jueves, 8 de enero de 2015

Cuento: El practicante


Por Javier Brown César

 
Estaba convencido de que lo que hoy se llama religión no merece tal nombre. Para él la religión es una disposición natural de todo ser humano, un hábito interior que surge de los más profundo y entrañable de cada uno, y no un conjunto de rituales y de consignas que se repiten interminablemente, sin tener efecto alguno en el bienestar de los demás.

 
Creía que no es lícito ser un asesino y recibir perdón para seguir siendo asesino, que tampoco lo es ser ladrón y recibir perdón para seguir siendo ladrón. Si alguien mata o roba a otro, la única alternativa que es lícita, es la conversión radical, el cambio profundo en el estilo de vida, para dejar de ser lo que antes se era.
 

Para él, la única religión válida se basa en obras cuyo fin es mejorar la vida de las personas, de acuerdo a lo que las personas saben que es mejor para ellas, sin causarles daño y sin lastimarlas. Sabía que hay quienes pretenden estar en posesión del conocimiento de lo que es mejor para sus semejantes, pero que en el fondo hacen más mal que bien. También sabía que hay quienes creen ayudar a los demás y lo que hacen es causar mayores males, como cuando se le da limosna al niño de la calle para que éste se lo lleve a su padre o madre explotadora, o como el que le da dinero al alcohólico o al drogadicto, para que se sigan suicidando a pellizcos.

 
No creía en las oraciones repetidas sin tos ni son, porque las consideraba palabras huecas y vanas, e incluso sin sentido. Para él la oración era una forma de comunicarse con lo más profundo de sí mismo, poniendo en sintonía energías sublimes para transformar la realidad mediante el pensamiento que lleva a la acción.

 
Practicaba la meditación como medio para ponerse en sintonía con el orden cósmico, abriéndose a las ideas que llegan a una mente que está atenta a las percepciones sensibles y a la intimidad del ser y que se ha vaciado de pensamientos egoístas y mezquinos que sólo causan odio, envidia y vanidad.

 
Sus más íntimas convicciones se basaban en el principio de que no se puede amar a alguien que no se ve si no es a través de quienes sí vemos. Pero no practicaba un naturalismo exótico y cínico, porque en lugar de "amar" a una naturaleza con la que no se podía comunicar directamente y que no le podía responder, prefería ver en el rostro de otra persona la más grande belleza. Un día, ante un paisaje absolutamente sublime vio a una mujer extasiada que decía, qué bella es la naturaleza, a lo que respondió con toda franqueza, sí es cierto, pero todo esto palidece ante la belleza de tu rostro inefable; lo paradójico es que la mujer a quien se dirigió era fea, deforme y extremadamente egoísta.

 
Desconfiaba de quienes absuelven a criminales, usureros y bandidos a nombre de una divinidad inaccesible y distante, con lo que otorgan licencia abierta para continuar una vida llena de trapacerías, intrigas y abusos.

 
Veía con recelo a quienes se arrodillan ante altares de dioses hechos a imagen y semejanza de los seres humanos, y que al salir de templos y lugares a los que llamaban sagrados, se comportaban como de manera ruin, mezquina, envidiosa y egoísta.

 
Despreciaba las palabras vanas y las prédicas no respaldadas por acciones nobles y elevadas. Sabía que para trascender hay que esforzarse al máximo obteniendo a cambio resultados mínimos e incluso modestos, pero que al cambiar la vida de una sola persona, se lograba que toda esta faena, este teatro que es la vida humana, lleno de tragedia y comedia, valiera realmente la pena.

 
Vivía modestamente, sin exhibirse a sí mismo, con la profunda convicción de que el ser humano no es rico por lo mucho que pretende tener, sino por lo que es capaz de dar a los demás.
 

Tenía oídos para todos y palabras para quienes lo quisieran escuchar, no daba consejo si no se lo pedían y no pontificaba a nombre de nada ni nadie. Creía que el mejor ejemplo de vida noble y elevada es uno mismo, por lo que no se presentaba como paladín de nada ni de nadie.

 
Sabía que la mejor donación no tiene como fin deducir impuestos o exhibir un hipócrita altruismo, sino dar lo mejor de sí mismo a los demás: el tiempo, el conocimiento e incluso la vida misma.
 

Un buen día, dio la vida por alguien más y casi nadie lo recuerda por eso, porque no se supo lo que había hecho. Hoy, la persona a la que ofertó su vida sin apetitos ni protagonismos, visita la tumba remota y modesta de éste, al que podemos llamar, el practicante.

 

Enero 8 de 2015

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