miércoles, 28 de enero de 2015

Cuento: Confesión

Por Javier Brown César

Todo comenzó el día en que hizo cachitos decenas de fotos en las que habíamos depositado parte de la memoria de nuestros días más felices. Fue inexorable. Una a una destruyó cada foto sin dar cuartel y sin escuchar razones. Tal vez desde entonces me di cuenta de su carácter irreflexivo, de sus impulsos violentos y de su capacidad para destruir todo lo que decía amar. En aquel momento, víctima de la furia y más aún de la impotencia, rompí uno de los muebles que me había heredado mi abuelita. Esa sería la primera vez que rompería algo para canalizar mi frustración y vengar mi incapacidad para hacer que juntos reflexionáramos sobre lo que vale la pena en la vida. Durante más de una década tuve que tragarme mi orgullo y como dicen, hacer de tripas corazón, para evitar mayores confrontaciones e incluso para no utilizar objetos como armas en respuesta a las muchas ofensas de las que habría de ser objeto. Pero sus tropelías apenas comenzaban. Un buen día me di cuenta de que vació el cochinito en el que había ahorrado sistemáticamente monedas de a cinco y de a diez pesos. Lo ordeñó hasta dejarlo casi limpio, con algunas pocas monedas que sonaban en el fondo. Y uno sabe que le han ordeñado el chancho cuando siente el peso en sus manos y se da cuenta de que ya no tiene las mismas monedas. Y después fue capaz de entrar a mi oficina privada a hurgar en mis cosas para seguir vaciando sistemáticamente mis ahorros, los que dilapidaba miserablemente en comprarse cosas superfluas o adornos insulsos, porque siempre lo he dicho, un adorno que estorba es un obstáculo y no un adorno. Y si yo decía algo con respecto a las monedas robadas se enfurecía como animal salvaje y golpeaba lo que podía incluyéndome a mí, negando hasta la saciedad sus actos. No sé si eso es dipsomanía o vil cinismo, pero el hecho es que se pierde la confianza en quien hace estas cosas. Un buen día me hizo enojar a tal grado que para no liarnos a golpes rompí la puerta de cristal del baño con la pierna, afortunadamente no pasó a mayores, pero durante años tuvimos que utilizar una madera y clavos para lograr algo de intimidad mientras hacíamos nuestras necesidades. El colmo fue cuando un buen día llegó con su hermana y en sus brazos mi hijita con el pómulo destrozado. Cuando bajé las escaleras y vi al espectáculo de mi hija con esa carita desfigurada y con las lágrimas que corrían por sus mejillas se me partió el corazón. Su padre, que no es un mal hombre, pero que es un sujeto elemental que después de terminar sus estudios no volvió a abrir un libro para hacerse más culto, propuso la absurda idea de que la lleváramos a una clínica del gobierno. Tomé a mi hijita entre mis brazos, subí a mi hijo a la parte trasera del auto y la llevé a una clínica privada donde pagué para que un buen médico cerrara la herida con varias puntadas, mientras oía los gritos de mi hija y sentía que el llanto me helaba las entrañas. Esa noche le recriminé lo que había hecho, porque la versión que había dado es que la niña se había caída debido al cansancio, pero la realidad es que le había puesto el pie y se había ido de bruces contra una rejas para partirse ahí el pómulo. Yo me decía que hay que ser un desgraciado o un infeliz para hacerle algo así a un hijo y más a mi pequeña, que es la niña de mis ojos. Esa noche discutimos amargamente y saqué parte de mi frustración y resentimiento en una larga perorata mientras me hacía de valor con una cerveza, pero se violentó y tomó la botella estrellándola contra mi cara. Entonces sentí el dolor y caí de bruces mientras un chorro de sangre salía de mi nariz y caía sobre la alfombra que había comprado mi abuelita. Le dije que me llevara al médico pero en realidad sólo me había partido la piel de la nariz en dos en la parte de arriba del tabique por lo que bastaron unas cervezas para anestesiarme y el reposo con una tremenda costra en la cara, una espantosa cruda moral y el dolor por lo que le pasó a mi hijita, que me dura hasta el día de hoy. Porque hay cosas que no se olvidan y más cuando la veo todos los días y veo la cicatriz que tardará años en quitarse, como la que llevo en el alma por su maldita culpa. Lo que pasó después de eso ha sido una larga espiral de deterioro mental: escudándose en una supuesta enfermedad, alimentada por algunos parientes y alguna que otra amistad desquiciada, ha usado el dinero que tanto trabajo me cuesta ganar cada día, para pagarse costosos análisis médicos escatimando en comida, y cuando alguien le sugiere locura o la conveniencia de ver a un psiquiatra su reacción es de desproporcionada violencia. Mis hijos viven a veces con hambre y en ocasiones también con miedo, como el día en que mi hijo se le enfrentó y a cambió recibió un par de violentos azotes con un cinturón de piel. Así estaban las cosas hasta el día en que me colmó la paciencia, y no pude más y todos los demonios y los fantasmas y los resentimientos y el odio me transfiguraron y me derrotó la violencia, me ofusqué e hice lo que Usted ya sabe. Espero que comprenda lo que pasó, Señor Juez, porque es debido a las razones que le he mencionado y a otras más que no le puedo contar, que ayer asesiné a mi marido.


Enero 27 de 2015

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