lunes, 27 de marzo de 2017

Cuento: Magnicidio


Dicen que la fama destruye de forma inevitable: vea usted el caso de las grandes estrellas del Rock and Roll, de Elvis Presley que fue incapaz de hacer frente a su recién creado imperio, de jóvenes que tuvieron que ahogarse en los excesos del alcohol y las drogas como Janis Joplin, Jimi Hendrix, Keith Moon, Jim Morrison, John Bonham, Ian Curtis, Curt Cobain, Amy Winehouse y tantos otros que fueron incapaces de tolerar la gloria repentina y la riqueza súbita. En el caso de los grandes artistas del Rock las drogas son su destino manifiesto, para los políticos no hay droga más sublime y delirante que el poder ilimitado; el artista de rock no tiene el poder para evitar que lo arresten si viola la ley, el político representa la ley y puede hacer lo que quiera con ella. Pero en política, a diferencia de en la música, no se eleva uno gracias al talento y a la genialidad; en política, el que a hierro mata a hierro muere: la elevación a las alturas olímpicas donde se toman decisiones no se da sin renuncias inconfesables, sin ingentes dosis de humillación y vileza humanas. No sabe usted cuánto tuve que sufrir, cuántas veces tuve que padecer los más abyectos ultrajes, la burla, la sorna y la discriminación, me prostituí y prostituí a otras personas, corrompí y fui activo corruptor; me rebajé a las más viles regiones de la humanidad todo para elevarme a alturas que se me prometían, como gloria repentina: después de besar el suelo y los pies de los poderosos, yo sería aquél cuyo suelo y pies besarían otros. Lo que tal vez usted no sepa, porque no lo ha vivido, es que con esta caterva de asesores y asistentes aduladores, uno se siente como una especie de dios, un humano inmortal que puede hacer todo lo que le plazca, incluso vengar las vejaciones padecidas en la piel de otra persona. Por eso la humillé de la forma más vil y cruel que se me ocurrió: fue una venganza, la golpee después de ultrajarla y dejé a su hermana así como la vio en el hospital. Espero que comprenda mis frustraciones y motivaciones, y se apiade de mí.

Estas fueron sus últimas palabras. Apunté el revólver, y le disparé al señor presidente, justo en el corazón

 

Marzo 21 de 2017

jueves, 23 de marzo de 2017

Cuento: Muros invisibles

Por Javier Brown César


No sé cómo llegamos a este nivel de salvajismo. Primero fueron los más ancianos, los enviaron a los márgenes y cerraron las puertas; pero luego, en un paso inaceptable para quienes amamos la justicia, expulsaron a todos los pobres, y les cerraron la puerta. Después sólo quedamos los más sumisos, los débiles, pero moderadamente ricos. Sobre nosotros se cerró el sistema, nosotros fuimos los últimos que quedamos dentro. Las puertas de todas las ciudades se bloquearon y quedamos aislados del resto por muros infranqueables e invisibles. De afuera sólo se ven paisajes creados, ficciones proyectadas para evitar ver el mundo de los miserables, el de los ancianos, el de la humanidad que sufre y se duele, el de la indignación y el hambre. Aquí todos somos iguales, no hay diferencias: afuera la revuelta, dicen; adentro la intolerable monotonía. Para viajar de una ciudad a otra sólo se necesita una tarjeta bancaria de identidad. Hoy todo lo mueve el dinero, quien no lo tiene no entra ni sale de las ciudades. En algún tiempo hubo mercado negro de tarjetas, pero la inteligencia desmontó las redes y literalmente asesinó a millones. Hoy todos vivimos en paz, aislados de lo que antes fue nuestro mundo, y uno a uno morimos de depresión, en medio de nuestra humillante riqueza.

