miércoles, 14 de enero de 2015

Cuento: Sic transit gloria mundi

Por Javier Brown César

Pasó frente a mí como un bólido. En él viajaban Adriana y Sergio, Carmen y Esteban, quienes ocupaban respectivamente las partes delantera y trasera del lujoso automóvil. Adriana era una preciosa jovencita de 19 años, alta, de tez blanca y facciones finas, que estudiaba Ciencias Políticas y que a su edad era la promesa de lo que podría llegar a ser una líder exitosa. Sergio, de 18 años, era muy alto y bien parecido, de buen talante y mucho talento, con amplias entradas en la frente que correspondían a una inteligencia realmente prodigiosa. Carmen era bajita, pero con un cuerpo absolutamente indescriptible, que sumado a esa piel ligeramente morena, esos 17 años recién cumplidos y esos ojos azules, como pedazos de cielo, constituían razones más que suficientes para que el mundo entero se rindiera a sus pies. Esteban era prodigiosamente fuerte, además de un atleta consagrado, a pesar de sus tiernos 18 años, con una personalidad impactante que descollaba a través de sus ojos vivaces, del color de las esmeraldas. Todos eran jóvenes destinados al éxito y a ser felices, uno al lado de otro, y que en el camino de la vida se encontraron para subirse al auto que seguramente era de alguno de sus padres.

Poco después de que los vi se oyó un ruido terrible, como de un trueno que cae cerca de uno con implacable e inusitada rapidez, y después, una serie de golpes de lámina secos, cual latigazos; un auto que venía de otra avenida se había impactado contra el automóvil de los jóvenes, lanzándolo contra un árbol y una banca. En el impacto Esteban, que no llevaba cinturón de seguridad, salió despedido hacia el frente rompiendo el parabrisas, para dejar la espina dorsal en el pavimento muriendo al instante; Carmen, que sí llevaba cinturón de seguridad, había visto su cuerpo comprimirse contra el asiento de Sergio, el conductor, quien tenía el volante enterrado en el estómago, lo que ponía al descubierto sus vísceras, mientras que Adriana yacía moribunda al golpearse el auto contra el árbol y la banca, lo que le perforó la caja torácica causándole múltiples lesiones internas.

Me acerqué al auto de los jóvenes, mientras pensaba: los jóvenes de ahora han perdido de vista el valor real de las cosas y la noción de lo frágil que es la existencia, se creen seres superiores semejantes a dioses a los que no les puede pasar nada, carentes de humildad y de sencillez. La vida de comodidad y de lujos que les han dado sus padres los ha alejado de la realidad, y ahora viven una existencia fácil y no tienen que luchar como lo hicieron sus ancestros, y desde luego, no sienten lo glorioso que es ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente, no tienen que trabajar arduamente para domar a la naturaleza, no se han visto sumidos en guerras y masacres que le ponen a uno los pies en la tierra, haciéndole sentir lo pasajera que es la existencia, lo perenne que es el confort y lo estúpida que puede llegar a ser la humanidad. No se han dado cuenta de lo mísero que deviene el individuo de nuestra especie, cuando pierde de vista los valores superiores de la auténtica amistad basada en la virtud, cuando deja de temer a alguien superior que se nos impone, y cuando pierde de vista que el auténtico amor consiste en la donación de uno mismo a los demás.

Cuando llegué, todos los jóvenes habían muerto menos Adriana, quien agonizaba en medio de lastimeros aullidos de dolor. Mi rabia fue mayúscula cuando vi que del otro automóvil salía un tipo ensangrentado, pero vivo y en obvio estado de ebriedad, que no era capaz de articular palabra alguna con coherencia, porque claro está, uno que se la ha pasado la vida de teporocho, sabe claramente distinguir entre un moribundo que agoniza y un borracho incoherente, porque en mi larga y podrida existencia como alcohólico perdido he visto a ambos; desde que no pude obtener una cátedra de maestro de filosofía, a pesar de haberme graduado con honores, después de haber presentado una tesis sobre el Uno en Platón de acuerdo a las doctrinas no escritas, he sido testigo de las mayores aberraciones que somos capaces de cometer. Entonces, a la vista de ese borracho irresponsable, que también era un joven de no más de veinte años, tomé la mano de Adriana, quien me miró fijamente, a la vez que un hilo de sangre salía de su boca y nariz, mientras me decía: papá, no quiero morir así. Entonces asumí el rol de padre y tome su mano, que apretaba con fuerza la mía. Pocos instantes después, dejó de apretar mi mano, y ladeó su tierna y núbil cabeza.

Enero 12 a 14 de 2015

No hay comentarios.:

Publicar un comentario