jueves, 23 de febrero de 2017

Cuento: Vivir al día

Por Javier Brown César


Se reinventaba a sí mismo todos los días, lo hacía porque era millonario y su fortuna era suficiente para comprar cada nuevo día un auto diferente del que había conducido ayer sólo para no aburrirse, un nuevo aparato de sonido que develara las más recónditas sonoridades de sus grupos favoritos, desde luego ropa diferente, nuevos amantes, otras aventuras y vivencias inéditas. Era la expresión última de lo que es vivir al día, no como quienes cada mañana desentrañan la trama de su humana supervivencia, sino de quien se puede reinventar perpetuamente: hoy en Madrid, mañana en Antigua, pasado mañana en Canberra y luego en Cartagena de Indias. Y cada día es el interminable viajar de ciudad en ciudad, por obra de la súper abundancia de quien no tiene que pensar, porque su vida consiste en una interminable sucesión de momentos placenteros. Hoy puede ser músico y mañana gran poeta, porque siempre encontrará, en las burbujas irreverentes de la champaña, infinitas compañías aduladoras e incondicionales sujeciones: siempre hay alguien dispuesto a decir que el cielo es café y el mar es blanco, si alguien poderoso lo afirma contundentemente. Al reinventarse de esta forma, diariamente, perdía el sentido de quién era, porque como bien lo dice el gran Borges "la identidad personal se basa en la memoria". Su identidad se basaba en la persistencia del flujo del dinero, pero como creo recordar que afirmaba Marx el dinero no tiene memoria o tal vez lo dice Simmel en su Filosofía del dinero, para el caso no importa; el desmemoriado dinero pasa de mano en mano, incapaz de recordar a su último amo, sin lealtad alguna con quien antes lo poseyó, es el más traicionero de los objetos mundanos y a la vez el más dinámico, porque -eso sí lo dice Marx- es el equivalente general del valor. Un buen día, el dinero se fue de las manos del millonario y entonces se quedó sin su memoria, despersonalizado, ya no era reconocido por nadie y, desde luego, no se podía reconocer a sí mismo, no sabía quién era. Llegó así al umbral de la locura y lo traspasó, porque mucho peor que tener la vista y quedarse repentinamente ciego es quedarse pobre habiendo sido millonario. La nostalgia de su vida anterior lo aniquiló, lo redujo a esperpento humano a vil piltrafa, que tuvo que vivir hasta el final de sus miserables días una existencia indigna y humillante.

 

Febrero 21 y 22 de 2017

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