LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA REVOLUCIÓN
MEXICANA
En su momento (octubre de 1999) este escrito formó
parte de una obra más amplia denominada México 2000: entre la transición y
la ingobernabilidad. El objetivo de la parte que ahora publico era aclarar
los orígenes de un régimen de dominación instaurado desde 1929 hasta el año
2000, en que se dio la alternancia en el poder sin derramamiento de sangre. La
tesis central es que los procesos de dominación actuales con base en una política
de partido elevada a política de Estado pueden ser comprendidos mejor si se
analiza el modelo original (en el sentido que le dio Angelo Panebianco en su
libro Modelos de partido) que dio origen al partido que ahora nos ha vuelto a
gobernar. El libro completo está disponible como el documento de trabajo No. 36
publicado por la Fundación Rafael Preciado Hernández (Cf. la página http://www.fundacionpreciado.org.mx/).
El fin de esta publicación es rescatar una parte relevante de un trabajo que
sin duda, ha sido poco estudiado ya que si algo nos caracteriza actualmente como
sociedad es la falta de memoria, lo que a la postre acarrea la inconsciencia y
la inocencia.
El origen del régimen
Me gustaría
iniciar con una consideración radical: cuando el 4 de marzo de 1929 se declaró
formal y legalmente constituido el Partido Nacional Revolucionario se conformó
una organización política paradójica. No es posible penetrar a fondo en el
proceso de transición política en México sin antes comprender cómo la dinámica
del régimen, desde su fundación en 1929, ha consistido en una “lucha”
autorreferencial constante, por impedir que las condiciones de posibilidad de
su existencia se conviertan a la vez en condiciones de su inviabilidad y
disfuncionalidad. La lucha política que el régimen ha desarrollado desde 1929,
y que ha permitido un período de relativa paz social, se ha dado como un
imperativo para el mantenimiento de su propia existencia, a pesar de sus
inherentes contradicciones latentes, y en el entorno de una sociedad cambiante
y cada vez más compleja.
Alrededor de
los cuatro partidos políticos que pretendieron tener el rango de nacionales se
organizaron partidos locales con carácter emancipador salidos del Congreso
Laborista de Luis H. Morones, cuyos líderes “resolvieron sus problemas
elementales sin consultar a los líderes nacionales ni al Jefe de la Nación”[3].
A raíz de la muerte de Álvaro Obregón y en un entorno político atomizado por la
existencia de una importante cantidad de partidos regionales que representaban
potenciales focos de rebelión, se explica la casi obligada convocatoria -la
alternativa era quizá la guerra civil- realizada por Plutarco Elías Calles para
conformar un organismo político nacional que dirimiera las controversias,
garantizando así la unidad en la pluralidad.
El Pacto de
Unión y Solidaridad del PNR del 4 de marzo de 1929 establecía una restricción
inicial que constituye en sí, un factor de exclusión: no solamente los partidos
que suscribían el pacto se obligaban a modificar sus estatutos para
“armonizarlos con las disposiciones constitutivas del PNR”[4]
sino que también se declaraba que el Programa de Principios y de Acción que
sintetizaba la ideología y los propósitos de la Revolución Mexicana “será el
criterio supremo de dirección y acción”[5].
Pero ¿qué pasa con aquéllos que no se identifican con la ideología y los
propósitos de la Revolución? ¿No acaso se genera una paradoja cuando se
unidimencionaliza la pluralidad en términos de ideología revolucionaria
absorbiéndose coercitivamente la pluralidad en la unidad?
Este
problema no parece grave, ya que un partido político puede tolerar la
diversidad, acogerla e inclusive fomentarla en su seno, si existe un
significado común garante de unidad; pero si se agregan dos consideraciones
adicionales, puede verse con claridad la paradoja:
1ª. Los
“representantes legítimos” que suscribieron el Pacto de Unidad y Solidaridad y
se acogieron a los Estatutos, Principios y Programas de Acción debían su poder
de decisión no al hecho de la representación de los intereses de sus militantes
lograda a través de mecanismos de consulta ordenados a identificar temas
relevantes y aportaciones significativas, sino a la atribución de una esfera de
superioridad gracias a la cual podían públicamente interpretar[6]
las necesidades de los militantes; el representante[7]
era considerado como hombre superior e intérprete del pensamiento colectivo
(esta atribución de superioridad contradice, desde luego, la capacidad del
hombre medio y exige un estadista con visión y suficiente humildad para
consultar ampliamente antes de tomar decisiones). Esta heteroatribución
equívoca de superioridad lleva ya en su seno el factor de la disidencia y la
crítica, ya que existe el riesgo siempre latente de que esta superioridad sea
puesta en cuestión por personas o sectores determinados, sobre todo a la luz de
errores políticos evidentes.
2ª. El Pacto
de Unión y Solidaridad es también paradójico debido no sólo al problema de la
representación ya mencionado sino al hecho de que, al hacerse extensivo más
allá de los líderes sólo puede mantenerse mediante gratificaciones, amenazas o
engaños, si los militantes no perciben una compensación o son beneficiados bajo
condiciones de reciprocidad. Un pacto con estas características pende del
delgado hilo de un Estado que sea capaz de proveer de beneficios no sólo a los
signantes del pacto original, sino también de distribuir beneficios a las
generaciones sucesivas, que (sos)tengan la voluntad de signar simbólicamente
este pacto, renovándolo así de manera continua.
Por otro
lado, aquellos que se atrevan a considerar críticamente el Pacto pueden llegar
a la consciencia de que éste pierde su capacidad de coordinar la acción debido
a que ha sido producto de influencias externas y no de convicciones subjetivas:
“Un acuerdo pierde el
carácter de convicciones comunes en cuanto el afectado se da cuenta de que es
resultado de la influencia externa que otro ha ejercido sobre él”[8]. Bajo
esta consideración, el riesgo inherente al Pacto es la pérdida de su carácter
vinculante y solidario, por lo que se da la necesidad ingente de renovarlo,
inclusive en otros términos (así, un pacto constituye al PNR, otro al PRM y
otro al PRI). A pesar
de esto, se puede tener plena consciencia de la influencia externa que el otro
(el caudillo) ha ejercido para suscribir el pacto y aún así mantener de manera
simulada las convicciones (del Pacto). Pero esta simulación termina y el
acuerdo se rompe definitivamente cuando los resultados de éste afectan a quien
cede, dándose una pérdida de reciprocidad y de convicciones compartidas[9]. Esta
posibilidad siempre latente de disidencia no encuentra en los Estatutos un
factor coercitivo compensatorio, ya que de acuerdo al artículo 4º para ser
miembro del PNR sólo se requiere “ser ciudadano mexicano en pleno ejercicio de
sus derechos políticos” y “no pertenecer a ninguna corporación religiosa”[10]; si
bien el mecanismo de control se encuentra aquí en la exclusión de corporaciones
religiosas de la actividad política y en el supuesto doctrinal de que los
gobiernos se integrarán con hombres de ideología revolucionaria.
