LOS PECADOS SOCIALES Y SUS EFECTOS EN LA POLÍTICA
Por Javier Brown César
Usualmente hablamos de la vinculación entre ética y
política y de las virtudes propias del político. Así predicamos y sin ejemplos
a la mano, les decimos a los aspirantes a dirigentes y a servidores públicos
cómo deben ser, de esta forma, predicamos aquello que somos incapaces de
demostrar que tiene eficacia en la práctica; pero si bien no predicamos con el
ejemplo, tampoco prevenimos respecto a lo que se debe evitar; la virtud debe ejemplificarse,
el vicio denunciarse, en caso contrario, articulamos hermosos discursos
carentes de sustento, con lo que defendemos la secular desvinculación entre
teoría y práctica[1].
Asumiremos ahora la vía inversa consistente en hacer
conscientes a los candidatos a políticos cuáles son los pecados más comunes en
los que se puede incurrir. No quisiera parecer dogmático con la idea de pecados
de los políticos, así que pueden llamarle como quieran: conductas inapropiadas,
actos contra las costumbres, errores, deslices, imperfecciones, tropiezos, etc.
A quienes tengan prejuicios religiosos no les escamoteo la posibilidad de
utilizar una terminología aséptica, light, secularizada, porque el prejuicio
religioso no es sólo de quienes creen que todo es y debe ser religión, sino
también de quienes niegan la religión como parte de la vida.
Así, cuando desterramos de
la política la noción de pecado perdemos una distinción fundamental. Quienes
pretenden exorcizar todos los demonios de la política negando las culpas y los
pecados sólo cavan la tumba de los políticos y de la propia política. Poco se
gana cuando a todas las conductas políticamente reprobables les llamamos
corrupción, porque entonces debemos introducir nuevas distinciones e inventar
tipologías que en la tópica del pecado ya estaban dadas o por lo menos,
prefiguradas. En política el pecado no tiene el sentido de desobediencia
voluntaria y continua a la voluntad de Dios, sino de traición voluntaria y
continua a la voluntad ciudadana y al imperativo de servicio a la comunidad; en
última instancia, los pecados políticos son actos contra el bien común. Muchos
pecados aquejan a la política, tanto de parte del político, como de parte de su
séquito y de la comunidad. Con este preámbulo, pasemos al análisis.
PECADOS SOCIALES
Enumeraré ahora los pecados
sociales con el fin de realizar un somero análisis de los perniciosos efectos
que cada uno de ellos tiene en el actuar de los políticos, en la relación de
los políticos con su staff y en la relación entre ciudadanía y gobernantes, los
pecados analizados aquí serán aquellos que Santo Tomás menciona como vicios
opuestos a las virtudes sociales, se trata, entonces, de pecados que hacen de
la política una actividad sociopática y destructora de tejido social: desobediencia,
ingratitud, venganza ilegítima, mentira, simulación,
jactancia, ironía, adulación, litigio, avaricia
y prodigalidad.
LA DESOBEDIENCIA
Definamos el pecado de la desobediencia
como la voluntad constante y permanente de no cumplir los preceptos de los superiores,
se trata de un pecado que va contra el amor que le debemos al prójimo, “en
cuanto que, como superior y prójimo, se le priva de la obediencia que se le
debe”[2].
La esencia de este pecado político es su ubicuidad, la desobediencia puede
darse en todos: en los ciudadanos, en los funcionarios y en el gabinete. La
cultura cívica del mexicano promedio acepta sólo una noción débil de
desobediencia: cuando el ciudadano o el asesor no cumplen los preceptos dados
por los gobernantes, o sea, cuando se incumplen órdenes, decretos, leyes,
sanciones o ejecutorias hay desobediencia. Pero esto es una visión miope de la
política. El gran desobediente, por antonomasia, suele ser, en México, el
gobernante.
Décadas de gobiernos
autoritarios, paternalistas y patrimonialistas realizaron una inversión de los
principios lógicos de la política: el político se debe a los ciudadanos y sólo
a los ciudadanos y sirve a los ciudadanos y sólo a los ciudadanos. Todavía,
muchas personas creen que ellos se deben a los políticos y que los ciudadanos
están al servicio de los políticos. Es muy común que cuando se le plantea a un
auditorio la analogía entre empresa y gobierno y se les pregunta: en esta
empresa llamada México ¿quién es el jefe?, contestan unánimemente y casi sin
reflexión previa: el presidente de la República. Esta respuesta exige una
crítica dura, directa, severa y certera: falso[3],
el jefe es el pueblo y el presidente y todo su séquito sólo son empleados
temporales, que podremos remover en la siguiente elección, si la democracia
plebiscitaria no se nos cae en el trayecto “del plato a la boca”.
Nuevamente, en política, el
desobediente número uno es el funcionario, el servidor público, el cual suele
traicionar a la comunidad renunciando a la construcción colectiva y dialogada
del bien común. El pueblo puede ser superior a cualquier líder no sólo
cuantitativa sino también cualitativamente[4]:
ningún estadista tiene un talento superior a la suma de los talentos de sus
gobernados, a menos claro, que estemos en la tierra de los ciegos en la que el
gobernante tuerto o cíclope, es el rey. La superioridad del pueblo recibió un
nombre al día de hoy muy manipulado y tergiversado: soberanía. El problema
técnico en la relación entre pueblo soberano y estadista, consiste en que es
difícil, para una comunidad poco organizada y cohesiva, hacer valer la
soberanía de la colectividad, la cual no es otra cosa, que la soberanía de las
personas bajo una voluntad general representativa de los imperativos soberanos
de los individuos.
La masa, como tal, no es
soberana[5],
pero puede expresar los mandatos soberanos de los individuos si es capaz de
organizarse, darse voz representativa y lograr cierta capacidad de coacción
sobre gobernantes que ejercen temporalmente una función de servicio; no otra cosa
es la comunidad política ideal que un orden que los ciudadanos se dan a sí
mismos para coordinarse y cooperar en la búsqueda y consecución del bien común.
Cuando la ciudadanía desarrolla su capacidad coactiva también puede desplegar
una forma de desobediencia positiva, la resistencia civil o lucha política no
violenta[6].
El cometido único y exclusivo de la lucha política no violenta es oponerse a la
injusticia, cualquier otro fin es perverso, ya que puede implicar el activismo
mal encauzado e incluso la destrucción de las instituciones republicanas.
