando a Platón, al criticar a los sofistas en boca de Sócrates podemos desenmascarar la estrategia de los mentirosos: su arte es de tal manera sutil que disfrazan la verdad como mentira y la mentira como verdad.
 
Pero para ser mentiroso no sólo se requiere decir algo falso, sino ante todo, tener la voluntad para decirlo, quien dice algo falso de manera involuntaria podrá ser un estúpido, un ignorante o un mal informado, pero no necesariamente es un mentiroso; la mentira requiere del error lógico y de la intención. La pregunta pertinente es aquí: ¿Cuántas especies de mentira hay? Según el Doctor Angélico, la mentira puede dividirse en tres modos, de los cuales, el primero es el propio y esencial. Como pecado opuesto a la verdad, la mentira está lejos del punto medio: por exceso, con lo que tenemos la jactancia, y por defecto, con lo que tenemos la ironía. De estas formas principales habremos de tratar a detalle más adelante. Por lo pronto, veamos las dos divisiones restantes.
 
La segunda división, de sumo interés para nosotros se da en razón del perjuicio o beneficio acarreados por la mentira, con lo que tendríamos tres especies: si la mentira perjudica a otros se llama perniciosa; si busca algún bien deleitable, se llama jocosa y si busca algún bien útil se llama oficiosa. La mentira perniciosa usualmente se da cuando en política, se busca desprestigiar o minar el capital político, económico o social del adversario; el desprestigio a través de la mentira es difamatorio y calumnioso, contamina el nombre del acusado pero en caso de demostrarse la inocencia de éste, contaminará por efecto de bumerang, a quien profirió la mentira original. Cuántas veces sucede que los medios masivos o algún político trasnochado hacen afirmaciones gratuitas, juicios temerarios sobre algún personaje público y cuántas veces resulta que al demostrarse la falsedad de estas afirmaciones se desprestigia al mentiroso. En política existe lo que se llama diplomacia, uno de cuyos imperativos es fundamentar los juicios con argumentos y pruebas contundentes y emitir juicios de tipo calumnioso sólo en casos extremos. Las calumnias convierten a la política en el juego de lo intransparente y lo sucio, no en balde esta práctica considerada por muchos como pleito de lavadero.
 
Las mentiras que buscan ciertos bienes, a pesar de sus aparentemente inofensivos nombres ocultan un juego perverso como el de la política perniciosa. El oficio de muchos políticos es la mentira jocosa, mediante la cual buscan convertir a la mentira en algo agradable, en un ejercicio de  esparcimiento, diversión, juego o perversión. A diferencia de la mentira perniciosa, que hace de la política un pleito callejero, la mentira jocosa transforma a la política en un circo o en un teatro, sus estrategias son mentir por el placer de mentir o mentir para agradar.
 
El político que miente por el placer de mentir es un incorregible, un mentiroso patológico, se trata del mentiroso en cuanto tal que “se goza en la misma mentira”[19]; el político que miente para agradar suele ser un adulador, un bromista o un mal político, o sea, aquel que trata de quedar bien con todos y en todo momento, que a cada quien le da por su lado, pero que no es congruente ni íntegro en su actuar: piensa en una cosa pero dice otra muy diferente[20]. Por último, la mentira oficiosa busca lo útil y es de todas las formas de mentira, la menos perjudicial, sus fines son: conservar la fortuna, la salud del cuerpo o evitar la muerte.
 

LA SIMULACIÓN

 
La simulación o hipocresía es tan frecuente que nos hemos acostumbrado a ella: ya no la percibimos, aunque la tengamos frente a nuestras propias narices. Propiamente hablando, la simulación es “una mentira expresada con hechos o cosas”[21]. Hay varias especies de simulación: una cuando las intenciones verdaderas se disfrazan, cuando por ejemplo se inauguran obras públicas no con el fin de proporcionar un servicio a la comunidad, sino para buscar sólo el favor popular[22]; a esto le llamamos populismo. El populismo es entonces una forma de simulación en la que las intenciones originales de agradar se disfrazan de obras vistosas y ostentosas; las obras están ahí, pero la intención con la que se hacen no es recta, sino torcida[23].
 