La Declaración de Principios apoya la tesis de que el PNR
nace como organización política paradójica, en varios sentidos:
1º. Al aceptar el PNR “en forma absoluta y sin reservas de
ninguna naturaleza el sistema democrático y la forma de gobierno que establece
la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”[11],
pone en juego dos conceptos que parecen de entrada contradictorios: revolución
y democracia. Esta contradicción salta a la vista, cuando se extraen
consecuencias de ella en términos pragmáticos; así, en la Declaración se
determina que el PNR “luchará dentro de nuestras normas constitucionales y
legales y por medio de sus órganos constitutivos en todo el país, porque la
integración de los gobiernos se haga con hombres de ideología revolucionaria...”[12] El
hecho de que el Partido funcione como órgano de reclutamiento sólo de ideólogos
de la revolución implica ya la contradicción a una democracia entendida en
términos plurales e incluyentes.
2º. La revolución es concebida bajo la óptica marxista de la
lucha de clases en que el Partido se pone como instancia mediadora de un
proyecto inacabado: “en el orden de ideas que comprende la lucha de clases velará
por la formación y cumplimiento de las leyes que constituyen una garantía de
los derechos del proletariado, hasta ahora menoscabados por la
superioridad de los explotadores sobre los explotados”[13].
Esta concepción de la dinámica social[14], que
los líderes que conforman el PNR suscriben en su Declaración de Principios
contradice también la intención de aceptar el sistema democrático al “reconocer
[al menos en el discurso] en las clases obreras y campesinas el factor social
más importante de la colectividad mexicana”[15].
Esta retórica de elevación proletaria de origen netamente marxista reduce el
potencial de emancipación y autogestión de la Nación a estructuras de clase
obreras y campesinas que a la postre quedarán ancladas en el Partido a través
del modelo de mediación corporativa. Además, excluye (y esto contra principios
y valores democráticos) a otros actores igualmente importantes y relevantes de
la colectividad como la Iglesia y los cristeros, los intelectuales, los
profesionistas y los artistas.
3º. La forma como se concibe la relación del Partido con una
sociedad pluriétnica y pluricultural y, con una nación mexicana no compacta y
homogénea sino ante todo caracterizada por la riqueza de sus eticidades[16], es
ambigua también. Al considerar como uno de los puntos capitales de su programa
el “demandar e imponer normas legales de protección y de civilización al
conglomerado indígena del país, buscando los medios de obtener para él
igualdad de condiciones para su defensa en la lucha por la existencia, e
incorporándolo a las actividades de la vida nacional como uno de nuestros
factores étnicos más valiosos” se dan contradicciones ideológicas
flagrantes:
A. La relación con los indígenas se concibe en términos
autoritarios, paternalistas y tutelares. Por un lado se les impone normas, por
el otro, se les protege para que puedan luchar por la existencia.
B. Los indígenas se
conciben como conglomerados no civilizados (o por lo menos, imperfectamente
civilizados) que hay que organizar y civilizar mediante la imposición de
normas.
C. La concepción del indígena como menor de edad, ser con
racionalidad imperfecta[17] o
salvaje incivilizado (la cual se consideraba ya superada a raíz de la
respuestas dadas por Vitoria a la controversia sobre los derechos de los
indios) entra en contradicción franca con la consideración meramente retórica
de estas comunidades “como uno de nuestros factores étnicos más valiosos”.
Para recapitular, me gustaría señalar las paradojas
hasta el momento identificadas:
1. Paradoja de la representación. Quienes firman el
Pacto de Unión y Solidaridad se constituyen en representantes debido a una
heteroatribución de superioridad que los convierte en intérpretes públicos de
demandas individuales. En este sentido, tanto la Declaración como el Programa
de Acción no excluyen, en su formulación, el dejar de lado intereses genuinos y
generalizables en aras de una interpretación de los mismos realizada por
caudillos elevados por sus representados a una esfera casi profética[18].
2. Paradoja de la Revolución. Esta paradoja se da en
un doble sentido: en el choque frontal entre ideales revolucionarios (monismo
ideológico, exclusión[19],
homogeneidad) y principios democráticos (pluralismo[20],
inclusión[21], diversidad[22]),
y en el establecimiento de un punto de partida forjador de identidad nacional
que arranca de un acontecimiento históricamente reciente (la Revolución
mexicana) y que por ende, no puede verse todavía con suficiente perspectiva, lo
que dificulta valorar sus aciertos y señalar sus errores con claridad.
3. Paradoja de la Nación mexicana. Más allá de una
sociedad plural y multiétnica se da una exclusión de eticidades concretas: por
un lado se eleva a los campesinos y obreros a factor más importante de una
colectividad compuesta también por intelectuales, literatos, empresarios,
cristeros, clérigos y por amplios sectores marginados; por otro se concibe la
relación, por lo menos con las eticidades étnicas, en términos ambivalentes: se
les eleva y rebaja en el discurso: se les eleva como factor étnico importante y
se les rebaja como menores de edad (por lo que hay que imponerles normas de protección)
a medio civilizar (por lo que hay que imponerles normas de civilización).
Ante este conjunto de paradojas surge una pregunta:
¿Cómo comprender el acto de fundación de un régimen político que ya en la
Declaración de principios del 3 de marzo de 1929 a la vez que posibilita
su existencia crea las condiciones que a la larga lo harán inviable? La
respuesta misma es también una paradoja: este “Partido”, constituido en
régimen, ha gobernado un país durante 71 años en el siglo XX (y ahora lo vuelve a gobernar).
PNR
Si el PNR nacía como una organización política paradójica,
entonces pronto habrían de ponerse en evidencia las contradicciones inherentes
a la lógica partidista; y así fue en efecto. El primer gran reto al que se
enfrentó el recién constituido partido fue la organización de las elecciones;
la primera señal de alerta provino de un representante de la intelectualidad
mexicana (que como sector había sido excluida como “factor social importante de
la colectividad mexicana”): José Vasconcelos. La campaña vasconcelista fue la
primera señal de que en su ideología excluyente, el régimen había generado un
sector de excluidos y una oposición potencialmente riesgosa para los objetivos
de conservación del sistema.
A pesar del triunfo “arrollador” del régimen sobre
Vasconcelos, el PNR habría de enfrentar dos fuertes crisis: una en 1932, la
otra en 1935. El 25 de enero de 1930, el entonces presidente Emilio Portes Gil
emitió un Decreto mediante el cual, la vinculación partido-gobierno quedaba
legalmente instituida: “El Partido Nacional Revolucionario deseoso de asegurar
en forma sólida la vida de su organismo político y con el fin de que éste pueda
llenar las funciones para las que fue creado, creyendo conveniente exigir la
cooperación de todos sus miembros y componentes, a fin de que pueda obtener los
fondos suficientes para llenar aquellas necesidades y teniendo en cuenta que es
el mismo PNR el organismo que ha dado origen a las administraciones
revolucionarias de México y que, por lo tanto, debe contar entre sus
miembros a la mayoría de los servidores de esa administración, quienes
están en la obligación de cooperar a su sostenimiento con una pequeña parte de
los emolumentos de que disfrutan... he tenido a bien disponer que todo el
personal civil de la administración pública dependiente del Poder Ejecutivo
Federal contribuya con 7 días de sueldo, durante cada año...”[23]
En un primer acercamiento este decreto implica la
partidización de la administración pública y la institucionalización de una
administración de los asuntos públicos de corte patrimonialista. La forma como
se institucionaliza este patrimonialismo es doble: a través de un esquema de
dádivas que fluye de abajo hacia arriba (de la administración pública al
Partido) y mediante mecanismos compensatorios que fluyen de arriba hacia abajo:
“Dentro del capítulo de beneficencia se comprende la obligación del PNR de
atender a todos los miembros, empleados y funcionarios de la Federación, que
estén al corriente de el pago de sus cuotas”[24] De
esta forma se plantea un principio de reciprocidad en la administración
patrimonialista, pero este principio deja de lado las asimetrías existentes
entre los diferentes niveles de empleados y funcionarios de la administración
pública, lo que lleva aneja una desigual distribución de cargas, dádivas y beneficios,
y desiguales exigencias de lealtad y sumisión.