La lucha política no violenta es legítima sí y sólo si los
gobernantes y las leyes atentan contra el bien común, en este caso, para que
sea válida, la resistencia civil debe reunir las siguientes condiciones: el
gobierno no debe interferir en el movimiento, ya que en caso contrario
hablaríamos de cooptación y filtración y no de un auténtico movimiento civil;
se debe seguir el principio: a actos iguales en sentido negativo no se deben
oponer actos iguales en sentido negativo, esto significa que a la violencia
debe responderse con no violencia, al desorden se debe responder con orden y a
la injusticia con justicia; finalmente, no se debe atentar contra el bien
común. Como se podrá constatar por lo ya analizado, es fácil ser desobediente
pero no es fácil ser racional y razonablemente desobediente.
Finalmente, la desobediencia
del séquito, llámese equipo, staff o cuerpo de asesores, no es una práctica
menos frecuente que las otras formas de desobediencia. Un caso ejemplar se dio
con la crisis de los cohetes en 1962, cuando estuvo a punto de estallar la
tercera guerra mundial: el entonces presidente Kennedy fue parte de un juego
burocrático que casi lo dejó fuera de la jugada: “Una serie de juegos de
negociación sobrepuestos determinaron tanto la fecha del descubrimiento de los
misiles soviéticos como el impacto del descubrimiento en el gobierno”[7].
Los casos de desobediencia de parte del staff o cuerpo de asesores o incluso
del propio gabinete son casi tan frecuentes como los cambios y relevos que se
dan en estos cuerpos colegiados. Sin embargo, también está la otra cara de la
moneda, o sea, cuando el gobernante desobedece a su staff. Si bien el staff no
es superior desde el punto de vista del poder político, sí lo es desde el punto
de vista de su capacidad técnica, de sus conocimientos especializados e incluso
del acceso a cierto tipo de información privilegiada: muchas grandes crisis se
podrían haber evitado si los gobernantes, en un acto de humildad, escucharan atentamente
a sus consejeros antes de tomar alguna decisión crucial.
LA INGRATITUD
Lo que en muchos políticos
parece amnesia es en realidad franca y flagrante ingratitud. Cuántas
veces no hemos escuchado la frase: y una vez que llegó al poder se olvidó de nosotros.
Este nosotros puede referirse a los ciudadanos, a los electores, al equipo de
campaña, a los promotores y activistas y a todos aquellos que esperaban algún
beneficio del hecho de que alguien llegue a puestos de decisión. La gratitud se
refiere siempre a un beneficio recibido, la ingratitud, en consecuencia
consiste en perjudicar a aquellos de los que se recibió algún beneficio[8].
Decíamos que la amnesia
aparente es en realidad ingratitud, que el político que se olvida de la
comunidad es un ingrato: “El olvido del beneficio… cae dentro de la ingratitud:
aunque no aquel que proviene de un defecto natural involuntario, sino el
derivado de la negligencia”[9].
Así, todo el que se olvida de los beneficios recibidos, si no es torpe o
estúpido o incluso mentalmente retardado, debe ser tachado de negligente. A los
políticos negligentes sólo les queda una excusa posible: no soy mentalmente
apto para recordar, por ende, mi ingratitud se debe disculpar; pero, quien no
es mentalmente apto para recordar, tampoco lo es para gobernar.
La ingratitud tiene tres grados:
el primero “consiste en no recompensar el beneficio; el segundo, en disimular,
como demostrando con ello que no se ha recibido beneficio alguno; el tercero y
más grave es no reconocerlo, ya sea olvidándose de él o de cualquier
otro modo”[10].
Estos grados constituyen lo que se puede denominar ingratitud privativa, la
cual es típica de los políticos faltos de memoria; sin embargo, existe también
la ingratitud negativa, la cual es más perniciosa todavía y se da en tres
grados: “al primer grado de ingratitud corresponde devolver males por bienes;
al segundo, mofarse del beneficio; al tercero, reputarlo como daño”[11].
Cuántas veces hemos visto ambas formas de ingratitud y hemos sido perjudicados
por la forma de ingratitud negativa que consiste en devolver males por bienes,
el mal gobierno se caracteriza precisamente por esta forma de ingratitud: al
beneficio recibido de aquellos que lo eligieron se responde con la construcción
de condiciones sociales y económicas que destruyen el orden social y atentan
contra el bien común.
Si bien pocos políticos
creen que haber sido beneficiados con el voto es dañino, muchos se mofan del
beneficio del voto y muestran una actitud prepotente: ahora que ya votaron por
mí, no los necesito. Pocas conductas hay tan ruines en la vida política como
esta forma de ingratitud, la cual se manifiesta de muchas maneras: ahora que ya
gané, no necesito al partido que me llevó al poder; ahora que ya gané no
necesito a las personas que me ayudaron a ganar; ahora que ya gané voy a hacer
lo que quiera aunque vaya en contra de lo que he prometido durante mi campaña.
Quien gobierna así se mofa
del ciudadano e involuntariamente también se convierte en bufón de la política,
aunque muchos lo consideren todavía como un alto dignatario. El ingrato más
inofensivo es el que omite, el que se olvida pronto del beneficio, el más
ofensivo y terrible es el que no solamente no cumple sus deberes de gratitud
sino que hace todo lo opuesto[12]:
ante el beneficio recibido utiliza a los demás como medios para sus fines,
generando así el mayor mal posible, la denigración práctica de la dignidad de
la persona, la cual no debe ser tratada como un medio, sino sólo como un fin.
LA VENGANZA ILEGÍTIMA[13]
Si la política es la guerra
continuada por otros medios, entonces en esta guerra valen armas como la
venganza: hay que destruir a los enemigos, hay que acabar con la oposición a
como dé lugar, hay que pasar las facturas a la anterior administración, etc.
Así razonan algunos políticos caracterizados por su actitud anti-sistema Lo
paradójico es que la venganza sí puede llegar a ser justa pero sólo bajo la
figura de la vindicación, la cual consiste en la administración de justicia
expedita y pertinente, o sea, implica la intervención de la autoridad pública y
la justa proporción entre castigos y culpas; esta es propiamente la venganza
institucionalizada y legitimada, la única forma de venganza que aceptan sin más
los ciudadanos de las democracias contemporáneas.