No menos común es la simulación propia de quien de cara a la opinión pública manifiesta y promueve virtudes que en privado repudia y niega. Esta forma de doble discurso es muy perniciosa cuando no se tienen medios para denunciar la falsedad moral de quien dice una cosa en público pero hace otra cosa en privado. Públicamente, muchos políticos alaban la sinceridad, la austeridad y el servicio, pero sólo lo hacen con afanes retóricos y propagandísticos: buscan promover en otros lo que no tienen y hacer pensar que encabezan una cruzada nacional a favor de la honestidad, la transparencia o cualquier otro argumento o estrategia que privadamente desaprueban.
 
Otra forma de simulación se da cuando pretendemos que las obras de otros son nuestro mérito[24]. Esta forma de simulación es tan común, que la damos por buena. Cada vez que el gobierno realiza una obra importante, que ofrece un nuevo servicio y que pretende con ello arrogarse todos los méritos, está incurriendo en esta simulación, porque toda gran obra de gobierno se hace con los recursos de los contribuyentes y con la venia de los representantes. Es ya un lugar común oír: el gobierno ha hecho esto o lo otro, pero rara vez escuchamos lo siguiente: el gobierno, con los recursos y el apoyo de la ciudadanía, ha hecho esto. Aquí no sólo hay simulación sino también, como ya analizamos, ingratitud: no se reconoce que el gobierno sólo vive, se conserva y prospera gracias a los impuestos y que sus obras son las obras de todos y no de una clase política o de un grupo determinado en el poder; la obra pública es, por excelencia, cosa pública (res pública).
 
Otra forma común de simulación es hacerse pasar por lo que no se es[25]. Esta forma es también tan socorrida que ya nos hemos acostumbrado a ella: el secretario de Estado que salta de una comisión a otra, de una embajada a otra y de un encargo a otro hace precisamente esto, en hacienda pretende ser economista, en relaciones exteriores internacionalista, en educación pedagogo y en salud médico. Cuántas veces vemos a los políticos brincando de una posición a otra en muy poco tiempo, pretendiendo ser tan buenos legisladores como administradores, buenos en la cámara baja y en la alta, buenos como gobernadores y buenos como asesores; en el fondo, sólo son buenos para una cosa: para actuar, haciéndose pasar por lo que no son[26].
 
Esto que ahora denunciamos de los políticos es parte de la vida de los expertos en todo y en nada, o sea, de todos aquellos que tienen, para cada gran problema, una solución genial, única y que desde luego, debe ser comprada a como dé lugar y sin verificar siquiera su calidad y precio; esta simulación es tan socorrida por los oportunistas que incluso le podemos dar ese nombre: simulación oportunista. En esta forma de simulación hay mucha habilidad, nadie lo niega, pero también hay mucha malicia y desde luego, enormes dosis de incompetencia e ineptitud. 
 
LA JACTANCIA
 
Creo que muchos de mis contemporáneos y coterráneos han olvidado ya lo que la jactancia es y lo perniciosa que puede llegar a resultar. “Propiamente, la jactancia significa que el hombre se ensalce a sí mismo con sus palabras; así, a los objetos que se quieren lanzar lejos, primero se los eleva hacia arriba. En realidad, uno se ensalza cuando habla de sí mismo por encima de lo que es”[27]. Las campañas políticas cada vez tienen menos dosis del realismo que es necesario para evitar que los promotores y candidatos pierdan el piso. Cuántas veces oímos hablar de las nobles virtudes de un candidato, de sus enormes cualidades, de su amplia experiencia y de su singular trayectoria y cuán pocas veces oímos hablar de sus tropiezos, defectos, errores y carencias. Los políticos jactanciosos parecen semi-dioses subidos al pedestal del poder, pero no son otra cosa que ídolos de oro con pies de barro cuya caída será proporcional al nivel de elevación artificialmente logrado.
 
Pero antes de continuar, reconozcamos que existen dos formas fundamentales de jactancia: una “cuando se habla de uno mismo, no exagerando su valor personal, sino sobreestimando la opinión que se tiene de él”; otra “cuando uno se excede al hablar de sí mismo por encima de lo que realmente vale[28]. Como podrán ver, hasta aquí se ha considerado brevemente la segunda forma de jactancia; sin embargo, la primera forma citada es muy común y está en la raíz de la desilusión y los fracasos de muchos grandes políticos que no han sabido retirarse a tiempo o que no han tenido la sensibilidad suficiente como para percibir el momento político que viven. 
 
