DILEMAS ÉTICOS DE LA
RESISTENCIA CIVIL
Javier Brown César
El movimiento de resistencia debe enseñar la libertad y la democracia
Adam Michnik
Cuando en 1891 Mohandas Gandhi se
traslada a Natal y decide no aceptar la injusticia como parte del orden natural
de Sudáfrica y defender su dignidad como indio y como hombre, concibe el
fundamento de la resistencia pasiva -el satyagraha[1]-,
y el método para reparar la injusticia basado en el sufrimiento para resistir
al adversario sin rencor y en la lucha sin violencia. Durante el presente
siglo, la no-violencia ha sido una estrategia exitosa, para oponerse a
decisiones o leyes injustas, a la discriminación racial, al corporativismo,
etc., y se ha aplicado de manera exitosa en Rusia, Alemania, la India, México,
Estados Unidos, Noruega y Corea del sur, entre otros países. Los resultados
logrados en estos países evidencian su
eficacia, pero el dilema ético se ha planteado también: ¿es legítima esta forma
de lucha? ¿Si es legítima, bajo qué tipo de circunstancias y bajo qué
condiciones debe darse?
LA CUESTIÓN ÉTICA
La resistencia civil, es un movimiento organizado que se origina en un
conflicto de intereses entre el gobierno y la sociedad civil, buscando esta
última la solución a través de la oposición a ciertos actos de gobierno o
inclusive manifestando de manera abierta, la desobediencia a actos emanados de
la autoridad o a determinadas leyes. La resistencia civil es una de las tantas
formas como dos o más poderes pueden oponerse entre sí. Las formas de oposición
pueden ser más o menos violentas, pudiéndose establecer un continuo que va de
la Revolución, hasta la lucha política no-violenta.
En su teoría general de las revoluciones, Aristóteles establece que
“todos los sistemas políticos, por diversos que sean, reconocen ciertos
derechos y una igualdad proporcional entre los ciudadanos, pero todos en la
práctica se separan de esta doctrina”[2]. La
separación que se da entre los derechos que deberían ser reconocidos por el
sistema político y los derechos realmente reconocidos es causa de múltiples
injusticias y puede llevar a la revolución. Las revoluciones proceden o
empleando la violencia o la astucia o una combinación de las dos. “La violencia
puede obrar desde luego y de improviso, o bien la opresión puede venir paulatinamente;
y la astucia puede obrar también de dos maneras, pues primero, valiéndose de
falsas promesas, obliga al pueblo a consentir en la revolución, y no recurre
sino más tarde a la fuerza para sostenerla contra su resistencia... En segundo
lugar, la simple persuasión basta veces para que la astucia conserve el poder
con el consentimiento de los que obedecen, así como fue bastante para que lo
adquiriesen”[3].
En la concepción marxista, toda revolución consiste en una
transformación violenta surgida del antagonismo de clases, o de la
contradicción entre el movimiento de las fuerzas productivas y el estado de las
relaciones sociales, con el fin de hallar una forma armónica entre ambos. Así,
el problema de la legitimidad de la revolución (¿es la revolución un medio
legítimo para librarse un pueblo de la opresión de un tirano...?[4])
lleva implícito la justificación de la violencia o incluso en algunos casos, la
apología de la misma. La lucha política no violenta, por su parte, prescinde de
la violencia para armonizar los antagonismos.
A pesar de sus diferencias, la revolución y la lucha política
no-violenta llevan implícito, en el fondo, un dilema ético común: ¿es justo
oponerse a la injusticia[5]? Si
suponemos, a priori, que tanto la revolución como la lucha política no-violenta
buscan el mismo fin[6],
el dilema ético se plantea entonces en el terreno de los medios más adecuados
para llegar a la armonía política y social.
ALGUNOS MOMENTOS DEL DEBATE
En la segunda mitad del siglo V a.C., el sofista Hippias de Elis
distinguió entre la ley natural y las leyes civiles: las leyes civiles
tiranizan a los hombres y les obligan a acciones contrarias a la naturaleza,
por lo que la ley natural debe prevalecer sobre éstas. La distinción entre
estos “ámbitos de legalidad” ha sido fundamental, no sólo para la teoría
estoica[7]
originada en Zenón de la necesaria adecuación de las normas humanas a las
normas naturales, que supone la ejemplaridad de las últimas, sino también para
el iusnaturalismo posterior. Toda concepción iusnaturalista lleva implícita la
concepción de que la ley humana es siempre perfectible y que su modelo es una
ley anterior, inscrita en lo más profundo de la naturaleza humana. Cuando la
ley humana atenta contra la ley natural se da un conflicto “legal” que puede
causar injusticia, opresión o muerte.