 

Marzo 11 de 2017

martes, 21 de marzo de 2017

Cuento: El fracaso educativo

Por Javier Brown César


La escuela es la primera instancia de amaestramiento humano: todos entran y salen a la misma hora, tienen su recreo al mismo tiempo y reciben las mismas lecciones. La escuela no conoce de diferencias, se trata a todos por igual, sin distinguir entre talentos y habilidades, entre rezagos y carencias. Se presume que todos al mismo tiempo son aptos para aprender a sumar y a multiplicar, que les interesará por igual leer la Ilíada, el Quijote y la Divina Comedia, sin atender que a tan temprana edad es prácticamente vedado, a la mayoría de los impúberes una adecuada intelección del peso cultural de cada una de estas grandes obras. Los exámenes son iguales para todos, así como las tareas, y con cinismo se predica la virtud de la diferencia, de la pluralidad, de la democracia, cuando la escuela es el instrumento por antonomasia del más cruel autoritarismo. Desmañanados comienzan todos los alumnos sus clases aún con el sueño acumulado y asisten a las clases con el único ánimo de encontrar un poco de variedad en medio de la más abyecta aburrición. Y así transcurre la vida académica. Por eso, señor, es por lo que soy tal mal trabajador. No es por disculparme, pero después de 12 años de escuela me gustaría hacer algo diferente de lo que hacíamos ahí: no tener que llegar temprano a un lugar cerrado, no tener que obedecer las estúpidas órdenes de un payaso sabelotodo, poder disfrutar de tiempo libre cuando yo quiera y no cuando el reloj lo marca. Espero que me comprenda y tome en cuenta mi frustración para no dejarme sin trabajo.

 

Marzo 18 de 2017

domingo, 19 de marzo de 2017

Cuento: Sólo nos queda la indignación

Por Javier Brown César


"O tu che vieni al doloroso ospizio" Dante. Infierno V, 16

 

Nacimos en medio de la más terrible desolación: algunos en medio de la lluvia y el frío, sin otro cobijo que el abrazo sincero de nuestros sufrientes padres; otros la canícula que todo lo consume en vapores infernales. Mientras que otros nacen envueltos en sábanas de satín, de lino y seda, nosotros vinimos al mundo con lo que traemos encima. Nuestra vida es el infierno mismo, arrebatados de nuestras madres apenas nacidos anhelamos el seno materno que se nos niega a punta de indiferencia, porque nuestras progenitoras tienen que trabajar casi apenas dando a luz. Nos envían a criaderos inmundos, hacinados y apestados, con la consigna mínima de no dejarnos morir. Somos criados en el dolor y el olvido, sin ver a nuestras familias, habituados a una vida que será la que tuvieron nuestros padres: sangre, sudor, trabajo y lágrimas. Esto ha sido así desde varias generaciones. Quien se revela es azotado casi hasta la muerte. Estos campos de miseria y hambre son nuestra tierra, las pocas horas de felicidad ven su fin ante la inminente llegada del fuete que nos doblega y encadena a un trabajo inmundo, que todos odiamos, pero que sólo podemos dejar una vez muertos. Esta es nuestra vida y la vida de quienes nos antecedieron. Diariamente soñamos venganzas imposibles y mascullamos resentimientos inútiles, porque nuestra única convicción es que nos han quitado todo, menos lo único que no podemos perder y que es el más profundo y doloroso descontento; ante el futuro cierto y brutal, sólo nos queda la indignación.

 