El Decreto resulta admirable, no sólo por su valor
histórico, sino por el telón retórico lleno de argumentaciones y
justificaciones que elevan al rango de ley un proyecto partidista, bajo
justificación de la viabilidad de las administraciones revolucionarias
(viabilidad que en el fondo no es otra más que la del propio partido). La ola
de críticas que se dieron en torno al Decreto, pone en evidencia el hecho de
que si bien la retórica puede elevar al nivel de decreto intereses partidistas,
la injusticia subyacente a una disposición con estas características resulta
una cuestión accesible a todo aquel que tenga un mínimo “sentido de la
justicia” (Rawls).
Siendo presidente del PNR Emilio Portes Gil también
consolidó en términos partidistas lo que ya había institucionalizado como
Decreto, o sea, la vinculación del PNR con el gobierno: “El PNR es francamente
un partido gobiernista... La Revolución hecha gobierno necesita de un órgano de
agitación y defensa. El PNR se enorgullece de ser ese órgano de agitación y de
defensa del gobierno. El gobierno tiene el programa de la Revolución: el
Partido tiene el programa de la Revolución y del gobierno”[25].
Esta fórmula define al régimen en sus orígenes: un partido en el gobierno, un
gobierno partidizado, un partido que a su vez tiene el programa del gobierno y
de la Revolución.
Siendo presidente del PNR Lázaro Cárdenas, el 30 de enero de
1931, Luis Cabrera (otro intelectual excluido por el PNR) pronunció una
conferencia en la biblioteca Nacional de México bajo el nombre de “Balance de
la Revolución”. En esta conferencia se elevó la voz de una visión crítica del
proyecto de la Revolución en manos del PNR:
1º. Cabrera señala su carácter patrimonialista, lo que hacía
del PNR una agencia para el reclutamiento y la colocación de élites en la
administración pública: “La revolución no ha resuelto ninguno de los problemas
políticos del país... Ni podrá resolverlos mientras esos problemas se estudien
con hipocresía, hablando para la galería y pensando en la manera de conseguir
una colocación o de obtener una curul o de escalar un puesto”[26]. La
hipocresía aquí denunciada se constituye en una lacra del régimen que se
vincula con una política pública de simulación.
2º. Cabrera pone el dedo en la llaga en un tema que hasta el
día de hoy es vigente: “El problema político de México consiste en tener leyes
que correspondan realmente a nuestro modo de ser, a nuestra condición económica
y a nuestras necesidades”[27].
Esta tensión en extremo problemática entre positividad y validez de la ley se
agrava con la existencia un sistema de reglas que se superpone a la norma
constitucional e inclusive la interpreta muy discrecionalmente, Cabrera habla
inclusive de “falsedades constitucionales en las que vivimos”.
3º. Cabrera aborda la cuestión de la pluralidad nacional y
su vinculación con las libertades subjetivas: habla acerca del problema de
“nuestra heterogeneidad de clases” y de que no “hay que esperar a que se
realice por completo la homogeneidad de raza y la emancipación económica del
indio y del proletario para comenzar a tener libertades”[28].
4º. Cabrera señala problemas como la falta de libertades, la
corrupción judicial, la inexistencia del municipio libre y la falta de
soberanía tanto a nivel nacional como en los Estados: “la soberanía de los
Estados siempre ha sido una mentira... que sólo ha servido para eludir
responsabilidades del centro o para facilitar los caciquismos con que los
caudillos máximos pagan a sus lugartenientes”[29].
5ª. Cabrera identifica asimetrías que se dan tanto al
interior (en forma de “desigualdades social y económica”) como al exterior del
régimen (en términos de cesión de soberanía a “nuestro vecino del Norte).
6º. Finalmente, “la Revolución económica y social de México
no puede consolidarse sin una reforma política que permita la participación de
los mexicanos en el gobierno de su República”[30]. A
pesar del tiempo transcurrido este señalamiento sigue teniendo vigencia.
La respuesta de Lázaro Cárdenas, como presidente del PNR, no
se hizo esperar señalando a Luis Cabrera junto con Antonio Díaz Soto como
críticos de la obra de la Revolución que “se destacan por su malicia”[31].
Para el entonces presidente del PNR estos críticos “injustos, acervos y
despiadados” pretendían “perturbar la tranquilidad que felizmente impera en la
República”[32].
Pero no hay que olvidar que el PNR nace como una organización política
paradójica: el 4 de septiembre de 1932 Pascual Ortiz Rubio presenta su renuncia
al cargo de Presidente de la República argumentando la existencia de una
“crisis política crónica que debo reconocer que de hecho ha existido
prácticamente desde la iniciación de mi gobierno, haciendo débil y pálida su
acción y mezquinos sus resultados”[33].
La crisis política era ya crónica y no era resultado sólo de
la propia dinámica paradójica del PNR, atado a los designios del jefe máximo de
la Revolución, Plutarco Elías Calles, ya que la oposición se daba tanto al
interior como al exterior del régimen. Siendo ya presidente de la República,
Lázaro Cárdenas emprendió un conjunto de acciones cuyo objetivo estratégico fue
desactivar el poder del jefe máximo de la Revolución (acciones facilitadas por
el apoyo popular que Cárdenas había logrado). El General Cárdenas invirtió la
lógica Callista que privilegiaba los intereses empresariales sobre los obreros;
en la dinámica viejocorporativista del régimen se daban bajos salarios, con
prestaciones limitadas y fallos a favor de los patronos, muy por el contrario,
Cárdenas declaró existentes la mayoría de las huelgas y trató de aumentar el
poder adquisitivo de las masas.
La crisis llegó a su punto culminante cuando al descontento
de los empresarios a raíz de las huelgas se sumaron no sólo las críticas
anticomunistas de la CROM, sino la desaprobación pública de Plutarco Elías
Calles (del 11 de diciembre de 1934), de la forma como Lázaro Cárdenas manejaba
los asuntos públicos: “... las buenas intenciones y la labor incansable del
señor Presidente están constantemente obstruidas, y lejos de aprovecharnos de
los momentos actuales tan favorables para México vamos para atrás, para atrás,
retrocediendo siempre... Una huelga se declara contra un Estado que extorsiona
a los obreros y les desconoce sus derechos: pero en un país donde el gobierno
los protege, los ayuda y los rodea de garantías, perturbar la marcha de la
construcción económica, no es solo una ingratitud, sino una traición”[34]. La
crítica de Calles no sólo apuntaba a Cárdenas, sino también a Vicente Lombardo
Toledano, entonces líder de la CTM, y hacía evidente el modelo corporativista
bajo el cual fue concebido en sus orígenes el régimen: las huelgas se realizan
no contra los empresarios, si no contra el Estado en tanto que instancia de
mediación obrero-patronal, que se pone tanto en el lugar del empresariado y
como en el de de los trabajadores interpretando los intereses de ambos (la
paradoja de esta posición resulta evidente).