Uno de los más grandes esfuerzos de la filosofía platónica es el
esclarecimiento de aquellas virtudes que están ordenadas a la vida pública,
para la conformación de un Estado ideal a partir de una práctica diferenciada
de la virtud de acuerdo a un esquema pedagógico progresivo y selectivo. El
dilema planteado en el diálogo Gorgias se
refiere a la virtud de la justicia y se puede resumir así: ¿es peor ser víctima
de una injusticia o cometer una injusticia?[8]; esta
pregunta sigue teniendo un gran valor en nuestros días. Si la justicia es una
virtud eminentemente política que tiende al establecimiento de un orden,
entonces ser injusto es romper o alterar este orden y atentar entonces contra
la comunidad política. Por ello, oponer a una injusticia otra injusticia,
equivale a causar(se) más daño del que ya se ha ocasionado. He aquí entonces un
primer matiz fundamental: la forma de oponerse a la injusticia no debe ser, en
sí misma, causa de injusticia; el principio es: no oponer actos iguales a actos
iguales (violencia con violencia, calumnia con calumnia, etc.). Sólo así se
garantiza la plena justificación moral de la lucha contra la injusticia[9].
Existe además otro matiz importante en la cuestión: no sólo es justo
oponerse a la injusticia, sino que es también moralmente necesario: “Cometer la
injusticia no es… más que el segundo mal en cuanto a la magnitud; pero
cometerla y no ser castigado, es el primero y el más grande de los males”[10].
De ahí que tolerar la injusticia no sólo garantiza la impunidad, sino que
también puede legitimar la opresión o lo que es peor, el totalitarismo[11].
El dilema es llevado por Santo Tomás de Aquino al plano legal en la Suma Teológica. La quaestio[12]
es que: “Parece que quien está sujeto a la ley no puede actuar si no es
ajustándose a sus términos”. Tres argumentos se dan a favor: 1º. Una vez que
las leyes se han establecido no es lícito juzgarlas, más que en sus propios
términos. 2º. Sólo pueden interpretar la ley quienes la han instituido. 3º. No
se puede interpretar el pensamiento del legislador, sino de acuerdo a los
términos de la ley. Los argumentos parecen sólidos, pero Santo Tomás responde
negativamente a la quaestio: “... toda ley se instituye para el bien común de
los hombres, y tiene fuerza de ley en tanto se dirige a tal fin; pero si se
aparta de él, ya no tiene fuerza obligatoria”[13].
(I-II q. 96 a
6). Así, la condición para que una ley sea desobedecida es que atente contra el
bien común, de alguna manera; pero por la misma razón, todo acto de resistencia
no debe atentar tampoco contra el bien común: por ejemplo: deben respetarse los
espacios y los bienes y servicios públicos, deben respetarse las propiedades y
el tiempo de las personas, etc. Es en estos aspectos donde la resistencia civil
se opone de la manera más clara a los movimientos denominados revoluciones, los
cuales conllevan daños a personas, propiedades, espacios, bienes y servicios[14].
En este siglo, Ronald Dworkin plantea la cuestión respecto a un dilema
eminentemente práctico: “¿Qué trato ha de dar el gobierno a quienes desobedecen
las leyes de reclutamiento por motivos de conciencia?” La cuestión es ubicada
nuevamente en el plano eminentemente legal: “La Constitución funde problemas
jurídicos y morales, en cuanto hace que la validez de una ley dependa de la
respuesta a complejos problemas morales, como el problema de si una ley
determinada respeta la igualdad inherente de todos los hombres. Esta fusión
tiene importantes consecuencias para los debates referentes a la desobediencia
civil...”[15].
La respuesta dada por Dworkin se basa en la diferenciación entre dos
niveles o tipos de normatividad: “Toda norma jurídica se apoya, y
presumiblemente se justifica, en virtud de un conjunto de directrices políticas
que supuestamente favorece y de principios que supuestamente respeta. Algunas
normas (por ejemplo, las leyes que prohíben el asesinato y el robo) se apoyan
en la proposición según la cual los individuos protegidos tienen derecho moral
a verse libres del daño proscrito. Otras normas (por ejemplo, las disposiciones
más técnicas contra los monopolios) no se basan en suposición alguna de un
derecho subyacente; el apoyo les viene principalmente de la supuesta utilidad
de las directrices económicas y sociales que promueven, y que pueden estar
suplementadas por principios morales...que sin embargo no consiguen el
reconocimiento de un derecho moral contra el daño en cuestión”[16].