En estos tiempos de marketing electoral y de campañas mediáticas, los políticos profesionales pueden cometer uno de los más grandes errores posibles: pensar que la opinión pública es el termómetro de su grandeza. Nada más falso. La opinión pública no es la voz armoniosa de Dios como algunos pretenden, sino un conjunto de opiniones, percepciones y valoraciones cambiantes, maleables y manipulables. Cuando el político se basa en la opinión pública para valorarse a sí mismo, cuando toma como pulso de su actuar la popularidad reflejada en encuestas también está asumiendo el riesgo que conlleva poner los pies sobre arenas movedizas.
 
Y sin embargo, la popularidad es a la política actual lo que el dinero es a la economía. De esta forma, la política se ha transformado, de vocación de servicio, en concurso de popularidad, en que actores y actrices compiten por el favor del público, por el rating: dime cuántos puntos tienes de rating y te diré cuál es tu valor, como político. Falso, la política no es una telenovela ni un programa de concursos televisado, es una de las actividades más nobles y serias de cuantas se pueden realizar. Una cosa es aligerar la política y quitarles a los políticos sus pretensiones de ser como dioses y la otra es hacer de la política un teatro para bufones, payasos y otro tipo de actores.
 
Pero volvamos nuestra atención a la jactancia que se da cuando se habla de sí mismo por encima de lo que realmente uno vale. En esta forma de jactancia, los fines son importantes: si lo que se busca es el lucro, entonces estamos ante una forma aún peor de la que se da cuando lo que se busca es la gloria o la alabanza[29]. El político que pretende ser más de lo que es por la gloria o la alabanza que así se le tributaría, es hasta cierto punto inofensivo, si se le compara con el político que pretende ser más de lo que es para lucrar con la política. Y esto que decimos del político, vale también para el experto, que al presentarse pretendiendo ser más de lo que es, busca vender sus servicios a cambio de cuantiosas fortunas, otorgando a cambio una asesoría de mala calidad plagada de consejos absurdos o de recetas evidentes: como si la política fuera tan fácil como decir dos más dos es igual a cuatro; ¡qué ingenuidad!
 
LA IRONÍA
 
Como vimos al tratar de la mentira, la jactancia es un vicio contra la verdad por exceso, mientras que la ironía lo es por defecto. Si bien lo propio del jactancioso es pretender ser más de lo que es o sobreestimando la opinión que los demás tienen de uno, lo propio del irónico es la subestimación y la baja subestimación de la opinión que los demás tienen de uno; a este pecado muchos le llaman, para facilitar las cosas, falsa modestia. Vayamos por partes, la ironía consiste en “fingir ser menos de lo que se es en realidad”[30].
 
Se dan dos posibilidades para rebajarse a sí mismo: ya sea que se respete la verdad, por ejemplo “cuando se callan cualidades importantes que hay en uno y se descubren y manifiestan pequeños defectos cuya existencia se admite”, en cuyo caso hablamos de modestia; ya sea que se falsee la verdad, como “cuando se niega una cualidad sabiendo que se tiene”, en cuyo caso hablamos de la ironía, propiamente dicha. Algunos de ustedes podrán argumentar que, a comparación de la jactancia, la ironía es pecata minuta, o sea, un mal menor, y hasta cierto punto, están en lo correcto: hay mentiras que son más graves que otras. Sin embargo, la intención es aquí crucial: si la ironía busca no “ser molesto a los demás por la exaltación de uno mismo” entonces es menos grave que la jactancia, pero si busca “engañar y sacar provecho del engaño”[31], entonces es más grave que la jactancia.
 
Lo que en muchas ocasiones resulta muy molesto de los políticos es la falsa modestia con la que pretenden ocultar sus buenas cualidades sólo con el fin de engañar a otros para aprovecharse de ellos. Si alguien oculta sus buenas cualidades de negociador, no por modestia, sino por ironía, entonces puede tener siempre un as bajo la manga en cualquier mesa de negociación y llegado el momento oportuno, puede asestar el golpe mortal. A esto le llaman algunos “navegar con bandera de pendejo”. Esta estrategia de navegación es idónea para el espionaje y para pasar desapercibido, pero en el fondo suele ser una treta viciada, que oculta fines e intenciones perversas. 
 
