Todo fue perfectamente planeado,
nada dejé al azar. Un diecinueve de septiembre la visité en el día de su
cumpleaños para establecer mi coartada, celebré con sus amistades, salí de
forma prematura y afuera esperé pacientemente a que una a una abandonaran la
casa que alguna vez habitamos mi padre y yo. Cuando todos se marcharon regresé
esgrimiendo un fútil pretexto y así nos quedamos solos en un ambiente de
manifiesta tensión y evidente conflicto. Fue entonces que le eché en cara mis
más profundos resentimientos, la ira contenida se desató en una larga narración
de mis desventuras y sinsabores. Al final me vio con un enojo que se hacía
evidente en el tono rojizo de su rostro, y fue en ese momento que la golpeé
directamente en la frente, cayó desmayada y supe que había llegado el momento,
agarré su cuello con mis manos y lo apreté con violencia ejemplar, en su
desmayo reaccionó con espasmos violentos, luchando desde la inconciencia para
tratar de liberarse del inhóspito arrebato de furia. La vi luchar con sus
fuerzas restantes, agitar sus piernas y brazos en sorpresiva plegaria, hasta
que el color azul inundó su rostro y las últimas excrecencias abandonaron su
cuerpo para dar paso a un último aliento. Entonces la tomé en mis brazos, emulando
el gesto agónico de la Piedad de Miguel Ángel y la conduje al féretro que había
dispuesto, clavando su caja mortuoria para sepultarla en el sótano de la casa,
donde hoy todavía descansa. Me alejé y dejé todo al destino.
Al paso de los días fue evidente su
desaparición, pero nada dije y oculté todo a todos. Con el transcurrir del
tiempo empecé a sentir, en el fondo de mi ser, la llamada de la conciencia, el
remordimiento que corroe las entrañas, el arrepentimiento que impide el sueño.
Y un buen día la perdoné por todas las afrentas y la quise ver de nuevo, pero
me di cuenta que había asesinado a mi madre, al ser que me dio la vida, a la
persona que casi muere para verme vivir, a quien me alimentó en mis primeros
días, a quien nutrió mis primeros esmeros, a quien alentó mis primeros pasos.
Hoy, con la conciencia intranquila y el alma desecha vago por las calles sin
encontrar consuelo, odiándome a mí mismo por mi acto abominable, y grito desesperado
a quien me ve que cometí el crimen más artero, más vil y repugnante del que un
ser humano es capaz. Hoy son un ser desecho, un vil despojo de lo peor del
género humano, un gusano hediondo que se atrevió a la peor de las
abominaciones. Hoy pido perdón a quien quiera que me escuche, a un dios que no
sé si me brinde consuelo, a un jurado que seguramente me condenará. Vago
moribundo por estas calles inciertas, con la terrible culpa y la mala
conciencia de quien asesinó a una anciana inocente, a una mujer buena, a la luz
de mis días, a mi madre.
Agosto 28 de 2016
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