Marzo 16 de 2017

sábado, 18 de marzo de 2017

Cuento: Esperanzas fallidas

Por Javier Brown César


Fueron las malas decisiones de los gobiernos supuestamente revolucionarios las que hundieron en la más terrible crisis a su familia, esos gobiernos que un día beneficiaron a su abuelo, un militar distinguido que hizo su fortuna a la sombra de las causas de la revolución. Fue el mismo sistema que enriqueció a su abuelo el causante de la pobreza actual de sus padres. Algo tenía que hacer, pero no había empleos, ni oportunidades, así que parecía que lo único que le quedaba como alternativa era lo que muchos habían elegido como el nuevo estilo de vida de las clases depauperadas: robar con el riesgo de ser atrapado por la policía o de que la víctima sacara un arma de entre sus ropas y le diera un certero tiro mortal. En esas cavilaciones se debatió y cuando ya estaba a punto de tomar una dramática decisión, revolvió cajas en el ático y lo encontró: un álbum con una enorme cantidad de sellos postales, algunos con la denominación de millones y miles de millones en alemán, de los tiempos de la gran guerra mundial que vivieron sus padres y abuelos. Se sintió rico y afortunado. Al fin sintió el agradecimiento con su abuelo miliciano y se dijo orgulloso de una familia a la que antes odió con todas sus entrañas. Así que lo único que tenía que hacer era ir a las tiendas de filatelia, para cambiar sus sellos por dinero constante y sonante; y lo hizo. Ahí, en la tienda del centro de la ciudad aprendió que el valor de los sellos postales no está dado por el monto de su valor de compra, tampoco por ser de países exóticos como Togo y menos aún por sus muy llamativos diseños; ahí aprendió que la rareza era la marca de distinción de una colección valiosa y que de entre los cientos de timbres que había en su álbum, legado precioso de su abuelo coleccionista, no había ni uno solo que valiera más que unos pocos centavos, y entre todos no alcanzaba para comprar lo necesario para ahuyentar el hambre más que un par de horas. Mierda, se dijo, muy lindos timbres, pero valen lo mismo que los recuerdos de mi pútrida familia: nada. Tiró el álbum y se alejó con lágrimas en los ojos, y el odio clavado en lo más íntimo de su resentido corazón.

 

Marzo 15 de 2017

viernes, 17 de marzo de 2017

Cuento: Paradojas de la vida

Por Javier Brown César


Desde su infancia fue un niño resentido: resentido con la vida porque no fue precisamente el más agraciado de sus varios hermanos, resentido con sus padres porque el favoritismo de ellos se volcó a los más lindos, a quienes parecían extranjeros y él era un típico representante de una raza que en el fondo, detestaban. Creció negando cualquier forma de intervención divina en los asuntos humanos: estaba convencido de que la mano del creador se había alejado de él al momento de su concepción. Y así fue durante gran parte de su vida, y en cada giro afortunado del destino atribuyó su suerte a la fortuna; pudo estudiar en colegios privados gracias a su sentido del humor más no a su despierta inteligencia, recibió becas para terminar una carrera universitaria, contrajo matrimonio con la acaudalada hija de un teniente coronel surgido de la revolución, y recibió generosos legados que utilizó con liberalidad y desenfreno. Adquirió una casa, pequeña pero suficiente para su escasa descendencia y después ganó un premio importante en un sorteo universitario. Y entonces la suerte cambió, y perdió todo: negocios, familia y riqueza; abominó de su destino, blasfemó de un poder al que no se había rendido, gritó y maldijo, hasta que un buen día, repentinamente se convirtió a la fe y a partir de ese día fue un fiel devoto: rezaba todos los días; dejó de renegar de Dios y en su lugar abrazó el amor; perdonó a su antigua familia y la buscó denodadamente, un poco tarde porque había insultado a los hermanos que ahora vivían y que heredaron el negocio familiar, porque su padre, un antiguo empresario, sabía que su hijo tenía como único don la gracia heredada y como lastre una incapacidad para emprender y actuar incompresible en una familia de emprendedores. Su acaudalada esposa ahora lo vituperaba y lo mantenía a la distancia, sus familias natural y elegida, preferían olvidarlo, pero él era un fiel devoto, un alma conversa que rezaba con inconcebible devoción. Y así, olvidado en un rincón al que se fue a refugiar, esperaba la suerte que un día tuvo y que lo había abandonado; una suerte que no ha regresado a él, por más plegarias y súplicas elevadas a las alturas, por más pensamientos positivos que, le habían dicho, le traería abundancia y prosperidad. Y hoy día sigue así, con fe indescriptible, esperando que la suerte llegue para restaurar las glorias del pasado en un cuerpo envejecido por causa de la inactividad, en un alma que ayer odió y que hoy quiere abrazar la causa del amor universal. Paradojas de la vida: la suerte no vuelve para rescatar a quien antes dilapidó fortuna y hoy espera con fervor nuevos favores y mundanas glorias.