LA ADULACIÓN
 
Adulador es el que busca agradar a como dé lugar: “si uno quiere dialogar con otro con el propósito de agradarle en todo, sobrepasa la medida en el agradar, y por eso peca por exceso”[32]. Los ejemplos y casos de aduladores son el pan nuestro de cada día en política: muchos ciudadanos adulan a sus gobernantes, sobre todo aquellos que provienen del mismo partido en el que militan; el gobernante a su vez, adula a su staff y al pueblo; y típicamente, el staff del gobernante suele estar compuesto de jactanciosos y/o aduladores. Existen dos formas de agradar: quienes lo hacen por la sola intención de agradar, o sea, los plácidos; y quienes adulan para obtener algún beneficio, a quienes podemos llamar lisonjeros o simplemente, aduladores[33]. 
 
Son estos últimos los que más nos interesan, ya que los que sólo buscan agradar parecen tan sólo novatos ante los muy estudiados y consolidados aduladores que buscan beneficios mediante sus lisonjas. La actitud del lisonjero es de servilismo, no de servicio, y en el fondo oculta un profundo desprecio por lo que se hace, y el deseo de llegar a ser, en un futuro próximo, el blanco de todas las lisonjas. Tenemos muchas formas de llamarles a estos aduladores, unas más ofensivas que otras, por ejemplo: lambiscones, barberos o incluso huele… Es común en nuestros días ver al político rodeado por un amplio séquito de guardaespaldas cuya función parece ser la de paraguas de las agresiones, chalecos de protección para las agresiones y muralla para disuadir a los enaltecidos o a los curiosos, pero además de este séquito francamente jactancioso, encontramos un segundo séquito más numeroso todavía: los lambiscones, o sea, los aduladores.
 
Los aduladores van a todas partes siguiendo a su señor, sirviendo de tapetes para sus pies, de pañuelos para sus lamentaciones y de libros edificantes para sus inseguridades; estos aduladores a todo dicen: sí señor, lo que usted diga señor, tiene la razón señor y una sarta de atrocidades inimaginables[34]. La adulación es el modus viviendi de todos aquellos que carecen de oficio político y del talento suficiente para servir a otros de manera desinteresada y generosa. Yo sólo puedo confesar que el trabajo de adulador me parece de los más viles que hay, porque ni siquiera recogen la basura, lo único que hacen es disfrazar a la basura con atuendos atractivos, con palabras agradables y con argumentos fáciles. Sinceramente, preferiría la muerte lenta y a pellizcos a una vida condenada a ser el tapete de políticos; debo confesar que mi peor pesadilla fue cuando soñaba que estaba ante un alto dignatario y todo lo que yo decía era: sí señor, lo que usted diga señor y sandeces por el estilo, afortunadamente, el reloj despertador sonó a tiempo.
 
EL LITIGIO
 
En la actualidad, las figuras del litigio y del litigante están plenamente legitimadas, legalizadas, institucionalizadas. Cuando Santo Tomás habla del vicio que llama litigio no se refiere a esto, sino a lo que es contrario a la amistad: cuando dos o más personas debaten o contienden, alguna se muestra intransigente al punto de preocuparse sólo de sí, causando disgusto a los demás. La actitud actual del litigante es el que a todo dice no, el que no está de acuerdo en nada y con nada, así se da aquello que define propiamente al litigio destructor de amistades: “el litigio se da en palabras que contradicen las de otra persona”[35]. Para el litigante incorregible, litigar es el fin, con lo cual justifica la guerra interminable de la beligerancia infinita.
 
El litigio es un pecado que destruye las posibilidades inherentes a todo sistema de gobierno democrático, y típicamente, la potencialidad del diálogo abierto y franco para llegar a consensos. Santo Tomás distingue dos aspectos en el litigio: “hay veces en que se lleva la contraria por cuestiones personales, y no se quiere estar de acuerdo con las palabras de otro porque falta el amor, que es lo que une los corazones. Y esto parece propio de la discordia, que contraría a la caridad; pero otras veces la contradicción surge por razón de la persona, a la que no se tiene reparo en contristar, y así se origina el litigio, que se opone a la predicha amistad o afabilidad, que consiste en convivir agradablemente con los demás”[36].
 