La respuesta de Cárdenas denunciaba dos formas de oposición:
1ª. La proveniente de elementos del propio régimen: “determinados elementos del
mismo grupo revolucionario... se han dedicado con toda saña... desde que se
inició la actual administración, a oponerle toda clase de dificultades no solo
usando de la murmuración, que siempre alarma, sino aun recurriendo a
procedimientos reprobables de deslealtad y traición”[35]. 2ª.
La que provenía de aquellos que se oponían a la política económica cardenista,
empeñada en hacer valer en la práctica las premisas del plan sexenal[36]: “el
Ejecutivo Federal está resuelto... a llevar adelante el cumplimiento del plan
sexenal del Partido Nacional Revolucionario, sin que le importe la alarma de
los representantes del sector capitalista”[37].
El General Cárdenas tenía dos frentes que atender: 1. Para
desarticular la resistencia que provenía del interior del régimen
revolucionario, el 4 de junio de 1935, pidió la renuncia de los miembros de su
Gabinete, y el 9 de abril expulsó a Plutarco Elías Calles junto con Melchor
Ortega, Luis N. Morones y un grupo de “fieles compañeros y amigos”[38] y
puso a Emilio Portes Gil (“un ortodoxo de la Revolución Mexicana”[39]) al
frente del PNR. 2. En el conflicto entre “intereses de clase” Cárdenas se puso
del lado de los trabajadores logrando así importantes cuotas de lealtad de las
masas[40] y el
apoyo de las mayorías populosas frente a las minorías capitalistas.
Pero la crisis política que en definitiva pondría fin al PNR
no sería tanto el resultado de las paradojas inherentes al régimen, sino del
fin del maximato por obra de Lázaro Cárdenas, lo que implicaba no tanto la
desparadojización del régimen como una refuncionalización en términos de
populismo corporativo.
PRM
El 30 de marzo de 1938 en los actos de fundación del Partido
de la Revolución Mexicana (PRM), Vicente Lombardo Toledano expresó lo que el
sector obrero esperaba del PRM: “Es menester que este partido que hoy nace, que
no es un apéndice del gobierno, que no es un órgano burocrático del
Estado, que es el genuino representativo de todos los sectores del
pueblo, convenza a sus socios, a todos los trabajadores de México, a todos
los miembros del Ejército, a todos los individuos que forman los sectores
populares de otro carácter, que llegó la hora de hacer aportaciones verdaderas
para salvar al país. En primer término, la convicción profunda en nuestra
permanente victoria; en segundo lugar, la certeza absoluta de que la Revolución
es única e indestructible, y que no podrá detenerse; en tercer lugar, la
convicción de que es menester aportar parte del patrimonio personal para salvar
a la patria”[41].
Las expectativas de Lombardo Toledado se fundaban en que “Ya el proletariado
tiene conciencia clara de su clase y de su destino; el campesino también... y
los demás sectores saben... que en este momento se está cuajando realmente la
base del nuevo edificio de la patria...”[42]
Las esperanzas del líder obrero no parecían del todo
infundadas, sobre todo a raíz de que el PRM afirmaba, en sus principios, el
derecho de los trabajadores no sólo de contender por el poder político sino
también de “usarlo en interés de su mejoramiento”[43]. La
adopción de presupuestos ideológicos de origen marxista-leninista era común
tanto a las opiniones del sector obrero en voz de Lombardo Toledano, como a la
Declaración de principios del PNR. Si Lombardo podía afirmar que “ya el
proletariado tiene conciencia clara de su clase y de su destino” la Declaración
ratificaba que uno de los objetivos fundamentales del PRM era “la preparación
del pueblo para la implantación de una democracia de trabajadores y para llegar
al régimen socialista”[44]. Y
no podía ser de otra manera si se “Reconoce la existencia de la lucha de
clases, como fenómeno inherente al régimen capitalista de la producción... [y
el que] Las diversas manifestaciones de la lucha de clases, sujetas a los
diferentes tiempos de su desarrollo dialéctico, estarán condicionadas por las
peculiaridades del medio mexicano”[45].
Esta incorporación de los presupuestos marxistas[46]
tenía como antecedente ideológico relevante no sólo a la Declaración de
principios del PNR, sino también a la letra del artículo 3º constitucional tal
como fue promulgado en el Diario Oficial de la Federación del 13 de diciembre
de 1934 el cual empezaba diciendo que:
“La educación que imparta el Estado será socialista”[47].
Esta particular “dialéctica a la mexicana” extrema las paradojas de un régimen
cuya larga sobrevivencia se nos muestra cada vez como menos explicable:
alrededor de estas orientaciones socialistas se generaba una zona de oposición
conformada no sólo por el Clero[48]
(excluido también en el artículo 3º), sino por las clases medias urbanas, las
cuales podían claramente ver amenazadas sus posibilidades por el tono
proletarizante de la doctrina perremista.
Pero a diferencia del PNR, la nueva organización política
compensaba las debilidades doctrinarias con eficaces mecanismos de control elevados
al plano de estatutos (esto implica ya una primera refuncionalización del
régimen). El artículo 6 de los estatutos del recién fundado PRM establecía que
“Para ser miembro del partido se requiere: I) Pertenecer a cualquiera de los
sectores que lo constituyen...[49] III)
No pertenecer a ninguna corporación religiosa, ni ser ministro de algún
culto... VII) No pertenecer a ninguna agrupación, de cualquier carácter que
sea, cuyo programa y táctica de lucha estén en oposición a lo que preconiza el
PRM...”[50]. Así,
a los mecanismos corporativos de (pertenencia a un sector) inclusión[51]
corresponden cláusulas de exclusión. Estos mecanismos de control tienen una
esencia paradójica innegable: generan a la vez zonas de inclusión (como miembro
de sector que preconiza el programa y las tácticas del PRM) y de exclusión
(como miembro de corporación religiosa o como perteneciente a agrupaciones
contrarias a los programas y tácticas del PRM[52]).
Pero el PRM, en su imperativo de constituirse en sistema político, arroja al
individuo al entorno del sistema: “El individuo, en sí mismo, dejaba de tener
valor, en sí no era nada; todo lo que era se lo debía a su organización”[53].
Pero estos mecanismos de control no sólo generaban paradojas
que confrontaban al individuo con la colectividad, sino que abrían a la vez que
cerraban canales (de comunicación) para la solución de conflictos. Esto sucedió
debido a imperativos sistémicos: la primera cláusula del Pacto de Unión y
Solidaridad del 30 de marzo de 1938 establecía que los miembros de los sectores
revolucionarios de México, integrados por las agrupaciones campesinas y
obreras, por los elementos militares y por los contingentes populares “se
obligan, de manera expresa y categórica, a no ejecutar acto alguno de
naturaleza politicoelectoral, si no es por medio del PRM y con estricta
sujeción a los estatutos, reglamentos y acuerdos emanados de los órganos
superiores correspondientes”[54].
