Por Javier Brown César
Estaba convencido de que lo que hoy
se llama religión no merece tal nombre. Para él la religión es una disposición
natural de todo ser humano, un hábito interior que surge de los más profundo y
entrañable de cada uno, y no un conjunto de rituales y de consignas que se
repiten interminablemente, sin tener efecto alguno en el bienestar de los
demás.
Creía que no es lícito ser un
asesino y recibir perdón para seguir siendo asesino, que tampoco lo es ser
ladrón y recibir perdón para seguir siendo ladrón. Si alguien mata o roba a
otro, la única alternativa que es lícita, es la conversión radical, el cambio
profundo en el estilo de vida, para dejar de ser lo que antes se era.
Para él, la única religión válida se
basa en obras cuyo fin es mejorar la vida de las personas, de acuerdo a lo que
las personas saben que es mejor para ellas, sin causarles daño y sin
lastimarlas. Sabía que hay quienes pretenden estar en posesión del conocimiento
de lo que es mejor para sus semejantes, pero que en el fondo hacen más mal que bien.
También sabía que hay quienes creen ayudar a los demás y lo que hacen es causar
mayores males, como cuando se le da limosna al niño de la calle para que éste
se lo lleve a su padre o madre explotadora, o como el que le da dinero al
alcohólico o al drogadicto, para que se sigan suicidando a pellizcos.
No creía en las oraciones repetidas
sin tos ni son, porque las consideraba palabras huecas y vanas, e incluso sin
sentido. Para él la oración era una forma de comunicarse con lo más profundo de
sí mismo, poniendo en sintonía energías sublimes para transformar la realidad
mediante el pensamiento que lleva a la acción.
Practicaba la meditación como medio
para ponerse en sintonía con el orden cósmico, abriéndose a las ideas que
llegan a una mente que está atenta a las percepciones sensibles y a la
intimidad del ser y que se ha vaciado de pensamientos egoístas y mezquinos que
sólo causan odio, envidia y vanidad.
Sus más íntimas convicciones se
basaban en el principio de que no se puede amar a alguien que no se ve si no es
a través de quienes sí vemos. Pero no practicaba un naturalismo exótico y
cínico, porque en lugar de "amar" a una naturaleza con la que no se
podía comunicar directamente y que no le podía responder, prefería ver en el
rostro de otra persona la más grande belleza. Un día, ante un paisaje absolutamente
sublime vio a una mujer extasiada que decía, qué bella es la naturaleza, a lo
que respondió con toda franqueza, sí es cierto, pero todo esto palidece ante la
belleza de tu rostro inefable; lo paradójico es que la mujer a quien se dirigió
era fea, deforme y extremadamente egoísta.
Desconfiaba de quienes absuelven a
criminales, usureros y bandidos a nombre de una divinidad inaccesible y
distante, con lo que otorgan licencia abierta para continuar una vida llena de
trapacerías, intrigas y abusos.
Veía con recelo a quienes se
arrodillan ante altares de dioses hechos a imagen y semejanza de los seres
humanos, y que al salir de templos y lugares a los que llamaban sagrados, se
comportaban como de manera ruin, mezquina, envidiosa y egoísta.
Despreciaba las palabras vanas y las
prédicas no respaldadas por acciones nobles y elevadas. Sabía que para
trascender hay que esforzarse al máximo obteniendo a cambio resultados mínimos
e incluso modestos, pero que al cambiar la vida de una sola persona, se lograba
que toda esta faena, este teatro que es la vida humana, lleno de tragedia y
comedia, valiera realmente la pena.
Vivía modestamente, sin exhibirse a
sí mismo, con la profunda convicción de que el ser humano no es rico por lo
mucho que pretende tener, sino por lo que es capaz de dar a los demás.
Tenía oídos para todos y palabras
para quienes lo quisieran escuchar, no daba consejo si no se lo pedían y no pontificaba
a nombre de nada ni nadie. Creía que el mejor ejemplo de vida noble y elevada es
uno mismo, por lo que no se presentaba como paladín de nada ni de nadie.
Sabía que la mejor donación no tiene
como fin deducir impuestos o exhibir un hipócrita altruismo, sino dar lo mejor
de sí mismo a los demás: el tiempo, el conocimiento e incluso la vida misma.
Un buen día, dio la vida por alguien
más y casi nadie lo recuerda por eso, porque no se supo lo que había hecho.
Hoy, la persona a la que ofertó su vida sin apetitos ni protagonismos, visita
la tumba remota y modesta de éste, al que podemos llamar, el practicante.
Enero 8 de 2015
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