 

Marzo 14 de 2017

miércoles, 15 de marzo de 2017

Cuento: El odio interno

Por Javier Brown César


El odio interno le corroía el alma. Sin darse cuenta guardaba sutiles y recónditos resentimientos que devoraban lo más profundo de sus entrañas. Estallaba con repentinos arrebatos de euforia para sumergirse en profundas depresiones que no sabía interpretar, para caer luego en un sopor, usualmente etílico, que lo inducía a dormir, pariendo sueños que anotaba con obstinación, creyendo encontrar en ellos ocultos presagios de un futuro glorioso. Estados contradictorios se alternaban de forma caprichosa, como su mente caótica, que no era capaz de poner orden a una vida cuya trama se había perdido en sus odios infantiles; no era consciente del odio que su corazón albergaba hacia su padre, madre y  hermanos, a quienes en el día vanagloriaba y exaltaba, pero en la turbia noche de su inconsciencia odiaba con fuerza inenarrable. El odio interno le llevaba a dañar a quienes le rodeaban, a su familia presente y supuestamente amada, y sin darse cuenta, era la causa de sensaciones ambivalentes en sus seres "amados": espontáneas muestras de amor, pero la mayor parte del tiempo, alejamiento, dolor, crueldad y recelo. Todo era normal en la vida de su familia: se habían acostumbrado a vivir así, soportando sus vaivenes emocionales, hasta que un buen día afloró, de lo más profundo de su mente, un impulso irrefrenable.

Una mañana de marzo sus vecinos encontraron tres cadáveres: dos menores atacados salvajemente con un arma blanca y una mujer de mediana edad golpeada hasta la muerte. Y en la bañera, agonizando, estaba él, que a punto de exhalar su último aliento, se dio cuenta de que todo había sido por causa de un odio interno, que no fue capaz de comprender.

 

Marzo 13 de 2017

miércoles, 8 de marzo de 2017

Cuento: Votar por los mismos de siempre

Por Javier Brown César

No señor, en este pueblo todos estamos igual de jodidos. Así nos han tenido por generaciones. Ya nos acostumbramos a vivir en el límite, siempre hambrientos y pulgosos como nuestros perritos. Vea a nuestras mujeres, trabajando desde que despunta el sol hasta después que se pone, todo para que no nos muramos de hambre y de miseria. Mire a nuestros hijos chorreados y mugrosos jugando en el lodo con los animales. Las abuelas, que son quienes más tiempo viven, cuentan la misma historia de pobreza y nos dicen que siempre se nos promete que vamos a salir de la miseria. Así es bien difícil aguantar la vida que llevamos a cuestas, por eso cada vez que uno de los mocosos cumple años lo llevamos a la iglesia para agradecer a diosito que todavía esté vivo. Los hombres dejan el pueblo para ir a trabajar fuera, preferentemente al otro lado y mandan algunos billetes verdes con los que compramos en el pueblo lo necesario para no morir de hambre. Por eso este pueblo terregoso está lleno de mujeres, niños y ancianos, porque los jóvenes se van a buscar el pan a otra parte, donde sí hay trabajo y dinero. Aquí todo el tiempo es lo mismo, deambular por el pueblo cuidándose de no agarrar las enfermedades que andan en las calles y en las casuchas, velar el sueño de los otros para que el alma no se les vaya por la indignación. El año pasado una epidemia se llevó a la mitad de los niños, nos quitó a nuestras criaturitas de nuestros brazos y nos quedamos sólo con el recuerdo de sus risas y con nuestras lágrimas. Aquí no llega nadie, ni siquiera los doctores y los maestros porque estamos lejos de todas partes. Dicen los más viejos que los ancestros huyeron a las montañas para que no los mataran, porque eran fuertes, pero ahora nos ha debilitado la distancia. Por eso, cuando alguien como usted llega al pueblo y nos dice que ahora sí van a cambiar las cosas, que votando por otros que no sean los mismos tendremos futuro, yo le digo, muy señor mío, que no creo un bledo de lo que dice. Por eso, vamos a votar por los mismos de siempre.