Así, el partido fungía como el medio a través del cual “resonaban” los
sectores, era su caja de resonancia, su proyector (y esto en un doble sentido,
como aquel que proyecta los destinos en su gabinete o como el que proyecta una
imagen ante la opinión pública).
Pero este problema “medial” establecía una doble restricción
a la comunicación sistémica no sólo el PRM era la instancia mediadora, sino que
también imponía la clausura autorreferencial a los sectores: “En sus
actividades de carácter social, las agrupaciones campesinas se comprometen a no
admitir en su seno a los contingentes que a la fecha pertenezcan a cualquiera
de las organizaciones obreras, y éstas, a su vez, se obligan a no admitir en su
seno a elementos que pertenezcan a las agrupaciones campesinas”[55]. De
esta forma “El partido resurgía como un administrador de corporaciones, más que
como un administrador de masas. Y sus funciones como tal consistían ahora en
cuidar que cada organización mantuviera su autonomía y su aislamiento, en
atender las disputas o dificultades que se dieran entre ellas, en coordinar sus
movimientos, sobre todo en época de elecciones, y mantenerlas unidas, en su
aislamiento, bajo la égida del Estado”[56].
Como islas ideológicas los sectores podían mantener procesos de comunicación
autopoiéticos, pero al costo de un aislamiento que sólo era roto por la figura
vinculante del presidente de la República.
La labor política y económica cardenista sentó las bases
para elevar a un régimen titubeante y conformado por facciones revolucionarias
con intereses encontrados, a un sistema político elevado al nivel de
institución Estatal. Al rechazar la posibilidad de la reelección[57],
Cárdenas desactivó la posibilidad directa de vincular la institución
presidencial a la figura del Caudillo; esta desactivación, que junto con la
derogación del Acuerdo presidencial del 25 de enero de 1930, la expropiación
petrolera, la estatización de los ferrocarriles[58], la
reforma agraria y otras acciones políticamente efectivas, sentó las bases para
una Revolución entendida como institución. Sin embargo, en su intención de no
dejar de lado a ningún sector revolucionario, Cárdenas realizó en términos
estatistas aquello que para Luis L. León representaba la voz del pasado: “ya es
la hora para México de que a la vida de las rebeliones, de las defecciones y
del caudillaje, substituya la majestuosa vida de la ley”[59].
Cárdenas, ante la vida de la ley optó por la dinámica de un Estado fuerte que
de manera discreta ocupaba el lugar de la ley, a la vez como su autor,
intérprete y ejecutor: “el Estado venía a ser el rector, el director de la
actividad común, la potencia que constituía a aquellos sectores, que los
asociaba y les daba vida en razón de una sola empresa que todos debían tomar
como propia, la encarnación del interés de todos. De tal suerte, Cárdenas venía
a rematar en los hechos la línea autoritaria de Carranza y del Constituyente de
Querétaro: la erección del Estado en el verdadero mortero de la conciliación
social, el Leviatán que acaba devorando a la sociedad entera”[60].
Un Estado concebido en estos términos se enfrentaba a la
necesidad ideológica de realizar el programa de la Revolución, a la vez
demócrata y socialista, ubicado en una región utópica entre el capitalismo y el
comunismo[61],
pero Cárdenas “Como revolucionario mexicano de buena cepa jamás reparó en
aclararse que más, aparte de capitalismo o comunismo, podía resultar de la
Revolución, pero en los hechos condujo su política como si el régimen de la
Revolución pudiera contener tanto al capitalismo como al comunismo, es decir,
como si fuera una síntesis de ambos”[62]. A
esta paradoja se suman por lo menos dos problemas de gran envergadura en
relación esta concepción estatista: el procesamiento de la oposición política
desleal tanto al interior como al exterior del régimen y el mantenimiento de un
cierto gradiente de funcionalidad sistémica[63]
2º. La necesidad de mediar entre los intereses de
trabajadores y campesinos, por un lado, y de los empresarios, por el otro,
ponía al Estado corporativo en una situación de particular riesgo a la
autonomía sistémica. Colocado en medio de dos complejos de intereses de
carácter heterogéneo, el Estado se enfrentaba ante la dificultad de implementar
un modelo paradójico por su combinación de elementos de Estado a la vez liberal[66] y
social-paternalista[67]. Por
el lado liberal, el Estado tenía que proveer de un orden jurídico que
permitiera la libre acción de empresarios orientados por sus propios intereses
estratégicos de ganancia, por el lado social-paternalista, el Estado debía
implementar una política de servicios públicos de corte asistencialista. La
contradicción de este modelo de Estado autoritario ubicado en una posición
intermedia que sólo podría ocupar un paradigma discursivo del Estado de
derecho, hacía que la mediación entre empresarios y trabajadores, se tuvieran
que realizar mediante sacrificios sistémicos; como sucedía desde antes de la
revolución, serían los trabajadores los que a la larga pagarían los efectos
asimétricos de este sacrificio.
Si bien la Ley de Cámaras de Comercio e Industria del 18 de
agosto de 1936, en su artículo 4º imponía como uno de los objetivos de las
Cámaras el “ser órgano de colaboración del Estado para la satisfacción de las
necesidades relacionadas con la industria y el comercio nacionales”[68], las
reformas económicas cardenistas fueron un estupendo negocio para los
empresarios, quienes: “Llegaron a la conclusión de que era más lo que les
ayudaba el Gobierno que lo que estorbaba con su política obrerista”[69].
Así, un empresario podía declarar, el mismo año en que se promulgaba la Ley,
que “No obstante la inestable situación obrera, éste ha sido nuestro mejor año
de negocios”[70].
Pero el sacrificio impuesto a los trabajadores basado en dos
ejes estratégicos: una estructura piramidal sostenida sobre premisas
autoritarias, paternalistas y patrimonialistas y una convicción ideológica
unidimensionalizante, tendería a hacer que el Estado se opusiera a la postre a
la cooperación “con las centrales obreras en la realización de su programa
clasista”[71].
Así, “La lucha de los trabajadores por sus demandas no dio lugar, como podía
haber sido, a que los trabajadores mismos adquirieran una ideología política
propia y a que forjaran su propio programa de transformación social; las
movilizaciones se dieron cobijadas por la ideología oficial o impulsadas por
los proyectos reformistas del Estado; la falta de independencia ideológica y
política generó la organización dependiente, impuesta y, al final del camino,
convertida en una prisión para las masas trabajadoras”[72].
Ahora bien, mientras esta prisión fuera de hierro, o sea, mientras se
mantuviera aceitada la maquinaria de la economía nacional, se podía mantener la
dependencia.
La extrema improbabilidad de que, en condiciones normales se
pudieran mantener a raya tanto la oposición sistemática al régimen, como el
agotamiento de una maquinaria económica nacional capaz de proveer a los
empresarios de buenos negocios y a los trabajadores de una jaula al menos de hierro,
sólo podía reducirse si el Estado mexicano se alejaba del ideal de Lombardo
Toledano de un partido popular tal cual lo había bosquejado en su discurso del
30 de marzo de 1929: “un genuino partido del pueblo, no un partido que se crea
burocráticamente desde arriba...”[73].