De ahí que la respuesta dada por Dworkin parezca concluyente respecto al
caso planteado, ya que la ley que desobedecieron quienes se negaron a
enlistarse para la guerra de Vietnam, cae dentro del espectro de aquellas
normas que se basan en la utilidad de las directrices sociales que promueven,
las cuales no implican el reconocimiento de un derecho moral contra el daño en
cuestión: “si los hombres hubieran propiciado la violencia o infringido de
alguna manera derechos de otros, se habría justificado el enjuiciamiento”[17].
De aquí también el que la desobediencia contra las normas que se apoyan
en derechos reconocidos no deba ser tolerada: . “... si un determinado
principio de derecho representa una decisión oficial [en el sentido] de que los
individuos tienen un derecho moral a verse libres de cierto daño, ése es un
poderoso argumento para que no se toleren violaciones [susceptibles de]
infligir esos agravios. Por ejemplo, las leyes que protegen a la gente de daños
personales o de la destrucción de su propiedad representan de hecho ese tipo de
decisión, y éste es un argumento my fuerte para no tolerar [formas de] desobediencia
civil que impliquen violencia]”[18].
EL FUTURO DE LA RESISTENCIA
CIVIL
A la luz de las cuestiones éticas planteadas y dados los horrores
derivados de las guerras que hemos vivido durante este siglo, es importante
considerar que la resistencia civil, como forma de lucha política no-violenta,
es una alternativa viable para oponerse a medidas injustas emanadas del poder
público. Pero la resistencia civil, para ser viable, debe de darse con
adjetivos, o sea, ser de carácter no-violento. De ahí que la forma moral y
legítima de la resistencia civil sea fundamentalmente como lucha política
no-violenta o como resistencia civil activa y pacífica (RECAP). Otro tipo de
acciones de resistencia que conlleven violencia son moralmente cuestionables.
Existe una especie de un umbral de tolerancia respecto a todo acto de
resistencia civil: por el lado del gobierno, el umbral se da respecto a las
acciones de resistencia civil que involucran daños a los derechos de otros o
que hacen uso de medios violentos. Por el lado de la sociedad civil, hay un
umbral de tolerancia respecto de la injusticia, cuando este umbral se traspasa,
la injusticia no es ya soportada[19] y se
puede llegar a la organización de la sociedad para promover acciones de
resistencia civil, las cuales se encuentran moralmente justificadas y deben
además realizarse para “castigar” la injusticia.
Finalmente, existen un conjunto de principios generales, que la
resistencia civil no violenta debe contemplar para garantizar su legitimidad
moral:
1º. La resistencia civil se justifica plenamente para oponerse a actos
injustos que emanen del poder público; y no sólo se justifica moralmente, sino
que, ante injusticias graves, se impone como una especie de “deber”.
2º. Toda forma de resistencia civil debe contemplar la absoluta
diferenciación con respecto a los actos provenientes del poder público, de ahí
el que sea necesario deslindar con claridad las estrategias y tácticas públicas
de las privadas[20].
La resistencia civil tiene un origen eminentemente privado, por lo que
cualquier forma de intromisión o manipulación por parte del gobierno de las
acciones de resistencia civil, contiene un elemento de corrupción o de
penetración o infiltración subrepticia.
3º. De acuerdo al principio ya establecido (a actos iguales no deben
oponerse actos iguales), la resistencia civil debe oponer justicia a la
injusticia, no-violencia a la violencia y orden al desorden[21].
4º. Las medidas de resistencia civil no deben atentar contra el conjunto
de condiciones materiales y espirituales que constituyen el bien de la
comunidad y tampoco contra los derechos reconocidos en la ley a las personas[22]
(derecho de propiedad, de libre asociación, de libre tránsito, de libre
expresión e imprenta, etc.). Si se diera el caso en que se atentara contra el
bien común o contra los derechos de terceros, el mal ocasionado no debe ser
mayor al mal que se busca reparar.
