Pararse de la cama temprano, como si
fueras a trabajar, desayunar cualquier cosa porque se hace tarde, como si
fueras a trabajar, y presionado con el tiempo encima porque tienes que llegar
antes que cierren la puerta de la escuela, tal como pasaría si llegaras tarde
al trabajo y no alcanzas a accionar los biométricos antes de la hora límite de
entrada. Y llegas a la escuela y un maestro te dice lo que hay que hacer, como
si estuvieras en una oficina en la que con o sin jefe sabes que tienes que sujetarte
a cierta rutina. El recreo es el único momento en el que somos realmente libres
y jugamos aprovechando al máximo los escasos minutos que tenemos para hacerlo, y
en el trabajo, el único tiempo libre disponible es para comer sintiendo siempre
la presión del reloj que pende sobre nuestras libertades para señalar la hora
del regreso a la rutina. Terminar el día en la escuela para regresar a casa y
sentir que se es libre por algunos instantes, sólo para escuchar la voz que nos
impera: ¡a hacer la tarea! Y así, día tras día, se forja la rutina, la
inflexible rutina que nos habitúa a ser triviales, banales, absurdos. Somos lo
que éramos como niños pero ahora yendo a trabajar; la escuela nos quitó lo
rebeldes, lo inventivos, lo inquisitivos, ahora nada más miramos el reloj,
esperando que dé la hora de salida para huir de este infierno insensato en el
que nos metimos todos, por estudiar en la escuela.
Febrero 26 de 2017
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