Este genuino partido del pueblo, que no “es un órgano burocrático del Estado”
creado desde arriba, ya no fue para Lombardo Toledano, por lo menos desde
septiembre de 1944[74], el Partido
de la Revolución Mexicana. Quizá el ideal Lombardiano y el que auténticamente
se podía concebir para un partido que rescatara los ideales doctrinarios
abandonados por el PRM era el de ser a la vez un Partido Popular[75] y
Socialista.
[1] Miguel Osorio Marbán. El Partido de la Revolución
Mexicana. México, Impresora del Centro, 1970. p. 14.
[2] Ibid. p. 14-15.
[3] Ibid. p. 24.
[4] Ibid. p. 161.
[5] Idem.
[6] Se da así un especie de público estado de
interpretado, que decide por cada uno de nosotros, “incluso ya las
posibilidades en punto a estados de ánimo, es decir, de la forma fundamental en
que se deja el “ser ahí” [el ser que somos cada uno de nosotros] afectar por el
mundo”. Martin Heidegger. Ser y tiempo. 35.
[7] “En un contexto autoritario dúctil, el ámbito
representativo fue articulado discursivamente desde una perspectiva que evadía
la adscripción individual y la desplazaba en tres sentidos:
“1) Aludía a intereses supraciudadanos, sin relación con ninguna persona
en particular, como intereses adscritos al proyecto revolucionario, a la nación
o al partido que representaba la revolución institucionalizada.
“2) La acción de representar no significaba actuar en nombre de los
votantes como entidades aisladas, sino como miembros de filiales corporativas
de agregación de intereses....
“3) Los representados no eran concebidos como actores con iniciativa y
capacidad de juicio independientes, sino susceptibles de una conducción
permanente, bajo una línea política definida por la estructura de autoridad”.
Yolanda Meyerberg. “Representación y la construcción de un gobierno representativo:
disquisiciones sobre el caso de México”. en Revista Mexicana de Sociología.
No. 2, abril-junio de 1998. p. 221. Es obvio, que esta forma de representación
“no cumplía con los supuestos de la representación democrática”. Ibid. p. 222.
[8] Júrgen Habermas. Teoría de la Acción
comunicativa: complementos y estudios previos. p. 482.
[9] “Las convicciones compartidas intersubjetivamente
vinculan a los participantes en la interacción en términos de reciprocidad; el
potencial de razones asociado a las convicciones constituye entonces una base
aceptada, en la que uno puede estribar para apelar al buen sentido del otro”.
Ibid., p. 481.
[10] Miguel Osorio Marbán. op. cit. p. 137.
[11] Ibid. p. 112.
[12] Ibid. p. 116.
[13] Ibid. p. 113.
[14] Concepción que si hacemos caso a Luis N. Morones no
se quedó en mera teoría sino que fue llevada a la práctica. Morones acusaba al
jefe del partido de fomentar el comunismo en México y de patrocinar movimientos
subversivos contra “naciones y regímenes amigos como el del Presidente Machado
en Cuba”. Citado en Ibid. p. 217. Resulta interesante constatar que Osorio
Marbán defiende a ultranza la actitud de Emilio Portes Gil, entonces presidente
del PNR, de los ataques de Morones, a los cuales califica de “absurdos”. Estos
“absurdos” no resultan tanto cuando nos remitimos a la Declaración de
Principios del PNR y constatamos su contenido marxista (lo que puede ponerse en
cuestión es qué tan lejos llegó este marxismo diletante, en sus alcances e
implicaciones pragmáticas, y el hecho de que los instrumentos analíticos del
marxismo se utilizaron antes como opio del pueblo y justificación ideológica
que como instrumento de lucha revolucionaria).
[15] Ibid. p. 113.
[16] Definidas estas eticidades como formas de vida
históricamente concretas y diversas que se desarrollan tomando como base
valoraciones respecto a la vida buena. Estas eticidades (o formas de vida ética
concretas) no son en sí mismas irracionales o amorales. 1. Las eticidades se
relacionan con las cuestiones morales de la siguiente manera: “las cuestiones
morales, que en principio pueden decidirse racionalmente bajo el aspecto de
si los intereses en juego son o no susceptibles de universalización, es decir,
bajo el aspecto de justicia, pueden distinguirse... de las cuestiones
evaluativas, las cuales se presentan en su aspecto más general como
cuestiones relativas a la vida buena (o a la autorrealización) y sólo
resultan accesibles a una discusión racional dentro del horizonte aproblemático
de una forma de vida históricamente concreta o de un modo de vida individual”.
Jürgen Habermas. “¿En qué consiste la racionalidad de una forma de vida?” en Escritos
sobre moralidad y eticidad. Barcelona, Paidós, 1998. (Pensamiento
Contemporáneo; 17) p. 80. Así, la moral universalista es como “un núcleo que
puede adoptar formas históricamente diversas bajo la envoltura de formas de
vida éticas” Ibid. p. 81. La distinción entre moralidad (cuestiones de justicia
universalizables) y eticidad (formas de vida concretas desarrolladas bajo
valoraciones histórica y socialmente condicionados acerca de la vida buena)
implica que, en relación con las comunidades indígenas lo que se debe hacer no
es cuestionar su forma de vida concreta y los valores alrededor de los cuales
gira esta forma de vida, sino considerar si su forma de vida se da bajo la óptica de principios de
justicia universalizables. 2. Estas eticidades se relacionan con la
racionalidad de la siguiente manera: la racionalidad de una forma de vida se
mide atendiendo a si tal forma de vida facilita y asiste a los individuos en la
solución de dos problemas: el problema motivacional del anclaje de un
procedimiento de justificación moral en el sistema de la personalidad y los
problemas cuya solución desborda la capacidad de los sujetos, cuando se deja a
éstos solos. Cf. Ibid. p. 85. La distinción entre eticidad y racionalidad
permite valorar la racionalidad de una forma de vida si: a) “ideas jurídicas y
morales de tipo universalista vienen encarnadas ya en las propias instituciones
sociales, es decir, se han convertido en raison d´étre de lo
existente...”, y b) si se da en la persona “un sistema de controles internos
del comportamiento, capaz de responder positivamente a juicios morales
dirigidos por principios, es decir, a convicciones racionalmente motivadas, y
que posibilite la autorregulación del comportamiento”. Ibid. p. 88. Así vistas
las cosas, el problema de las comunidades indígenas no consiste tanto en
forzarlos a incorporarse a la vida industrial o a alfabetizarlos a la fuerza o
a intervenir en sus costumbres y tradiciones bajo el pretexto de la elevación
de su nivel de vida; antes bien, el problema de las comunidades indígenas es si
en ellas se encuentran encarnadas instituciones y estructuras que permitan la
autonomía y el autocontrol de individuos concretos que han desarrollado un
sentido de justicia elevado, y cuya forma de vida se realiza bajo el imperativo
de principios morales universalizables.