Marzo 8 de 2017

martes, 7 de marzo de 2017

Cuento: El topo

Por Javier Brown César


Si me vieras pensarías que soy un topo humano. Salgo de los túneles con una lámpara amarrada a la cabeza, provisto de golosinas en charola especialmente diseñada para optimizar el espacio, más no así la carga. Trepo por escaleras de piedra, como lo hicieron mis ancestros, pero ahora bordeando personas para ofrecer mis productos a una multitud exaltada que siempre es diferente, pero que con el tiempo llegas a pensar que es la misma: parejas ensimismadas, alguno que otro solitario extasiado y si tienes suerte alguna familia; estos últimos son los más amables, porque saben lo que es trabajar para ganar el sustento. Con mis botanas sobre la cabeza subo y bajo varias veces para tratar de cubrir mi cuota mínima de ventas, extenuando mi cuerpo hasta límites insultantes, cargando una y otra vez lo mismo y diciendo la misma cantaleta. Todo por vender un poco para dar de comer a mi familia. Voy a conciertos de música que ni entiendo ni me gustan y a veces tengo que soportar insultos, baños de cerveza, escupitajos y uno que otro borracho inmundo que trata de propasarse conmigo. Es una rutina infeliz, pero es la única para la que me han aceptado: llego a surtirme a los módulos de comida y una vez con mi charola pletórica entono mi monótona retahíla de palabras huecas, rivalizando con el grupo o espectáculo en turno. Y así, una y otra vez. La misma rutina de siempre, saliendo de los túneles a la superficie como topo que lo único que tiene que ofrecer es algo que no es suyo y que al final, le da apenas para sobrevivir en la miseria. Llego hoy a casa, después de dejar a mis hijos a cargo de su abuela, con el escaso dinero que logré juntar, porque la mayor parte de la ganancia es para el patrón, pero al fin y al cabo podemos sobrevivir de un trabajo que me obliga a vivir como topo humano todos los días. Sólo espero que mis hijos no repitan la misma y triste historia de su madre.

 

Marzo 1 de 2017

jueves, 2 de marzo de 2017

Cuento: Ni bueno ni malo

Por Javier Brown César


Un día mi madre me dijo que él era una buena persona, porque no le había hecho ningún mal a nadie. Cierto. Pero tampoco había hecho nada bueno por nadie. Era como una especie de figura decorativa en una amplia galería de seres que, o habían causado daños terribles, o habían sido tan buenos que merecían paraísos terrenales. La justificación de la asepsia moral es posible entonces, con lo que se legitima plenamente la existencia de aquéllos que no acarrean ningún mal, pero que tampoco producen bien alguno. Seres neutrales, en fin, no equiparables a lindos perritos que el mover la cola con fruición, concitan sonrisas y conmueven corazones; seres que, más bien, son como plantas o figuras decorativas: su existencia es aséptica, distante e intrascendente, como un viento que pasa sin mover las hojas de las copas de los árboles, como una vida que transcurre sin dejar huella alguna en sus semejantes. Este tipo de personas neutrales y distantes me recuerdan la condena que Dante hace de aquellos ángeles que, ni fueron capaces de rebelarse contra la divinidad, ni le fueron leales, y a los que el gran poeta estigmatizó al denominarlos "coro odioso": quel cattivo coro de li angeli che non furon ribelli, nè fur fedeli a Dio, ma per sè fuoro" (Infierno III). No en balde estos seres banales no están en los cantos relativos al Paraíso, sino al principio de la gran Comedia, en el Infierno.

 

Febrero 28 de 2017