La escuela es la primera instancia
de amaestramiento humano: todos entran y salen a la misma hora, tienen su
recreo al mismo tiempo y reciben las mismas lecciones. La escuela no conoce de
diferencias, se trata a todos por igual, sin distinguir entre talentos y
habilidades, entre rezagos y carencias. Se presume que todos al mismo tiempo
son aptos para aprender a sumar y a multiplicar, que les interesará por igual
leer la Ilíada, el Quijote y la Divina Comedia, sin atender que a tan temprana
edad es prácticamente vedado, a la mayoría de los impúberes una adecuada
intelección del peso cultural de cada una de estas grandes obras. Los exámenes
son iguales para todos, así como las tareas, y con cinismo se predica la virtud
de la diferencia, de la pluralidad, de la democracia, cuando la escuela es el
instrumento por antonomasia del más cruel autoritarismo. Desmañanados comienzan
todos los alumnos sus clases aún con el sueño acumulado y asisten a las clases
con el único ánimo de encontrar un poco de variedad en medio de la más abyecta
aburrición. Y así transcurre la vida académica. Por eso, señor, es por lo que
soy tal mal trabajador. No es por disculparme, pero después de 12 años de
escuela me gustaría hacer algo diferente de lo que hacíamos ahí: no tener que
llegar temprano a un lugar cerrado, no tener que obedecer las estúpidas órdenes
de un payaso sabelotodo, poder disfrutar de tiempo libre cuando yo quiera y no
cuando el reloj lo marca. Espero que me comprenda y tome en cuenta mi
frustración para no dejarme sin trabajo.
Marzo 18 de 2017
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