[17] La doctrina indigenista del régimen se asemeja a la
que alrededor de 1944-1945 sostuvo Ginés de Sepúlveda en el sentido de que: “El
grado de incultura de los nativos americanos les hacía incapaces de regirse por
sí mismos, de ejercer la soberanía y administrar sus Estados, y por esto debían
ser sometidos a otros pueblos de nivel cultural superior”. Guillermo Fraile. Historia
de la filosofía: 3 del humanismo a la ilustración. Madrid, La Editorial
Católica, 1991. (Biblioteca de Autores Cristianos; 259). p. 334. Esta doctrina
había sido ya refutada por “Vitoria y los teólogos de Salamanca”. Idem. Vitoria
había establecido que “... aun supuesto que estos bárbaros sean tan ineptos y
romos como se dice, no por eso debe negárseles el tener verdadero dominio, ni
tenérseles en el número de los siervos civiles... antes de la llegada de los
españoles, eran ellos verdaderos señores, pública y privadamente”. Relección
primera: de los indios recientemente descubiertos. Cuarta proposición y
conclusión.
[18] “Un caudillo que en un primer momento sólo dispone
de un poder social suministrado por el prestigio y reconocido en términos fácticos,
puede reunir sobre sí las funciones hasta entonces dispersas de solución de
conflictos, por vía de asumir la administración de los bienes salvíficos y de
convertirse en intérprete exclusivo de las normas de la comunidad, reconocidas
como sagradas y moralmente obligatorias”. Jürgen Habermas. Facticidad y
validez. Valladolid, Trotta, 1998. p. 209.
[19] La segregación “de grupos enteros de la población de
la participación en las prestaciones sociales, podría ser también calificada...
como exclusión”. Niklas Luhmann. Teoría política en el Estado de Bienestar.
Madrid, Alianza, 1994 (Alianza Universidad; 750). p. 48.
[20] Respecto al tema del pluralismo en Isaiah Berlin Cf.
Juan Antonio Le Clercq. “La incomodidad del pluralismo” en Bien común y
gobierno. No. 44, julio de 1998. p. 152. “El pluralismo de Berlin consiste
en un rechazo a la pretensión de que sólo hay una forma, y sólo una forma, de
entender las cosas o de resolver los problemas de los hombres”. Esta concepción
del pluralismo choca de frente con la visión unidimensionalizante y
unidimencionalizada que permea la política en México: para el régimen sólo hay
una forma de resolver los problemas, y ésta es la forma revolucionaria.
[21] “La inclusión es un principio “abierto”, en tanto
establece que todos merecen la atención política...” Niklas Luhmann. Teoría
política en el Estado de Bienestar. p. 53. “La realización del principio de
inclusión en el ámbito funcional de la política tiene como consecuencia el
tránsito al Estado de Bienestar. Estado de Bienestar es la realización de la
inclusión política”. Ibid. p. 49.
A su vez, hay que distinguir entre dos modos de
inclusión: la pasiva (seguridad jurídica) y la activa (democracia). Cf. Ibid.
p. 51.
[22] “La democracia es, antes que nada, la capacidad del
sistema político para observarse a sí mismo. Sólo mediante esta capacidad puede
la política constituirse autónomamente en relación a la política. Pero toda
auto-observación depende de la manifestación de las diferencias. Los hechos
pueden ser experimentados y procesados como información únicamente en relación
con las diferencias. La cuestión básica es entonces: ¿qué diferencias pueden
ser presupuestas en la política? Y ¿pueden serlo de modo consensuado?” Ibid.,
p. 134.
[23] Citado En Miguel Osorio Marbán. Op. cit., p.
191-192.
[24] Ibid. p. 192.
[25] Ibid., p. 213.
[26] Ibid., p. 228.
[27] Idem.
[28] Ibid. p. 229.
[29] Ibid. p. 235.
[30] Ibid. p. 238.
[31] Ibid. p. 239.
[32] Ibid. p. 240.
[33] Ibid. p. 275.
[34] Ibid. p. 498.
[35] Ibid., p. 506.
[36]“El PNR reconoce que las masas obreras y campesinas
son el factor más importante de la colectividad mexicana y que... conservan el
más alto concepto de interés colectivo que permite radicar en el proletariado
el anhelo de hacer de México un país grande y próspero, mediante la elevación
cultural y económica de las grandes masas de trabajadores de las ciudades y del
campo”. Citado en Ibid. p. 460
[37] Ibid. p. 507.
[38] Ibid. p. 514.
[39] Ibid. p. 510.
[40] “... el tutelaje paternalista y autoritario del
Poder Ejecutivo sobre el proletariado y el campesinado, facilitaría al nuevo
Estado un amplio apoyo de las masas, para: 1º) destruir o controlar al antiguo
sistema oligárquico; 2º) dinamizar las relaciones capitalistas de producción,
modificando las antiguas relaciones de propiedad; 3º) obtener la estabilidad
política y social para acelerar el crecimiento capitalista, en base a una
política de equilibrios y conciliaciones, evitando al máximo, de este modo, los
conflictos antagónicos de clases, por un lado, y, por otro, la organización
autónoma de las clases trabajadoras rurales y urbanas, al organizarlas y
tratarlas como masas, y 4º) estar en mejores condiciones de negociación
política frente al imperialismo”. José María Calderón. Génesis del
presidencialismo en México. México, El Caballito, 1972. p. 254.
[41] Citado en Osorio Marbán. Op. cit., 581-582.
[42] Ibid., p. 581.
[43] Ibid., p. 587.
[44] Ibid., p. 388.
[45] Ibid., p. 587-588.
[46] En la declaración de principios del PRI, se
ratificaba este presupuesto: el PRI “Reconoce la existencia de la lucha de
clases como fenómeno inherente al régimen capitalista de la producción y
sostiene el derecho que los trabajadores tienen de contender por el poder
político, para usarlo en interés de su mejoramiento...”. citado en Ibid., p.
915. En la declaración de principios de febrero de 1950, la lucha de clases
deja de ser parte de la semántica revolucionaria: “Las desigualdades sociales y
económicas que origina el sistema capitalista, determinan la injusta existencia
de clases en condiciones de manifiesta inferioridad de cultura y de medios materiales
de vida... ” Ibid. p. 978. Así, la dialéctica marxista capitalistas-proletarios
quedaba expulsada del discurso priísta.
[47] Este texto “dejó la puerta abierta a la ambigüedad,
y así, desde el momento mismo de su promulgación se prestó a las siguientes
interpretaciones: 1) el socialismo de la Revolución Mexicana, posición del Plan
sexenal del PNR; 2) el socialismo marxista, propugnado por Altamirano
Bremauntz, Coria, Soto Reyes y muchos otros; 3) la irreligiosidad, objetivo de
Aguillón, Calles, List y los masones; 4) la aspiración general de justicia
social para formar una sociedad igualitaria... 5) la escuela racionalista de
José de la Luz Mena”. Ernesto Meneses Morales. Tendencias educativas
oficiales en México. México, CEE, UIA, 1998. t. 3. p. 50.
[48] “Esta prolongada imposición ha contribuido a la
doble historia del país: la oficial y la otra y, también, a la tendencia al
ocultamiento y al disimulo... tan nociva a la convivencia humana”. Ernesto
Meneses Morales. Las enseñanzas de la historia de la educación en México.