La primera forma de litigio no es poco común, al contrario: la falta de amor de muchos políticos en lo que hacen y su falta de entrega crea en ellos la condición personal mediante la cual no hay disposición al acuerdo, simplemente porque no se da una orientación personal por formar vínculos, por buscar la cohesión, por defender la solidaridad. Esta misma falta de amor lleva a la intransigencia, al afán de tener siempre la razón en todo y para todo, a la necesidad de imponerse y devastar al adversario al no sumarse a su causa o por la falta de voluntad para encontrar las convergencias en medio de las diferencias.
 
Sin embargo, la segunda forma de litigio es más perniciosa aún, y se da cuando quien contradice al otro lo hace simplemente por causa de ser el otro quien es; es la actitud del que no está de acuerdo con el otro porque le cae mal, porque es de otro partido, porque cree en Dios, porque no estudió en la misma escuela, porque no es del club, porque no me gusta como se viste, etc. La contradicción es ad hominem, no importan los argumentos; ningún argumento es válido para romper la barrera que implica contrariar al otro para causarle problemas. Hemos visto esta actitud en diversas arenas políticas y el resultado suele ser más o menos el mismo: el rompimiento de acuerdos, la renuncia a negociar, la negativa a pactar, la renuencia a ceder. Cuando esta actitud se da, nada es capaz de romper la intransigencia del litigante, porque su mala disposición al diálogo es resultado de predisposiciones difíciles de desarraigar. Creo que en política necesitamos superar estas intrigas personales para llegar a acuerdos, necesitamos pasar del prejuicio personal a la disposición a la escucha y al diálogo, propios de los sistemas democráticos.
 
LA AVARICIA
 
¿Qué es la avaricia? Muchos sin duda recordarán el cuento de navidad de Charles Dickens y típicamente al personaje principal Ebenezer Scrouge, avaro incorregible hasta que los fantasmas de las navidades logran su conversión. Sin embargo, lo más característico del cuento de Dickens no es la avaricia del personaje principal en sí misma, sino la forma como esta avaricia afecta a las personas que le rodean, causando infelicidad, pobreza y sufrimiento. Esta forma de avaricia es causa de grandes injusticias y un medio para promover el dolor humano que sin duda se puede evitar.
 
La avaricia y la prodigalidad son los vicios opuestos a la virtud denominada liberalidad. Para la filosofía política clásica, el liberal no se definía por sus dogmas económicos, sino por el acto de dar: “es propio del liberal ser espléndido”[37]. La liberalidad es el justo medio, y por ende es una virtud cuyos vicios son: la avaricia, en la que se peca por defecto y la prodigalidad, en la que se peca por exceso. La avaricia puede ser definida como “el deseo desmedido de poseer”[38]. El político que se dedica a esta actividad con el único fin de poseer cada vez más es sin duda un avaro y entre más avaro será más incapaz de darse a los demás a través del servicio desinteresado, este político será impotente para realizar grandes donaciones, y de manera eminente, para la más grande de todas las donaciones, la donación de sí mismo. Alguien me podría decir que estas son ideas descabelladas y que no existen ejemplos de autodonación personal a través de la política. Falso, hay ejemplos de vidas de políticos donde la autodonación ha sido eminente, como son: Martin Luther King o Mahatma Gandhi.
 
La avaricia puede tener consecuencias para los demás o para uno mismo. Tendrá consecuencias para los demás (el prójimo) cuando “uno no puede nadar en la abundancia de riquezas exteriores sin que otro pase necesidad, pues los bienes temporales no pueden ser poseídos a la vez por muchos”[39]. Las consecuencias de esta forma de avaricia son terribles y escandalosas porque dañan a los demás a costa de los políticos: unos pocos privilegiados gozan de riquezas ostentosas a costa del hambre de las mayorías. Esta ha sido precisamente la tradición de la política patrimonialista que debemos revertir, si es que queremos evitar que la pobreza y el resentimiento social aumenten.
 