[1] Los Vedas, textos de carácter religioso que caracterizan el llamado
primer período de la literatura sánscrita (antes del siglo IV a.C.), establecen
dos pares de metas para toda persona: dharma-artha (moralidad-riqueza); y
kama-mocksha (deseo-liberación). Estas metas son alcanzadas mediante la
práctica del amor, regulada por sathya (la verdad), dharma (la rectitud) y
shanti (la ecuanimidad). Sathya, la verdad, es un poder que libera, pero no de
manera violenta, sino a través del amor que ilumina al corazón y despoja la
duda y las tinieblas.
[2] Política, VIII, 1
[3] Ibid, VIII, 3
[4]Esta pregunta es
(re)planteada por Kant en el contexto de una propuesta de Paz perpetua basada
en la aceptación universal de un conjunto fundamental de principios de las
relaciones internacionales, que puedan garantizar la paz entre los pueblos.
Cfr. La paz perpetua, Apéndice, II,
Axioma 1º.
[5] Con esto no quiero decir
que todos los problemas que se encuentran detrás de la legitimidad de la
resistencia civil, la revolución y la independencia, entre otros movimientos,
deban reducirse a este argumento, lo cual sería llegar a un reduccionismo ético
extremo.
[6] Concebido como la armonización
de intereses a partir del establecimiento de un orden distinto al prevaleciente
en el momento.
[7] Esta teoría parte de la
concepción de que el hombre es una parte mínima del Universo y que todo en el Universo
y en la Naturaleza es bueno, perfecto, ordenado y determinado por la Razón y la
Providencia divina. Por ello, el hombre debe ajustar su conducta y sus los
seres hacia la armonía universal.
[8] “… si fuera absolutamente
preciso cometer una injusticia o sufrirla, preferiría sufrirla a cometerla”.
[9] Un
ejemplo de la aplicación de este principio se dio en Polonia la década pasada:
“... el movimiento polaco no ha crecido asemejándose a sus oponentes; su
respuesta a la violencia totalitaria y a la mentira no han sido la violencia y
la mentira... al contrario, con una rotura radical ha cedido completamente
estos instrumentos a su adversario gubernamental y ha buscado su fuerza en
fuentes totalmente diversas que incluyen especialmente las actividades
pacíficas multitudinarias de una vida civil”. Jonathan Schell. “La lucha no-violenta en
Polonia y lo que podemos aprender de ella”. En Señal, No. 1607, septiembre de 1990, p. 25
[10] Platón, Op. cit.
[11] La cuestión planteada por
Erich Fromm en El miedo a la libertad
es ¿cómo es posible que un pueblo libre como lo era el alemán, haya estado
dispuesto a someterse a un régimen fascista? La tesis que desarrolla Fromm es
simple: ante una situación inusual de libertad garantizada por el desarrollo
económico, el hombre no sabe qué hacer con esta libertad ganada, así que se
somete a figuras carismáticas que determinan el uso o no-uso de la libertad
recién conquistada.
[12] La quaestio escolástica
deriva de la lectio (o lectura de las Escrituras acompañada de comentarios
literales o alegóricos) y consiste en preguntas que surgen espontáneamente ante
la dificultad inherente a los textos leídos o glosados.
[14] “El uso de la violencia
destruye los fines y los medios al mismo tiempo”. Jonathan Schell, Op. cit.
[15] Ronald Dworkin, Los derechos en serio, Barcelona,
Planeta, 1993, p. 276.
[19] Dice Gandhi que “Si un
gobierno comete una grave injusticia, el súbdito debe retirar su cooperación
total o parcialmente, de manera suficiente para apartar al gobernante de su
iniquidad”. Citado por Czeslaw Milosz en Adam Michnik. Cartas desde la prisión y otros ensayos, México, Jus, 1992, p. 5
[20] La obra clásica al respecto
es The politics of nonviolent action
de Gene Sharp. El autor enumera 198 diferentes tácticas no-violentas
clasificadas en tres grupos: 1. Tácticas de persuasión y protesta. 2. Tácticas
de no-cooperación económica, social y política. 3. Tácticas de intervención
política.
[21] Aunque también se puede
oponer a un “orden” totalitario y represivo un orden libre, democrático y
plural.
[22] Dentro de las tácticas que
propone Gene Sharp, las llamadas de máxima fuerza (como desobedecer a agentes
coactivos del adversario, realizar elecciones paralelas, llevar a cabo una
huelga general o establecer un sistema fiscal paralelo) son las que podrían
llevar a mayores daños, pero aún así, sus posibilidades para atentar contra el
bien común o contra los derechos de terceros no son tan grandes.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario