Por Javier Brown César
Todo comenzó el día en que hizo
cachitos decenas de fotos en las que habíamos depositado parte de la memoria de
nuestros días más felices. Fue inexorable. Una a una destruyó cada foto sin dar
cuartel y sin escuchar razones. Tal vez desde entonces me di cuenta de su
carácter irreflexivo, de sus impulsos violentos y de su capacidad para destruir
todo lo que decía amar. En aquel momento, víctima de la furia y más aún de la
impotencia, rompí uno de los muebles que me había heredado mi abuelita. Esa
sería la primera vez que rompería algo para canalizar mi frustración y vengar
mi incapacidad para hacer que juntos reflexionáramos sobre lo que vale la pena
en la vida. Durante más de una década tuve que tragarme mi orgullo y como dicen,
hacer de tripas corazón, para evitar mayores confrontaciones e incluso para no
utilizar objetos como armas en respuesta a las muchas ofensas de las que habría
de ser objeto. Pero sus tropelías apenas comenzaban. Un buen día me di cuenta
de que vació el cochinito en el que había ahorrado sistemáticamente monedas de
a cinco y de a diez pesos. Lo ordeñó hasta dejarlo casi limpio, con algunas
pocas monedas que sonaban en el fondo. Y uno sabe que le han ordeñado el
chancho cuando siente el peso en sus manos y se da cuenta de que ya no tiene
las mismas monedas. Y después fue capaz de entrar a mi oficina privada a hurgar
en mis cosas para seguir vaciando sistemáticamente mis ahorros, los que
dilapidaba miserablemente en comprarse cosas superfluas o adornos insulsos,
porque siempre lo he dicho, un adorno que estorba es un obstáculo y no un
adorno. Y si yo decía algo con respecto a las monedas robadas se enfurecía como
animal salvaje y golpeaba lo que podía incluyéndome a mí, negando hasta la
saciedad sus actos. No sé si eso es dipsomanía o vil cinismo, pero el hecho es
que se pierde la confianza en quien hace estas cosas. Un buen día me hizo
enojar a tal grado que para no liarnos a golpes rompí la puerta de cristal del
baño con la pierna, afortunadamente no pasó a mayores, pero durante años
tuvimos que utilizar una madera y clavos para lograr algo de intimidad mientras
hacíamos nuestras necesidades. El colmo fue cuando un buen día llegó con su
hermana y en sus brazos mi hijita con el pómulo destrozado. Cuando bajé las
escaleras y vi al espectáculo de mi hija con esa carita desfigurada y con las
lágrimas que corrían por sus mejillas se me partió el corazón. Su padre, que no
es un mal hombre, pero que es un sujeto elemental que después de terminar sus
estudios no volvió a abrir un libro para hacerse más culto, propuso la absurda
idea de que la lleváramos a una clínica del gobierno. Tomé a mi hijita entre
mis brazos, subí a mi hijo a la parte trasera del auto y la llevé a una clínica
privada donde pagué para que un buen médico cerrara la herida con varias
puntadas, mientras oía los gritos de mi hija y sentía que el llanto me helaba
las entrañas. Esa noche le recriminé lo que había hecho, porque la versión que
había dado es que la niña se había caída debido al cansancio, pero la realidad
es que le había puesto el pie y se había ido de bruces contra una rejas para
partirse ahí el pómulo. Yo me decía que hay que ser un desgraciado o un infeliz
para hacerle algo así a un hijo y más a mi pequeña, que es la niña de mis ojos.
Esa noche discutimos amargamente y saqué parte de mi frustración y
resentimiento en una larga perorata mientras me hacía de valor con una cerveza,
pero se violentó y tomó la botella estrellándola contra mi cara. Entonces sentí
el dolor y caí de bruces mientras un chorro de sangre salía de mi nariz y caía
sobre la alfombra que había comprado mi abuelita. Le dije que me llevara al
médico pero en realidad sólo me había partido la piel de la nariz en dos en la
parte de arriba del tabique por lo que bastaron unas cervezas para anestesiarme
y el reposo con una tremenda costra en la cara, una espantosa cruda moral y el
dolor por lo que le pasó a mi hijita, que me dura hasta el día de hoy. Porque
hay cosas que no se olvidan y más cuando la veo todos los días y veo la
cicatriz que tardará años en quitarse, como la que llevo en el alma por su
maldita culpa. Lo que pasó después de eso ha sido una larga espiral de
deterioro mental: escudándose en una supuesta enfermedad, alimentada por algunos
parientes y alguna que otra amistad desquiciada, ha usado el dinero que tanto
trabajo me cuesta ganar cada día, para pagarse costosos análisis médicos escatimando
en comida, y cuando alguien le sugiere locura o la conveniencia de ver a un
psiquiatra su reacción es de desproporcionada violencia. Mis hijos viven a
veces con hambre y en ocasiones también con miedo, como el día en que mi hijo
se le enfrentó y a cambió recibió un par de violentos azotes con un cinturón de
piel. Así estaban las cosas hasta el día en que me colmó la paciencia, y no
pude más y todos los demonios y los fantasmas y los resentimientos y el odio me
transfiguraron y me derrotó la violencia, me ofusqué e hice lo que Usted ya sabe.
Espero que comprenda lo que pasó, Señor Juez, porque es debido a las razones
que le he mencionado y a otras más que no le puedo contar, que ayer asesiné a
mi marido.
Enero 27 de 2015
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