Platón trató de evitar estas injusticias al postular que el Rey-filósofo debería tener riquezas suficientes para evitar sustraer recursos de las arcas públicas, el argumento platónico tiene fundamento y puede expresarse actualmente con la idea de que aquel que gobierna debe recibir una justa retribución, además de declarar su patrimonio de manera constante. La opinión pública expresa el repudio abierto a la riqueza desmedida de los gobernantes y también al muy injusto patrón de acumulación que se da en la sociedad, ya que durante décadas, el cuerpo social se comportó como la cabeza: buscando la acumulación desmedida de riqueza basada en el deseo desmedido de poseer. Los psicólogos tienen un nombre nada atractivo para expresar este afán de acumulación sin medida: carácter anal.
 
En lo que respecta a la segunda forma de avaricia, el daño es para uno mismo y se expresa en la “inmoderación en el afecto interior que se tiene a las riquezas; por ejemplo, si se las ama o desea gozar de ellas desmedidamente”[40]. En cualquier caso, la avaricia es un pecado que destruye al espíritu, debido al placer desmedido que causan las riquezas[41]. Cuando meditamos en que el bien común consiste en el conjunto de condiciones de vida materiales y espirituales que promueven el máximo desarrollo posible de las personas, entonces nos podemos dar cuenta del enorme daño que los avaros causan, ya que minan sistemáticamente las posibilidades para la construcción del bien común en su propia comunidad e incluso atentan contra él cuando se dejan llevar por las llamadas hijas de la avaricia: la traición, el fraude, la mentira, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza del corazón[42].
 
LA PRODIGALIDAD
 
Por último se debe hablar ahora del extremo opuesto a la avaricia: la prodigalidad. Lo propio de la prodigalidad es “excederse en la donación de las riquezas y fallar en su conservación y adquisición, al contrario de la avaricia, a la cual compete fallar en la donación y sobreabundar en la adquisición y retención”[43]. El pródigo despilfarra el dinero, siendo incapaz de conservar lo adquirido, muchos políticos han sido y son extraordinariamente pródigos, y si bien no se han cuidado de ocultar sus tremendos dispendios sí han ocultado una de las grandes motivaciones que los ha llevado a la política: la lujuria. Así es, han leído bien, en el caso del pródigo: ¨”lo más frecuente es que se deslice hacia la intemperancia, bien porque el que derrocha en otras cosas no tiene tampoco reparo en despilfarrar en placeres, a los que tanto inclina la concupiscencia de la carne, bien porque, al no encontrar deleite en el bien de la virtud, se busca en los placeres corporales… muchos pródigos se vuelven lujuriosos”[44]; y podríamos decir también, los políticos lujuriosos se caracterizan por su prodigalidad.
 
Es importante recalcar lo siguiente: prodigalidad no significa generosidad, sino incapacidad para conservar las riquezas, pero lo que es peor en el caso de la política es que todos aquellos que son incapaces de conservar las riquezas, no están dilapidando su fortuna, sino el dinero que proviene de los impuestos, dinero que sirve para dar satisfacción a su afán desmedido de placeres carnales. Ya casi al final de nuestro recorrido por los pecados sociales de la política, constatamos como unos pecados llevan a otros y se hermanan con otros, en este caso, la prodigalidad y la lujuria van de la mano. Y sin embargo, el pródigo es menos nocivo que el avaro, ya que el primero “peca contra otros al no dar lo que debe, y peca contra sí mismo por no gastar lo necesario para sí” mientras que el pródigo “se perjudica a sí mismo y a algunos, pero es útil para otros” [45]. El político pródigo es de aquellas personas que se puede decir que redistribuye la riqueza, pero lo hace injustamente, ya que usualmente le quita el dinero a personas que lo han ganado con un trabajo honesto para dárselo a otras que viven y se hacen ricos con trabajos típicamente deshonestos.
 
CONCLUSIÓN
 
En síntesis, la destrucción del tejido social es una de las mayores miserias posibles en política y un resultado evidente y visible de todos aquellos que se dejan dominar por los pecados sociales. Desgraciadamente, la fortaleza para resistir las tentaciones derivadas del poder y la temperancia necesaria para decir no, son recursos mucho más escasos que la actitud de los políticos que dicen: y qué tanto es tantito o de vez cuando no hace daño. El cinismo es uno de los mayores males, ya que no sólo implica la jactancia por las malas acciones sino la imposibilidad de ver en qué y en dónde se está pervirtiendo la noble función política.
 