El problema es cómo distinguir
entre una forma de venganza y otra cuando el sistema de administración y
procuración de justicia es parcial, inoportuno y paradójicamente injusto;
¿acaso se puede hablar de justicia en un sistema así?, seguramente, pero
entonces hablamos de justicia por excepción, o sea de un resultado no
intencional del sistema, lo que significa que cuando en México se hace
justicia, es por lo general un resultado marginal, espontáneo, casi inocente y
muchas veces inesperado. Santo Tomás considera que la clave para distinguir
entre ambas formas de venganza está en la intención del vengador[14]: si lo que se intenta es el
mal de quien se venga entonces estamos ante una venganza ilícita, pero si lo
que se busca es un bien, al que se llega mediante el castigo del infractor,
entonces la venganza es lícita: aquí es cuando se vence al mal con el bien y se
da la vindicación propiamente dicha.
La noción de venganza lícita
o vindicación tiene consecuencias importantes, la primera es que ninguna
venganza privada o privatista es justa, por más razonada y razonable que
parezca: para que se dé la venganza justificada es necesario una decisión
conjunta colegiada, es necesaria la existencia de un órgano con poder
deliberativo y coactivo, en caso contrario, estamos ante la noción de justicia
vindicativa pura, la ley del talión[15].
En segundo lugar, el castigo debe ser proporcional a la culpa: ni mayor ni
menor; este principio es importante al considerar el castigo que se debe dar a
grupos de personas, a colectivos como sindicatos, partidos o confederaciones y
asociaciones, aquí la venganza lícita, o sea, la culpa, puede recaer sobre
todos, sobre una parte de la totalidad o sobre los principales[16].
Pero no es nuestro cometido
hablar de la venganza lícita[17]
sino de la venganza ilícita. Desde luego, la forma más común de venganza se da
cuando quien ocupa un cargo público hace uso de sus privilegios para amenazar,
atacar, difamar, calumniar o presionar a grupos o personas que no son
partidarios de nuestras causas, las formas comunes de esta venganza son: la tortura,
la reclusión y la privación arbitraria de la libertad, el destierro
injustificado, la confiscación ilícita de los bienes y la ignominia
para atacar la buena fama de alguien. Estas formas de venganza todavía son
muy comunes: la tortura no sólo se utiliza para obtener información sino
también para doblegar voluntades; la reclusión puede ser sutil, al grado de
disfrazarse de recompensa, como cuando se le da a una persona un cargo que lo
aísla de los demás y que lo condena a un trabajo solitario y tedioso; la
privación de la libertad puede ser también muy sutil, consistiendo en negar a
los otros el poder de decisión que justamente pueden reclamar para sí mismos;
el destierro puede disfrazarse hábilmente de un encargo diplomático; y la confiscación
se puede disfrazar como un negocio desafortunado o incluso como impuestos,
inflación o expropiación de bienes; finalmente, la ignominia es ya tan común
que nos hemos acostumbrado a leer los diarios sin darnos cuenta de la forma
como los medios crean, construyen o destruyen la buena fama.
LA MENTIRA
Etimológicamente, todo
aquello que se dice contra la mente es mentira[18].
La mentira es lo opuesto a la verdad: si la verdad muestra el mundo, la mentira
lo oculta; la mentira florece en el medio de la opacidad, de la
intransparencia. Ya decía Aristóteles, en su tratado Sobre el alma que
el medio a través del cual vemos es lo transparente, lo diáfano; lo
característico de la mentira es precisamente la venda que cubre nuestros ojos y
que nos impide ver lo evidente. En la mentira se da un juego lógico perverso:
se une lo que en la realidad está dividido y se divide lo que en la realidad
está unido; parafraseando a Platón, al criticar a los sofistas en boca de
Sócrates podemos desenmascarar la estrategia de los mentirosos: su arte es de
tal manera sutil que disfrazan la verdad como mentira y la mentira como verdad.
Pero para ser mentiroso no
sólo se requiere decir algo falso, sino ante todo, tener la voluntad para
decirlo, quien dice algo falso de manera involuntaria podrá ser un estúpido, un
ignorante o un mal informado, pero no necesariamente es un mentiroso; la
mentira requiere del error lógico y de la intención. La pregunta pertinente es
aquí: ¿Cuántas especies de mentira hay? Según el Doctor Angélico, la mentira
puede dividirse en tres modos, de los cuales, el primero es el propio y
esencial. Como pecado opuesto a la verdad, la mentira está lejos del punto
medio: por exceso, con lo que tenemos la jactancia, y por defecto, con
lo que tenemos la ironía. De estas formas principales habremos de tratar
a detalle más adelante. Por lo pronto, veamos las dos divisiones restantes.
La segunda división,
de sumo interés para nosotros se da en razón del perjuicio o beneficio
acarreados por la mentira, con lo que tendríamos tres especies: si la mentira
perjudica a otros se llama perniciosa; si busca algún bien deleitable,
se llama jocosa y si busca algún bien útil se llama oficiosa. La
mentira perniciosa usualmente se da cuando en política, se busca desprestigiar
o minar el capital político, económico o social del adversario; el desprestigio
a través de la mentira es difamatorio y calumnioso, contamina el nombre del
acusado pero en caso de demostrarse la inocencia de éste, contaminará por
efecto de bumerang, a quien profirió la mentira original. Cuántas veces sucede
que los medios masivos o algún político trasnochado hacen afirmaciones
gratuitas, juicios temerarios sobre algún personaje público y cuántas veces
resulta que al demostrarse la falsedad de estas afirmaciones se desprestigia al
mentiroso. En política existe lo que se llama diplomacia, uno de cuyos
imperativos es fundamentar los juicios con argumentos y pruebas contundentes y
emitir juicios de tipo calumnioso sólo en casos extremos. Las calumnias
convierten a la política en el juego de lo intransparente y lo sucio, no en
balde esta práctica considerada por muchos como pleito de lavadero.
Las mentiras que buscan
ciertos bienes, a pesar de sus aparentemente inofensivos nombres ocultan un
juego perverso como el de la política perniciosa. El oficio de muchos políticos
es la mentira jocosa, mediante la cual buscan convertir a la mentira en algo
agradable, en un ejercicio de
esparcimiento, diversión, juego o perversión. A diferencia de la mentira
perniciosa, que hace de la política un pleito callejero, la mentira jocosa
transforma a la política en un circo o en un teatro, sus estrategias son mentir
por el placer de mentir o mentir para agradar.
