Si me vieras pensarías que soy un
topo humano. Salgo de los túneles con una lámpara amarrada a la cabeza,
provisto de golosinas en charola especialmente diseñada para optimizar el
espacio, más no así la carga. Trepo por escaleras de piedra, como lo hicieron
mis ancestros, pero ahora bordeando personas para ofrecer mis productos a una
multitud exaltada que siempre es diferente, pero que con el tiempo llegas a
pensar que es la misma: parejas ensimismadas, alguno que otro solitario
extasiado y si tienes suerte alguna familia; estos últimos son los más amables,
porque saben lo que es trabajar para ganar el sustento. Con mis botanas sobre
la cabeza subo y bajo varias veces para tratar de cubrir mi cuota mínima de
ventas, extenuando mi cuerpo hasta límites insultantes, cargando una y otra vez
lo mismo y diciendo la misma cantaleta. Todo por vender un poco para dar de
comer a mi familia. Voy a conciertos de música que ni entiendo ni me gustan y a
veces tengo que soportar insultos, baños de cerveza, escupitajos y uno que otro
borracho inmundo que trata de propasarse conmigo. Es una rutina infeliz, pero
es la única para la que me han aceptado: llego a surtirme a los módulos de
comida y una vez con mi charola pletórica entono mi monótona retahíla de
palabras huecas, rivalizando con el grupo o espectáculo en turno. Y así, una y
otra vez. La misma rutina de siempre, saliendo de los túneles a la superficie
como topo que lo único que tiene que ofrecer es algo que no es suyo y que al
final, le da apenas para sobrevivir en la miseria. Llego hoy a casa, después de
dejar a mis hijos a cargo de su abuela, con el escaso dinero que logré juntar,
porque la mayor parte de la ganancia es para el patrón, pero al fin y al cabo
podemos sobrevivir de un trabajo que me obliga a vivir como topo humano todos
los días. Sólo espero que mis hijos no repitan la misma y triste historia de su
madre.
Marzo 1 de 2017
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