México, UIA, 1999. p. 47.
[49] Esta coacción a la afiliación corporativa habría de
desaparecer con la fundación del PRI. Así, del artículo 5º se excluye esta
forma de afiliación: “Para ser miembro del partido se requiere: “ser ciudadano
mexicano, en pleno ejercicio de sus derechos”. Citado en Osorio Marbán. Op.
cit., p. 927
[50] Ibid., p. 602-603.
[51] Estos mecanismos de control organizativo
corporativos, son completados por un estructura de órganos directivos: “el
Consejo Nacional, el Comité Central Ejecutivo, los consejos Nacionales de
Estado, Territorios y Distrito Federal, los Comités Ejecutivos Regionales de
Estado, Territorios y Distrito Federal y los Comités Municipales”. Vicente
Fuentes Díaz. Los partidos políticos en México. 2ª ed. México,
Altiplano, 1969. p. 257
[52] La exclusión se traduce no sólo también en oposición
política, sino en marginalidad: “Quienes ya no pueden cambiar su situación por
sus propias fuerzas han caído fuera del contexto de la solidaridad ciudadana.
Ya no disponen de ningún potencial de amenaza... Como ya hoy puede estudiarse
en otros lugares, a plazo medio y largo son inevitables tres consecuencias al
menos. Primero, una subclase genera tensiones sociales cuyas descargas
consisten en revueltas puramente autodestructivas, es decir, carentes de toda
estrategia y finalidad, y que sólo pueden ser controladas con medidas
represivas. La construcción de prisiones, la organización de la seguridad
interior en general se convierten en una industria en crecimiento. Segundo, la desprotección
social y la miseria física no pueden restringirse a un determinado lugar; es
decir, no pueden ser objeto de delimitaciones locales. El veneno de los guetos
alcanza a toda la infraestructura del interior de las ciudades, trasciende las
regiones y pasa a aposentarse en los poros de la sociedad entera. Finalmente,
esto tiene por consecuencia una erosión moral de la sociedad, que no tiene más
remedio que quebrantar a toda comunidad republicana precisamente en su propio
núcleo universalista”. Jürgen Habermas. Más allá del Estado nacional. p.
184.
[53] Arnaldo Córdoba. La política de masas del
cardenismo. México, Era, 1974 (Serie Popular; 26). p. 164.
[54] Citado en Osorio Marbán. Op. cit. p.585.
[55] Citado en Ibid., p.587.
[56] Arnaldo Córdova. La política de masas del
cardenismo. Op. cit., p. 164-165.
[57]Tema que había sido objeto de discusión en la
Convención Nacional de Aguascalientes del PNR del 30 de octubre de 1932.
[58] A pesar de la posible vinculación de estas medidas
estatistas con planteamientos socialistas: “Ni la estatización del petróleo ni
la de los ferrocarriles eran medidas socialistas. No iban más allá del
capitalismo de Estado. Eran, sin embargo, un golpe muy serio a la dominación
económica del imperialismo sobre México”.
Adolfo Gilly. La revolución interrumpida. México, El Caballito,
1972. p. 357.
[59] Citado en Osorio Marbán. Op. cit. p. 329.
[60] Arnaldo Córdova. La política de masas del cardenismo. p. 180.
[61] “Cárdenas no se proponía abatir al capitalismo, se
proponía abrir campo a su desarrollo sobre bases “más justas” y “más humanas”,
eliminar las formas peores de la explotación imperialista, ampliar el mercado
interno y las bases de desarrollo de un capitalismo nacional que, en su
concepción, preparaba las condiciones para llegar paulatinamente, en un futuro
distante, al socialismo. No era pues una idea socialista, sino burguesa”.
Adolfo Gilly. La revolución interrumpida. p. 358. Quizá habría que decir
que más que una idea burguesa, era un ideal burgués.
[62] Arnaldo Córdoba.
Op. cit., p. 177.
[63] “Al asumir la responsabilidad por otros ámbitos
funcionales- piénsese sólo en la educación y la economía-, debilita las
especificaciones funcionales de la política y hace peligrar su capacidad para
el consenso. Pero sobre todo es incapaz... de establecer una relación con la
religión, la cual, no puede aceptar su subordinación a la política.
“La reducción de la política a su función propia, a la satisfacción de
la demanda de decisiones vinculantes colectivamente, se inscribiría mejor en el
marco ofrecido por la diferenciación funcional de la sociedad”. Niklas Luhmann.
Teoría política en el estado de bienestar. p. 128.
[64] “El Estado se volvía la palanca del progreso, pero
el requisito para ello era declarar que ningún elemento de la vida social podía
quedar fuera de su alcance, al margen de su acción. En este sentido todos los
intereses particulares perdían su privacidad y se hacían partes dependientes de
un todo en el que cada uno tenía una tarea especial que cumplir”. Arnaldo
Córdoba. Op. cit. p. 181.
[65] Vicente Fuentes Díaz. Los partidos políticos en
México. op. cit., p. 334.
[66] El modelo de Estado liberal, originado en el derecho
formal burgués, se basa en la separación entre la sociedad económica
institucionalizada en términos de derecho privado y el Estado como esfera de
realización del bien común. Bajo este modelo, la sociedad de derecho privado
queda “cortada a la medida de la autonomía de sujetos jurídicos que, sobre todo
en su papel de participantes en el mercado, habrían de buscar su bienestar y
encontrarlo a través de una persecución lo más racional posible de sus propios
intereses”. Jürgen Habermas. Facticidad y validez. p. 483.
[67]“Un Estado social que se cuida de la existencia de
los individuos repartiéndoles oportunidades vitales, es decir, que con el
derecho al trabajo, a la seguridad, a la salud, a la vivienda, a un mínimo de
recursos, a la educación, al tiempo libre y a las bases naturales de la vida,
empieza garantizando a cada cual la base material para una existencia humana
digna, correría manifiestamente el peligro de mermar con esos sus penetrantes
procedimientos y métodos precisamente la autonomía por mor de la cual se le ha
encargado la función de cumplir los presupuestos fácticos que son menester para
que los sujetos tengan igualdad de oportunidades a la hora de hacer uso de sus
libertades negativas”. Idem.
[68] Citado en Arnaldo Córdova. Op. cit. p. 198.
[69] Ibid., p. 189.
[70] Citado en Arnaldo Córdova Idem.
[71] Programa de Acción del PRM. Citado en Osorio Marbán.
Op.
cit. p. 390.
[72] Arnaldo Córdova. La política de masas del cardenismo. loc. cit. p. 171.
[73] Citado en Osorio Marbán. p. 577.
[74] Cuando con un grupo de colaboradores de la
Universidad Obrera constituyó la Liga Socialista Mexicana. Cfr. Fuentes Díaz.
Op. cit. p. 348.
[75] A principios de 1938, Lombardo hablaba ya de un
Partido Popular en los siguientes términos: “Vamos a hacer... un partido
popular dentro del cual el proletariado tendrá un sitio de importancia,
colaborará de un modo decidido y orientará la política nacional cuidando de
manera preferente los intereses del pueblo mexicano”. Citado en Arnaldo
Córdova. op. cit. p. 169.
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