Nos hemos acostumbrado a vivir así,
un día tras otro, semana tras semana, por tantos años que cuesta trabajo
recordar cuántos son. Hay que despertarse muy temprano, antes que claree, para
bañarse rápidamente con el agua que esté disponible, a veces tibia y en época
de invierno tan fría que penetra hasta la médula de los huesos y paraliza tus
emociones al grado de sentir un golpe rotundo de hielo sobre el cuerpo. Luego
ya desperezados y en ayunas salir todavía sin sol, sintiendo el frío de la
mañana que congela el corazón y paraliza las emociones, para bordear las calles
insolentes, infames, vacías, para arremolinarse en torno al transporte público,
esperando un lugar en la larga fila que comienza a nutrirse apenas clareando, y
subir como animales, uno tras otro para pagar la tarifa sin siquiera ver la
mano anónima que la recibe desganada, rutinaria, y si tienes suerte ocupar un
lugar ahí donde los sueños de los pasajeros se reúnen hasta que por una especie
de reloj automático bajan como autómatas en sus lugares de destino, y si no,
aguardar de pie, observando cómo nadie cede su asiento al desvalido o al
enfermo, al anciano o a la embarazada, a los niños inquietos que van a la
escuela como otros vamos al trabajo, con el tedio que asoma a los ojos, con el
odio que circula por las venas, con el resentimiento que transpira en cada
poro. Y luego bajar para ir al lugar de trabajo, llegar y recibir la misma fría
acogida de miradas aprensivas y si acaso el buenos días o el aparentemente
correcto buen día cómo estás que no espera respuesta, porque a nadie le
interesa en realidad cómo está uno, sino sólo repetir una fórmula gastada que
se puede decir una y mil veces, como la absurda maquinaria de un reloj de
cuerda que repite su rutina hasta que se agota su energía. Y de ahí a hacinarse
en el lugar de trabajo, unos al lado de otros, olores y humores malviviendo
hora tras hora en lo que el reloj avanza despacio, segundo tras segundo,
sosegado y en apariencia interminable. Quienes pueden desayunan una hogaza de
pan y un café, y los más respiran hambre hasta la hora del almuerzo, robando
tiempo al tiempo, con la esperanza de que algún día su jefe los vea y se dé
cuenta que existen, y ofrezca el anhelado ascenso. Y todo consiste en atender a
la gente, como si fueran bultos animados de problemas y achaques, esperando que
dé la hora de salida, para repetir la rutina de regreso, y de nuevo a hacer
fila frente al transporte público, anhelando un lugar en el que descansar el
hastío y el tedio y arrumbar el cuerpo molido a punta de horas absurdas. Y de
regreso a casa ver dormir en el transporte a los afortunados que pueden hacerlo
sentados o parados y oler los sudores de un día ajetreado y los hedores
venenosos del odio que exuda en el cansancio del día, todo para llegar a casa
de noche, ya sin luz y sin sombras, con la mirada inquieta de quien espera
llegar con bien. Y una vez en casa ser recibido por la cama unánime que es la
única capaz de arropar las esperanzas casi perdidas y dar consuelo a una cabeza
que durante el día se alimentó de rumores interminables, de odios mal
canalizados. El fin de semana, para descansar del tedio puede uno ir a las
tiendas bonitas y ponerse el atuendo guardado con celo sólo para esos días, un
poco luido y remendado, pero suficientemente digno como para que no te echen de
la tienda, pero no tanto como para que te respeten y se dignen mirarte, y así
recorres los centros comerciales viendo, porque el dinero no alcanza para lo
que quieres y anhelas, y ves con ilusión lo que quisieras pero no puedes
comprar, y esperas a que alguien se dé cuenta de que existes y te saque de tu
vida rutinaria, miserable e insensata. Y al final se termina tu fin de semana y
de vuelta a la rutina y a la densa oscuridad de una vida que sólo tiene sentido
cuando puedes soñar que eres alguien más. Es la batalla de todos los días,
semana tras semana, por años y años. ¿Por qué somos capaces de resistir? No lo
sé. Tal vez porque nos hemos acostumbrado a vivir así.
Febrero 8 de 2017
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