Hemos hablado de los vicios, no tanto para criticarlos sin límites -porque si criticamos en exceso corremos el riesgo de hacer aquello que más criticamos-, sino para poner una señal de advertencia: por aquí no deben pasar, por aquí no se construye un México mejor, y por aquí llevamos a los Partidos al despeñadero miope y sin sentido de la miseria política. La mayor miseria en política no consiste en ser pobre o en perder ciertos bienes materiales, sino en no darse cuenta de las atrocidades que resultan de conductas desviadas; quien es incapaz de identificar los caminos torcidos es también incapaz de evitarlos; y quien es incapaz de evitar los caminos torcidos, lo más seguro es que siga transitándolos una y otra vez, de manera inocente, en apariencia, pero causando un daño terrible. Es cierto, si bien la política puede producir enormes bienes también puede acarrear males catastróficos: he ahí la nobleza[46] y la miseria de la política; sólo lo que es grande puede llegar a grandes alturas y sólo lo que es grande puede caer tan bajo. Así es la política y así son los políticos: capaces de grandes y nobles acciones y capaces de actos ruines y de obras potencialmente destructivas de la propia comunidad.
 
Muchos quisiéramos que los políticos fueran, de entre todos, los seres humanos más nobles, íntegros y capaces de cuantos hay. Este ideal tiene su raíz en la utopía del filósofo gobernante de Platón de la cual ya hemos hablado. Nada cuesta soñar, pero cuesta mucho pesar ver la triste realidad de nuestra política: plagada de vicios, incompetencia y estupidez, de falta de nobleza y altruismo. Nuestra política, nuestra triste realidad política: tan lejos del ideal y tan cerca del pecado y sin embargo, la única forma de mejorar la política es estar en la política y tratar de hacer algo diferente; para esto debemos trabajar: para hacer de la política algo más noble, y no sólo la feria de vanidades en la que muchos se ufanan de haber cometido el mayor pecado posible sin ser descubiertos… todavía.


[1] Esta desvinculación puede remontarse a las Críticas de Kant. Kant estableció dos usos de la razón: uno teórico, basado en formas puras a priori y uno práctico, basado en el imperativo categórico. Sin embargo, la tradición clásica defendía la unidad de la razón: siendo una la razón, no existe una brecha entre teoría y práctica, ya que la teoría sólo es tal en función de la práctica: no se pude teorizar en aquello que no se ha vivido; Kant contradice este principio ya que teorizó e incluso describió cosas que nunca había visto ni experimentado. La antropología aristotélico-tomista establece la distinción entre sensibilidad y entendimiento, pero no su desvinculación. Desde el punto de vista de la teoría y de la práctica, los clásicos dedicaron un tratado especial a la metafísica y otro a la ética, pero su concepción de la razón era unitaria: es la misma la razón que llega a las nociones trascendentales y la que propone sus objetos a la voluntad. La distinción entre razón teórica y práctica es entonces un artificio, una división subrepticia que introduce aquel que renuncia a la congruencia en la vida y que por ende, instala la falsedad moral como lema: si se piensa una cosa, se dice otra y se hace otra, el falsario podrá argumentar que se debe a la desvinculación entre razón y acción. Se puede pensar de una manera y actuar de otra manera totalmente contradictoria. Esto sólo es señal de un espíritu mezquino, mediocre e incapaz de actuar de conformidad con sus mandatos racionales.
[2] Santo Tomás de Aquino. Suma de Teología (en adelante citada como ST). Madrid, La Editorial Católica, 2001. II-II. q. 105 a. 1.
[3] El régimen político que defendería esta respuesta es el sultanato, para el cual, el súbdito es parte de las posesiones del señor, a la inversa, en un sistema democrático, el súbdito, o sea, el que está sujeto a la voluntad de otro(s) es el gobernante. La cultura cívica de quienes defienden la idea del presidente-jefe es propia de súbditos, no de ciudadanos: “el súbdito es... parte del patrimonio del señor. El ciudadano ya no lo es…” Sartori. La sociedad multiétnca. p. 101.
[4] Pero el líder puede llegar a ser superior a su pueblo si se dan dos condiciones: si está al servicio del pueblo y si este servicio implica el compromiso con el bien común. En este caso, hablamos del gran estadista, que consagra su vida al servicio de sus semejantes.
[5] Lo que equivale a decir que el sujeto de la soberanía no es el pueblo-masa.
[6] Respecto a este tema Cf.: “Dilemas éticos de la resistencia civil”, en Bien común y gobierno. No. 48, noviembre de 1998. p. 108-112. El artículo se ubica en la sección de Debate, la cual se dedicó a la resistencia civil y la no violencia.
[7] Graham T. Allison. “Modelos conceptuales y la crisis de los misiles”. En La hechura de las políticas. México, Miguel Ángel Porrúa, 1996. p. 191 et passim.
[8] ST. II-II. q. 107, a. 1 sed 1.
[9] Ibid. Sed. 2.
[10] Ibid. a. 2.
[11] Idem.
[12] Dice Séneca: “Esta es la ley del beneficio: que el bienhechor debe olvidarse de él lo antes posible; que el beneficiado debe recordarlo”. Cf. Ibid. a. 3.
[13] En sentido estricto, la vindicación no es considera por Santo Tomás como vicio opuesto a las virtudes sociales; sin embargo, la venganza ilícita sí lo es, de aquí la razón para incorporarla a los vicios sociales.
[14] ST. II-II. q. 108. a. 1.
[15] Cf. Javier Brown César. “Rawls y las concepciones objetivas de la justicia”, en Bien común. No. l 97, enero de 2003. p. 17-19.
[16] Ibid. ad 5.
[17] Parafraseando a Max Weber, podríamos decir que el Estado se puede definir por poseer el monopolio de la venganza legítima, definición que parece más precisa a la que considera al Estado como poseedor del monopolio de la fuerza. En la actualidad, el uso de la fuerza se ha vuelto legítimo para proteger intereses privados mediante corporaciones para policíacas; sin embargo, sólo el Estado puede garantizar que se dé una justa administración de los castigos y las culpas, mediante una institución de interés público, si esto no sucede, la administración de justicia por propia mano es el recurso frecuente, pero esto no significa que sea una forma de venganza legítima, ya que implica la regresión a la noción de justicia vindicativa pura.
[18] q. 110 a. 1.
[19] Aristóteles. Ética a Nicómaco, citado en Idem.
[20] “siendo las palabras signos naturales de las ideas, es antinatural e indebido significar con palabras lo que no se piensa”. ST. II-II. q. 110 a 3.
[21] ST. II-II. q.  111 a. 1.
[22] Ibid. a. 2. ad. 1.
[23] “… nunca se detienen a pensar qué es lo que deben hacer, sino en cómo pueden agradar con lo que hacen a los hombres”. San Gregorio. Citado en Ibid. a. 2.
[24] “El hipócrita… es un raptor avaro, que se apropia de las alabanzas debidas al comportamiento ajeno”. Ibid. a. 3.
[25] Ibid. a. 4.
[26] “lo mismo que los comediantes (hipócritas), en sus diferentes papeles, hacen de lo que no son”. Ibid. a. 2.
[27] ST. II-II. q. 112 a. 1.
[28] Idem.
[29] Aristóteles. Ética a Nicómaco. Citado en Idem. a. 2.
[30] ST. II-II. q. 113. a. 1.
[31] Ibid. a. 2.
[32] St. II-II. q. 115. a. 1.
[33] Idem.
[34] Desde luego, el antídoto a la adulación es la capacidad para decir cosas que pueden entristecer a otros, “para conseguir un bien o evitar un mal”. Idem.
[35] ST. II-II. q. 116 a. 1.
[36] Idem.
[37] Aristóteles. Ética a Nicómaco. Citada en ST. II-II. q. 117 a. 2
[38] ST. II-II. q. 118. a. 1.
[39] Ibid. ad 2.
[40] Idem.
[41] Ibid. a. 6.
[42] Cf. ST. II-II. a 8.
[43] ST. II-II. q. 119 a. 1.
[44] Ibid. ad. 3
[45] Ibid. a. 3.
[46] Pío XII decía que entre las actividades más importantes, sin duda la más destacada y la más nobles es la vida política. La expresión doctrinaria de esta afirmación es el principio del primado del orden político.

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