El odio interno le corroía el alma.
Sin darse cuenta guardaba sutiles y recónditos resentimientos que devoraban lo
más profundo de sus entrañas. Estallaba con repentinos arrebatos de euforia
para sumergirse en profundas depresiones que no sabía interpretar, para caer luego
en un sopor, usualmente etílico, que lo inducía a dormir, pariendo sueños que
anotaba con obstinación, creyendo encontrar en ellos ocultos presagios de un
futuro glorioso. Estados contradictorios se alternaban de forma caprichosa,
como su mente caótica, que no era capaz de poner orden a una vida cuya trama se
había perdido en sus odios infantiles; no era consciente del odio que su
corazón albergaba hacia su padre, madre y
hermanos, a quienes en el día vanagloriaba y exaltaba, pero en la turbia
noche de su inconsciencia odiaba con fuerza inenarrable. El odio interno le
llevaba a dañar a quienes le rodeaban, a su familia presente y supuestamente
amada, y sin darse cuenta, era la causa de sensaciones ambivalentes en sus
seres "amados": espontáneas muestras de amor, pero la mayor parte del
tiempo, alejamiento, dolor, crueldad y recelo. Todo era normal en la vida de su
familia: se habían acostumbrado a vivir así, soportando sus vaivenes
emocionales, hasta que un buen día afloró, de lo más profundo de su mente, un
impulso irrefrenable.
Una mañana de marzo sus vecinos encontraron
tres cadáveres: dos menores atacados salvajemente con un arma blanca y una
mujer de mediana edad golpeada hasta la muerte. Y en la bañera, agonizando, estaba
él, que a punto de exhalar su último aliento, se dio cuenta de que todo había
sido por causa de un odio interno, que no fue capaz de comprender.
Marzo 13 de 2017
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