Por Javier Brown César
Viajar en el metro es una aventura que te puede costar la cartera,
la salud o incluso la vida. Desciende uno a las profundidades de un inframundo
salvaje, de una realidad inmarcesible en su humillante hacinamiento y
pestilencia. Millones de seres que viven en la ley de la jungla, sin sonreír,
con la fatiga que devora sus rostros, con el hastío que otea en sus ojos. Baja
uno al hobessiano estado de la guerra de todos contra todos, en el que la
cortesía y la solidaridad son exóticas y marginales. Desciende uno al submundo
en el que, al sonido de los últimos pasos exhaustos y exánimes que abandonan
las vías, proliferan las ratas en los túneles; de día el pulular de la plebe,
de noche el asedio de los roedores. Se adentra uno al vagón que lo llevará a su
destino inexorable, si es que entra, y se ve rodeado de la hostilidad más recóndita
del ser humano, de esa que emerge en los peores momentos: en los desastres, en
las guerras, ante el abismo de lo inminente ominoso. Una vez dentro, vive el
atropello constante, los empujones y rabietas, el equilibrio físico de cuerpos
hacinados que se hostilizan unos a otros. El otro día cedí el lugar a una
persona seguida por su pareja, que me empujó y me piso para pasar; ante la
cortesía espontánea, el salvajismo del hartazgo, la bravuconería propia de
quien humilla porque es a su vez humillado. ¿Y las autoridades? Viajando por
avenidas construidas por encima del metro, para la gente que puede darse el
lujo de vivir viendo el sol, a cambio de que muchos más, viajemos en el subterráneo
mundo de la luz artificial, de las batallas campales de todos los días, del
tedio incruento que asedia nuestras vidas… de lunes a viernes. De lunes a
viernes.
Enero 29 de 2017
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