El político que miente por
el placer de mentir es un incorregible, un mentiroso patológico, se trata del
mentiroso en cuanto tal que “se goza en la misma mentira”[19];
el político que miente para agradar suele ser un adulador, un bromista o un mal
político, o sea, aquel que trata de quedar bien con todos y en todo momento,
que a cada quien le da por su lado, pero que no es congruente ni íntegro en su
actuar: piensa en una cosa pero dice otra muy diferente[20].
Por último, la mentira oficiosa busca lo útil y es de todas las
formas de mentira, la menos perjudicial, sus fines son: conservar la
fortuna, la salud del cuerpo o evitar la muerte.
LA SIMULACIÓN
La simulación o
hipocresía es tan frecuente que nos hemos acostumbrado a ella: ya no la
percibimos, aunque la tengamos frente a nuestras propias narices. Propiamente
hablando, la simulación es “una mentira expresada con hechos o cosas”[21].
Hay varias especies de simulación: una cuando las intenciones verdaderas se
disfrazan, cuando por ejemplo se inauguran obras públicas no con el fin de
proporcionar un servicio a la comunidad, sino para buscar sólo el favor popular[22];
a esto le llamamos populismo. El populismo es entonces una forma de simulación
en la que las intenciones originales de agradar se disfrazan de obras vistosas
y ostentosas; las obras están ahí, pero la intención con la que se hacen no es
recta, sino torcida[23].
No menos común es la
simulación propia de quien de cara a la opinión pública manifiesta y promueve
virtudes que en privado repudia y niega. Esta forma de doble discurso es
muy perniciosa cuando no se tienen medios para denunciar la falsedad moral de
quien dice una cosa en público pero hace otra cosa en privado. Públicamente,
muchos políticos alaban la sinceridad, la austeridad y el servicio, pero sólo
lo hacen con afanes retóricos y propagandísticos: buscan promover en otros lo
que no tienen y hacer pensar que encabezan una cruzada nacional a favor de la
honestidad, la transparencia o cualquier otro argumento o estrategia que
privadamente desaprueban.
Otra forma de simulación se
da cuando pretendemos que las obras de otros son nuestro mérito[24].
Esta forma de simulación es tan común, que la damos por buena. Cada vez que el
gobierno realiza una obra importante, que ofrece un nuevo servicio y que
pretende con ello arrogarse todos los méritos, está incurriendo en esta simulación,
porque toda gran obra de gobierno se hace con los recursos de los
contribuyentes y con la venia de los representantes. Es ya un lugar común oír:
el gobierno ha hecho esto o lo otro, pero rara vez escuchamos lo siguiente: el
gobierno, con los recursos y el apoyo de la ciudadanía, ha hecho esto. Aquí no
sólo hay simulación sino también, como ya analizamos, ingratitud: no se
reconoce que el gobierno sólo vive, se conserva y prospera gracias a los
impuestos y que sus obras son las obras de todos y no de una clase política o
de un grupo determinado en el poder; la obra pública es, por excelencia, cosa
pública (res pública).
Otra forma común de
simulación es hacerse pasar por lo que no se es[25].
Esta forma es también tan socorrida que ya nos hemos acostumbrado a ella: el
secretario de Estado que salta de una comisión a otra, de una embajada a otra y
de un encargo a otro hace precisamente esto, en hacienda pretende ser
economista, en relaciones exteriores internacionalista, en educación pedagogo y
en salud médico. Cuántas veces vemos a los políticos brincando de una posición
a otra en muy poco tiempo, pretendiendo ser tan buenos legisladores como
administradores, buenos en la cámara baja y en la alta, buenos como
gobernadores y buenos como asesores; en el fondo, sólo son buenos para una
cosa: para actuar, haciéndose pasar por lo que no son[26].
Esto que ahora denunciamos
de los políticos es parte de la vida de los expertos en todo y en nada, o sea,
de todos aquellos que tienen, para cada gran problema, una solución genial,
única y que desde luego, debe ser comprada a como dé lugar y sin verificar
siquiera su calidad y precio; esta simulación es tan socorrida por los
oportunistas que incluso le podemos dar ese nombre: simulación oportunista. En
esta forma de simulación hay mucha habilidad, nadie lo niega, pero también hay
mucha malicia y desde luego, enormes dosis de incompetencia e ineptitud.
LA JACTANCIA
Creo que muchos de mis
contemporáneos y coterráneos han olvidado ya lo que la jactancia es y lo
perniciosa que puede llegar a resultar. “Propiamente, la jactancia
significa que el hombre se ensalce a sí mismo con sus palabras; así, a los
objetos que se quieren lanzar lejos, primero se los eleva hacia arriba. En
realidad, uno se ensalza cuando habla de sí mismo por encima de lo que es”[27].
Las campañas políticas cada vez tienen menos dosis del realismo que es
necesario para evitar que los promotores y candidatos pierdan el piso. Cuántas
veces oímos hablar de las nobles virtudes de un candidato, de sus enormes cualidades,
de su amplia experiencia y de su singular trayectoria y cuán pocas veces oímos
hablar de sus tropiezos, defectos, errores y carencias. Los políticos
jactanciosos parecen semi-dioses subidos al pedestal del poder, pero no son
otra cosa que ídolos de oro con pies de barro cuya caída será proporcional al
nivel de elevación artificialmente logrado.
Pero antes de continuar,
reconozcamos que existen dos formas fundamentales de jactancia: una “cuando
se habla de uno mismo, no exagerando su valor personal, sino sobreestimando la
opinión que se tiene de él”; otra “cuando uno se excede al hablar de sí
mismo por encima de lo que realmente vale”[28].
Como podrán ver, hasta aquí se ha considerado brevemente la segunda forma de
jactancia; sin embargo, la primera forma citada es muy común y está en la raíz
de la desilusión y los fracasos de muchos grandes políticos que no han sabido
retirarse a tiempo o que no han tenido la sensibilidad suficiente como para
percibir el momento político que viven.
En estos tiempos de
marketing electoral y de campañas mediáticas, los políticos profesionales
pueden cometer uno de los más grandes errores posibles: pensar que la opinión
pública es el termómetro de su grandeza. Nada más falso. La opinión pública no
es la voz armoniosa de Dios como algunos pretenden, sino un conjunto de
opiniones, percepciones y valoraciones cambiantes, maleables y manipulables.
Cuando el político se basa en la opinión pública para valorarse a sí mismo,
cuando toma como pulso de su actuar la popularidad reflejada en encuestas
también está asumiendo el riesgo que conlleva poner los pies sobre arenas
movedizas.
Y sin embargo, la
popularidad es a la política actual lo que el dinero es a la economía. De esta
forma, la política se ha transformado, de vocación de servicio, en concurso de
popularidad, en que actores y actrices compiten por el favor del público, por
el rating: dime cuántos puntos tienes de rating y te diré cuál es tu valor,
como político. Falso, la política no es una telenovela ni un programa de concursos
televisado, es una de las actividades más nobles y serias de cuantas se pueden
realizar. Una cosa es aligerar la política y quitarles a los políticos sus
pretensiones de ser como dioses y la otra es hacer de la política un teatro
para bufones, payasos y otro tipo de actores.
Pero volvamos nuestra
atención a la jactancia que se da cuando se habla de sí mismo por encima de lo
que realmente uno vale. En esta forma de jactancia, los fines son importantes:
si lo que se busca es el lucro, entonces estamos ante una forma aún peor de la
que se da cuando lo que se busca es la gloria o la alabanza[29].
El político que pretende ser más de lo que es por la gloria o la alabanza que
así se le tributaría, es hasta cierto punto inofensivo, si se le compara con el
político que pretende ser más de lo que es para lucrar con la política. Y esto
que decimos del político, vale también para el experto, que al presentarse
pretendiendo ser más de lo que es, busca vender sus servicios a cambio de
cuantiosas fortunas, otorgando a cambio una asesoría de mala calidad plagada de
consejos absurdos o de recetas evidentes: como si la política fuera tan fácil
como decir dos más dos es igual a cuatro; ¡qué ingenuidad!
LA IRONÍA
Como vimos al tratar de la
mentira, la jactancia es un vicio contra la verdad por exceso, mientras que la ironía
lo es por defecto. Si bien lo propio del jactancioso es pretender ser más de lo
que es o sobreestimando la opinión que los demás tienen de uno, lo propio del
irónico es la subestimación y la baja subestimación de la opinión que los demás
tienen de uno; a este pecado muchos le llaman, para facilitar las cosas, falsa
modestia. Vayamos por partes, la ironía consiste en “fingir ser menos de lo que
se es en realidad”[30].
Se dan dos posibilidades
para rebajarse a sí mismo: ya sea que se respete la verdad, por
ejemplo “cuando se callan cualidades importantes que hay en uno y se descubren
y manifiestan pequeños defectos cuya existencia se admite”, en cuyo caso
hablamos de modestia; ya sea que se falsee la verdad, como “cuando se
niega una cualidad sabiendo que se tiene”, en cuyo caso hablamos de la ironía,
propiamente dicha. Algunos de ustedes podrán argumentar que, a comparación de
la jactancia, la ironía es pecata minuta, o sea, un mal menor, y hasta
cierto punto, están en lo correcto: hay mentiras que son más graves que otras.
Sin embargo, la intención es aquí crucial: si la ironía busca no “ser molesto a
los demás por la exaltación de uno mismo” entonces es menos grave que la
jactancia, pero si busca “engañar y sacar provecho del engaño”[31],
entonces es más grave que la jactancia.
Lo que en muchas ocasiones resulta muy molesto de los
políticos es la falsa modestia con la que pretenden ocultar sus buenas
cualidades sólo con el fin de engañar a otros para aprovecharse de ellos. Si
alguien oculta sus buenas cualidades de negociador, no por modestia, sino por
ironía, entonces puede tener siempre un as bajo la manga en cualquier mesa de
negociación y llegado el momento oportuno, puede asestar el golpe mortal. A esto
le llaman algunos “navegar con bandera de pendejo”. Esta estrategia de
navegación es idónea para el espionaje y para pasar desapercibido, pero en el
fondo suele ser una treta viciada, que oculta fines e intenciones perversas.
LA ADULACIÓN
Adulador es el que busca agradar a
como dé lugar: “si uno quiere dialogar con otro con el propósito de agradarle
en todo, sobrepasa la medida en el agradar, y por eso peca por exceso”[32].
Los ejemplos y casos de aduladores son el pan nuestro de cada día en política:
muchos ciudadanos adulan a sus gobernantes, sobre todo aquellos que provienen
del mismo partido en el que militan; el gobernante a su vez, adula a su staff y
al pueblo; y típicamente, el staff del gobernante suele estar compuesto de
jactanciosos y/o aduladores. Existen dos formas de agradar: quienes lo hacen
por la sola intención de agradar, o sea, los plácidos; y quienes
adulan para obtener algún beneficio, a quienes podemos llamar lisonjeros o
simplemente, aduladores[33].
Son estos últimos los que
más nos interesan, ya que los que sólo buscan agradar parecen tan sólo novatos
ante los muy estudiados y consolidados aduladores que buscan beneficios
mediante sus lisonjas. La actitud del lisonjero es de servilismo, no de
servicio, y en el fondo oculta un profundo desprecio por lo que se hace, y el
deseo de llegar a ser, en un futuro próximo, el blanco de todas las lisonjas.
Tenemos muchas formas de llamarles a estos aduladores, unas más ofensivas que
otras, por ejemplo: lambiscones, barberos o incluso huele… Es común en nuestros
días ver al político rodeado por un amplio séquito de guardaespaldas cuya
función parece ser la de paraguas de las agresiones, chalecos de protección
para las agresiones y muralla para disuadir a los enaltecidos o a los curiosos,
pero además de este séquito francamente jactancioso, encontramos un segundo
séquito más numeroso todavía: los lambiscones, o sea, los aduladores.
Los aduladores van a todas
partes siguiendo a su señor, sirviendo de tapetes para sus pies, de pañuelos
para sus lamentaciones y de libros edificantes para sus inseguridades; estos
aduladores a todo dicen: sí señor, lo que usted diga señor, tiene la razón
señor y una sarta de atrocidades inimaginables[34].
La adulación es el modus viviendi de todos aquellos que carecen de oficio
político y del talento suficiente para servir a otros de manera desinteresada y
generosa. Yo sólo puedo confesar que el trabajo de adulador me parece de los
más viles que hay, porque ni siquiera recogen la basura, lo único que hacen es
disfrazar a la basura con atuendos atractivos, con palabras agradables y con
argumentos fáciles. Sinceramente, preferiría la muerte lenta y a pellizcos a
una vida condenada a ser el tapete de políticos; debo confesar que mi peor
pesadilla fue cuando soñaba que estaba ante un alto dignatario y todo lo que yo
decía era: sí señor, lo que usted diga señor y sandeces por el estilo,
afortunadamente, el reloj despertador sonó a tiempo.
EL LITIGIO
En la actualidad, las
figuras del litigio y del litigante están plenamente legitimadas,
legalizadas, institucionalizadas. Cuando Santo Tomás habla del vicio que llama
litigio no se refiere a esto, sino a lo que es contrario a la amistad: cuando
dos o más personas debaten o contienden, alguna se muestra intransigente al
punto de preocuparse sólo de sí, causando disgusto a los demás. La actitud
actual del litigante es el que a todo dice no, el que no está de acuerdo en
nada y con nada, así se da aquello que define propiamente al litigio destructor
de amistades: “el litigio se da en palabras que contradicen las de otra
persona”[35].
Para el litigante incorregible, litigar es el fin, con lo cual justifica la
guerra interminable de la beligerancia infinita.
El litigio es un pecado que
destruye las posibilidades inherentes a todo sistema de gobierno democrático, y
típicamente, la potencialidad del diálogo abierto y franco para llegar a
consensos. Santo Tomás distingue dos aspectos en el litigio: “hay veces
en que se lleva la contraria por cuestiones personales, y no se quiere
estar de acuerdo con las palabras de otro porque falta el amor, que es lo que
une los corazones. Y esto parece propio de la discordia, que contraría a la
caridad; pero otras veces la contradicción surge por razón de la persona,
a la que no se tiene reparo en contristar, y así se origina el litigio, que se
opone a la predicha amistad o afabilidad, que consiste en convivir
agradablemente con los demás”[36].
La primera forma de litigio
no es poco común, al contrario: la falta de amor de muchos políticos en lo que
hacen y su falta de entrega crea en ellos la condición personal mediante la
cual no hay disposición al acuerdo, simplemente porque no se da una orientación
personal por formar vínculos, por buscar la cohesión, por defender la
solidaridad. Esta misma falta de amor lleva a la intransigencia, al afán de
tener siempre la razón en todo y para todo, a la necesidad de imponerse y
devastar al adversario al no sumarse a su causa o por la falta de voluntad para
encontrar las convergencias en medio de las diferencias.
Sin embargo, la segunda
forma de litigio es más perniciosa aún, y se da cuando quien contradice al otro
lo hace simplemente por causa de ser el otro quien es; es la actitud del que no
está de acuerdo con el otro porque le cae mal, porque es de otro partido,
porque cree en Dios, porque no estudió en la misma escuela, porque no es del
club, porque no me gusta como se viste, etc. La contradicción es ad hominem,
no importan los argumentos; ningún argumento es válido para romper la barrera
que implica contrariar al otro para causarle problemas. Hemos visto esta
actitud en diversas arenas políticas y el resultado suele ser más o menos el
mismo: el rompimiento de acuerdos, la renuncia a negociar, la negativa a
pactar, la renuencia a ceder. Cuando esta actitud se da, nada es capaz de
romper la intransigencia del litigante, porque su mala disposición al diálogo
es resultado de predisposiciones difíciles de desarraigar. Creo que en política
necesitamos superar estas intrigas personales para llegar a acuerdos,
necesitamos pasar del prejuicio personal a la disposición a la escucha y al
diálogo, propios de los sistemas democráticos.
LA AVARICIA
¿Qué es la avaricia?
Muchos sin duda recordarán el cuento de navidad de Charles Dickens y
típicamente al personaje principal Ebenezer Scrouge, avaro incorregible hasta
que los fantasmas de las navidades logran su conversión. Sin embargo, lo más
característico del cuento de Dickens no es la avaricia del personaje principal
en sí misma, sino la forma como esta avaricia afecta a las personas que le
rodean, causando infelicidad, pobreza y sufrimiento. Esta forma de avaricia es
causa de grandes injusticias y un medio para promover el dolor humano que sin
duda se puede evitar.
La avaricia y la
prodigalidad son los vicios opuestos a la virtud denominada liberalidad. Para
la filosofía política clásica, el liberal no se definía por sus dogmas
económicos, sino por el acto de dar: “es propio del liberal ser espléndido”[37].
La liberalidad es el justo medio, y por ende es una virtud cuyos vicios son: la
avaricia, en la que se peca por defecto y la prodigalidad, en la que se peca
por exceso. La avaricia puede ser definida como “el deseo desmedido de poseer”[38].
El político que se dedica a esta actividad con el único fin de poseer cada vez
más es sin duda un avaro y entre más avaro será más incapaz de darse a los
demás a través del servicio desinteresado, este político será impotente para
realizar grandes donaciones, y de manera eminente, para la más grande de todas
las donaciones, la donación de sí mismo. Alguien me podría decir que estas son
ideas descabelladas y que no existen ejemplos de autodonación personal a través
de la política. Falso, hay ejemplos de vidas de políticos donde la autodonación
ha sido eminente, como son: Martin Luther King o Mahatma Gandhi.
La avaricia puede tener
consecuencias para los demás o para uno mismo. Tendrá consecuencias para
los demás (el prójimo) cuando “uno no puede nadar en la abundancia de riquezas
exteriores sin que otro pase necesidad, pues los bienes temporales no pueden ser
poseídos a la vez por muchos”[39].
Las consecuencias de esta forma de avaricia son terribles y escandalosas porque
dañan a los demás a costa de los políticos: unos pocos privilegiados gozan de
riquezas ostentosas a costa del hambre de las mayorías. Esta ha sido
precisamente la tradición de la política patrimonialista que debemos revertir,
si es que queremos evitar que la pobreza y el resentimiento social aumenten.
Platón trató de evitar estas
injusticias al postular que el Rey-filósofo debería tener riquezas suficientes
para evitar sustraer recursos de las arcas públicas, el argumento platónico
tiene fundamento y puede expresarse actualmente con la idea de que aquel que
gobierna debe recibir una justa retribución, además de declarar su patrimonio
de manera constante. La opinión pública expresa el repudio abierto a la riqueza
desmedida de los gobernantes y también al muy injusto patrón de acumulación que
se da en la sociedad, ya que durante décadas, el cuerpo social se comportó como
la cabeza: buscando la acumulación desmedida de riqueza basada en el deseo
desmedido de poseer. Los psicólogos tienen un nombre nada atractivo para
expresar este afán de acumulación sin medida: carácter anal.
En lo que respecta a la
segunda forma de avaricia, el daño es para uno mismo y se expresa en la
“inmoderación en el afecto interior que se tiene a las riquezas; por ejemplo,
si se las ama o desea gozar de ellas desmedidamente”[40].
En cualquier caso, la avaricia es un pecado que destruye al espíritu, debido al
placer desmedido que causan las riquezas[41].
Cuando meditamos en que el bien común consiste en el conjunto de condiciones de
vida materiales y espirituales que promueven el máximo desarrollo posible de
las personas, entonces nos podemos dar cuenta del enorme daño que los avaros
causan, ya que minan sistemáticamente las posibilidades para la construcción
del bien común en su propia comunidad e incluso atentan contra él cuando se
dejan llevar por las llamadas hijas de la avaricia: la traición, el fraude, la
mentira, el perjurio, la inquietud, la violencia y la dureza del corazón[42].
LA PRODIGALIDAD
Por último se debe hablar
ahora del extremo opuesto a la avaricia: la prodigalidad. Lo propio de
la prodigalidad es “excederse en la donación de las riquezas y fallar en su
conservación y adquisición, al contrario de la avaricia, a la cual compete
fallar en la donación y sobreabundar en la adquisición y retención”[43].
El pródigo despilfarra el dinero, siendo incapaz de conservar lo adquirido,
muchos políticos han sido y son extraordinariamente pródigos, y si bien no se
han cuidado de ocultar sus tremendos dispendios sí han ocultado una de las
grandes motivaciones que los ha llevado a la política: la lujuria. Así es, han
leído bien, en el caso del pródigo: ¨”lo más frecuente es que se deslice hacia
la intemperancia, bien porque el que derrocha en otras cosas no tiene tampoco
reparo en despilfarrar en placeres, a los que tanto inclina la concupiscencia
de la carne, bien porque, al no encontrar deleite en el bien de la virtud, se
busca en los placeres corporales… muchos pródigos se vuelven lujuriosos”[44];
y podríamos decir también, los políticos lujuriosos se caracterizan por su
prodigalidad.
Es importante recalcar lo
siguiente: prodigalidad no significa generosidad, sino incapacidad para conservar
las riquezas, pero lo que es peor en el caso de la política es que todos
aquellos que son incapaces de conservar las riquezas, no están dilapidando su
fortuna, sino el dinero que proviene de los impuestos, dinero que sirve para
dar satisfacción a su afán desmedido de placeres carnales. Ya casi al final de
nuestro recorrido por los pecados sociales de la política, constatamos como
unos pecados llevan a otros y se hermanan con otros, en este caso, la
prodigalidad y la lujuria van de la mano. Y sin embargo, el pródigo es menos
nocivo que el avaro, ya que el primero “peca contra otros al no dar lo que
debe, y peca contra sí mismo por no gastar lo necesario para sí” mientras que
el pródigo “se perjudica a sí mismo y a algunos, pero es útil para otros” [45].
El político pródigo es de aquellas personas que se puede decir que redistribuye
la riqueza, pero lo hace injustamente, ya que usualmente le quita el dinero a
personas que lo han ganado con un trabajo honesto para dárselo a otras que
viven y se hacen ricos con trabajos típicamente deshonestos.
CONCLUSIÓN
En síntesis, la destrucción
del tejido social es una de las mayores miserias posibles en política y un
resultado evidente y visible de todos aquellos que se dejan dominar por los
pecados sociales. Desgraciadamente, la fortaleza para resistir las tentaciones
derivadas del poder y la temperancia necesaria para decir no, son recursos
mucho más escasos que la actitud de los políticos que dicen: y qué tanto es
tantito o de vez cuando no hace daño. El cinismo es uno de los mayores males,
ya que no sólo implica la jactancia por las malas acciones sino la
imposibilidad de ver en qué y en dónde se está pervirtiendo la noble función
política.
Hemos hablado de los vicios,
no tanto para criticarlos sin límites -porque si criticamos en exceso corremos
el riesgo de hacer aquello que más criticamos-, sino para poner una señal de
advertencia: por aquí no deben pasar, por aquí no se construye un México mejor,
y por aquí llevamos a los Partidos al despeñadero miope y sin sentido de la
miseria política. La mayor miseria en política no consiste en ser pobre o en
perder ciertos bienes materiales, sino en no darse cuenta de las atrocidades
que resultan de conductas desviadas; quien es incapaz de identificar los
caminos torcidos es también incapaz de evitarlos; y quien es incapaz de evitar
los caminos torcidos, lo más seguro es que siga transitándolos una y otra vez,
de manera inocente, en apariencia, pero causando un daño terrible. Es cierto,
si bien la política puede producir enormes bienes también puede acarrear males
catastróficos: he ahí la nobleza[46]
y la miseria de la política; sólo lo que es grande puede llegar a grandes
alturas y sólo lo que es grande puede caer tan bajo. Así es la política y así
son los políticos: capaces de grandes y nobles acciones y capaces de actos
ruines y de obras potencialmente destructivas de la propia comunidad.
Muchos quisiéramos que los
políticos fueran, de entre todos, los seres humanos más nobles, íntegros y
capaces de cuantos hay. Este ideal tiene su raíz en la utopía del filósofo
gobernante de Platón de la cual ya hemos hablado. Nada cuesta soñar, pero
cuesta mucho pesar ver la triste realidad de nuestra política: plagada de
vicios, incompetencia y estupidez, de falta de nobleza y altruismo. Nuestra
política, nuestra triste realidad política: tan lejos del ideal y tan cerca del
pecado y sin embargo, la única forma de mejorar la política es estar en la
política y tratar de hacer algo diferente; para esto debemos trabajar: para
hacer de la política algo más noble, y no sólo la feria de vanidades en la que
muchos se ufanan de haber cometido el mayor pecado posible sin ser
descubiertos… todavía.
[1] Esta
desvinculación puede remontarse a las Críticas de Kant. Kant estableció dos
usos de la razón: uno teórico, basado en formas puras a priori y uno práctico,
basado en el imperativo categórico. Sin embargo, la tradición clásica defendía
la unidad de la razón: siendo una la razón, no existe una brecha entre teoría y
práctica, ya que la teoría sólo es tal en función de la práctica: no se pude
teorizar en aquello que no se ha vivido; Kant contradice este principio ya que
teorizó e incluso describió cosas que nunca había visto ni experimentado. La
antropología aristotélico-tomista establece la distinción entre sensibilidad y
entendimiento, pero no su desvinculación. Desde el punto de vista de la teoría
y de la práctica, los clásicos dedicaron un tratado especial a la metafísica y
otro a la ética, pero su concepción de la razón era unitaria: es la misma la
razón que llega a las nociones trascendentales y la que propone sus objetos a
la voluntad. La distinción entre razón teórica y práctica es entonces un
artificio, una división subrepticia que introduce aquel que renuncia a la
congruencia en la vida y que por ende, instala la falsedad moral como lema: si
se piensa una cosa, se dice otra y se hace otra, el falsario podrá argumentar
que se debe a la desvinculación entre razón y acción. Se puede pensar de una
manera y actuar de otra manera totalmente contradictoria. Esto sólo es señal de
un espíritu mezquino, mediocre e incapaz de actuar de conformidad con sus
mandatos racionales.
[2] Santo
Tomás de Aquino. Suma de Teología (en adelante citada como ST). Madrid,
La Editorial Católica, 2001. II-II. q. 105 a . 1.
[3] El
régimen político que defendería esta respuesta es el sultanato, para el cual,
el súbdito es parte de las posesiones del señor, a la inversa, en un sistema
democrático, el súbdito, o sea, el que está sujeto a la voluntad de otro(s) es
el gobernante. La cultura cívica de quienes defienden la idea del
presidente-jefe es propia de súbditos, no de ciudadanos: “el súbdito es...
parte del patrimonio del señor. El ciudadano ya no lo es…” Sartori. La sociedad
multiétnca. p. 101.
[4] Pero
el líder puede llegar a ser superior a su pueblo si se dan dos condiciones: si
está al servicio del pueblo y si este servicio implica el compromiso con el
bien común. En este caso, hablamos del gran estadista, que consagra su vida al
servicio de sus semejantes.
[5] Lo
que equivale a decir que el sujeto de la soberanía no es el pueblo-masa.
[6]
Respecto a este tema Cf.: “Dilemas éticos de la resistencia civil”, en Bien
común y gobierno. No. 48, noviembre de 1998. p. 108-112. El artículo se
ubica en la sección de Debate, la cual se dedicó a la resistencia civil y la no
violencia.
[7] Graham T. Allison. “Modelos
conceptuales y la crisis de los misiles”. En La hechura de las políticas.
México, Miguel Ángel Porrúa, 1996. p. 191 et passim.
[8] ST. II-II. q. 107, a . 1 sed 1.
[9] Ibid.
Sed. 2.
[10]
Ibid. a. 2.
[11]
Idem.
[12] Dice
Séneca: “Esta es la ley del beneficio: que el bienhechor debe olvidarse de él
lo antes posible; que el beneficiado debe recordarlo”. Cf. Ibid. a. 3.
[13] En
sentido estricto, la vindicación no es considera por Santo Tomás como vicio
opuesto a las virtudes sociales; sin embargo, la venganza ilícita sí lo es, de
aquí la razón para incorporarla a los vicios sociales.
[14] ST. II-II. q. 108. a . 1.
[15] Cf.
Javier Brown César. “Rawls y las concepciones objetivas de la justicia”, en Bien
común. No. l 97, enero de 2003. p. 17-19.
[16]
Ibid. ad 5.
[17]
Parafraseando a Max Weber, podríamos decir que el Estado se puede definir por
poseer el monopolio de la venganza legítima, definición que parece más precisa
a la que considera al Estado como poseedor del monopolio de la fuerza. En la
actualidad, el uso de la fuerza se ha vuelto legítimo para proteger intereses
privados mediante corporaciones para policíacas; sin embargo, sólo el Estado
puede garantizar que se dé una justa administración de los castigos y las
culpas, mediante una institución de interés público, si esto no sucede, la
administración de justicia por propia mano es el recurso frecuente, pero esto
no significa que sea una forma de venganza legítima, ya que implica la
regresión a la noción de justicia vindicativa pura.
[18] q. 110 a . 1.
[19]
Aristóteles. Ética a Nicómaco, citado en Idem.
[20]
“siendo las palabras signos naturales de las ideas, es antinatural e indebido
significar con palabras lo que no se piensa”. ST. II-II. q. 110 a 3.
[21] ST. II-II. q. 111
a . 1.
[22] Ibid. a. 2. ad. 1.
[23] “…
nunca se detienen a pensar qué es lo que deben hacer, sino en cómo pueden
agradar con lo que hacen a los hombres”. San Gregorio. Citado en Ibid. a. 2.
[24] “El
hipócrita… es un raptor avaro, que se apropia de las alabanzas debidas al
comportamiento ajeno”. Ibid. a. 3.
[25]
Ibid. a. 4.
[26] “lo
mismo que los comediantes (hipócritas), en sus diferentes papeles, hacen de lo
que no son”. Ibid. a. 2.
[27] ST. II-II. q. 112 a . 1.
[28]
Idem.
[29]
Aristóteles. Ética a Nicómaco. Citado en Idem. a. 2.
[30] ST. II-II. q. 113. a . 1.
[31]
Ibid. a. 2.
[32] St. II-II. q. 115. a . 1.
[33]
Idem.
[34]
Desde luego, el antídoto a la adulación es la capacidad para decir cosas que
pueden entristecer a otros, “para conseguir un bien o evitar un mal”. Idem.
[35] ST. II-II. q. 116 a . 1.
[36]
Idem.
[37]
Aristóteles. Ética a Nicómaco. Citada en ST. II-II. q. 117 a . 2
[38] ST. II-II. q. 118. a . 1.
[39]
Ibid. ad 2.
[40]
Idem.
[41]
Ibid. a. 6.
[42] Cf. ST. II-II. a 8.
[43] ST. II-II. q. 119 a . 1.
[44] Ibid. ad. 3
[45] Ibid. a. 3.
[46] Pío
XII decía que entre las actividades más importantes, sin duda la más destacada
y la más nobles es la vida política. La expresión doctrinaria de esta
afirmación es el principio del primado del orden político.
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