FRIEDRICH
NIETZSCHE: PROFETA DEL MILENIO
Por
Javier Brown César
Karen
Horney, la gran discípula de Freud, decía que quien padece de angustia se
siente como una hoja en la tormenta: indefenso, abandonado, inseguro. Alfred
Adler, otro notable discípulo del fundador del psicoanálisis, creó los términos
complejo de inferioridad y afán de superioridad, este último bajo la indudable
influencia de Friedrich Nietzsche, filósofo austriaco que influyó de manera
decisiva en pensadores de la talla de José Ortega y Gasset, Herbert Marcuse o
Martín Heidegger. Nietzsche no sólo fue hoja en la tormenta –“traicionado” por
su amigo Richard Wagner, defraudado por su amor perdido Lou von Salomé, víctima
de la sífilis y abandonado por su madre y hermana en un manicomio- sino que
también fue tormenta –él mismo, en un ejercicio de “autocrítica” literaria, se
consideraba como dinamita.
Para muchos filósofos nada ha sido igual después de
Nietzsche, para otros –principalmente Heidegger, la metafísica llegó a su fin
con el autor de “Así habló Zaratustra”. Sobre Nietzsche escucharemos las
opiniones más diversas, las interpretaciones más extremas y las ideas más
descabelladas, porque él mismo fue diverso en sus opiniones e incluso
contradictorio, extremista hasta ser reaccionario y creador de ideas –como el
superhombre, la voluntad de poder y el eterno retorno -que en su época parecían
francos desatinos para los legos, pero que en el fondo llevan el proyecto
kantiano de la crítica a sus últimas consecuencias.
Nietzsche debe ser leído con cautela y estudiado con
cuidado, ubicando con claridad su proyecto filosófico en la amplia trama de la
filosofía occidental. ¿Qué pretendía el autor del Anticristo con su forma de
filosofar al martillo y sus múltiples aforismos? ¿Cuál es el sentido, críptico
para casi todos, que encierra su Zaratustra? ¿Qué misterios le fueron revelados
y qué verdades le fueron vedadas? ¿A qué lo condujo su filosofía? Muchos
coinciden en que la filosofía de Nietzsche no tiene antecedente inmediato: que
su filosofía, como la de Kierkegaard, es una respuesta al panlogismo de Hegel,
que su filosofía antisistemática es el mejor remedio contra los grandes
sistemas filosóficos que él denunció –el platonismo, la filosofía sistemática
de inspiración cristiana y el idealismo absoluto-; para éstos, la única forma
de comprender a Nietzsche es dar un salto hacia atrás de más de dos milenios:
antes de Sócrates.
Nietzsche y Heidegger son en buena medida “culpables” de que
muchos filósofos estén actualmente hurgando antes de Platón, en busca de la
auténtica filosofía, desentrañando así el sentido críptico de textos de
Parménides, Heráclito, Zenón de Elea o Anaximandro de Mileto. Gilles Deleuze,
uno de los más lúcidos intérpretes de Nietzsche nos diría: no hay que ir tan
lejos, tan sólo es necesario regresar un siglo, a los inicios del idealismo, a
Kant y su criticismo trascendental; ahí están las raíces de Nietzsche, la
anticipación lúcida de un proyecto, que recibe un complemento importante de
Schopenhauer y su magna obra: El mundo como voluntad y representación.
Todo indica que tal vez estos indicios son suficientes.
Parte del atractivo de Nietzsche para nuestros
contemporáneos, y de manera principal, para nuestros contemporáneos jóvenes, es
su reivindicación radical de los instintos, del dominio de la carne y del
imperio de la voluntad sobre la inteligencia; la otra parte de su atractivo
radica para muchos en su anuncio de la muerte de Dios, que a decir de
Dostoievsky, si ya falleció, entonces todo está permitido. El permisivismo y el
instintivismo son algunas de las grandes ilusiones que los promotores de la
sociedad de consumo defienden a ultranza: eres libre para consumir, para
satisfacer tus deseos y para hacer lo que quieras: “En una época -como la
actual- que glorifica lo espontáneo, lo liberador, lo no represivo, el que se
presente como promotor de las inclinaciones instintivas del pueblo cobra
inmediatamente fama de persona al día, avanzada, abierta al progreso. Ello le
da ascendiente, le otorga credibilidad, lo pone en condiciones de ejercer las
artes del ilusionismo mental –o manipulación- sin levantar sospechas y ser
acusado de falsario”[1]. Aquí
está, en parte, la explicación de por qué Nietzsche es considerado un gran
profeta para Occidente: glorificó lo espontáneo, lo liberador, lo no represivo,
lo instintivo y con esto dio al pueblo argumentos suficientes para el
desenfreno, para la vida dionisiaca.
Pero
Nietzsche fue un gran crítico de la masa, del ser humano promedio, del
individuo del pueblo, a quien consideró sólo una cuerda tendida hacia el
superhombre: “… el manipulador envilece al pueblo para tener libertad de
maniobra y evitar el riesgo de ser escarnecido”[2]. La
filosofía al martillo nietzscheana es demoledora, no deja edificio en pie y con
ello contribuye a hacer que toda filosofía posterior sea, ante todo,
arqueología; no en balde, uno de los grandes seguidores de Nietzsche, Michel
Foucault sistematizó el método seguido en Las palabras y las cosas, La
historia de la locura y El nacimiento de la clínica en su obra La
arqueología del saber. Todo parece indicar que a los filósofos actuales
Nietzsche sólo les ha dejado una función clara: ser arqueólogos; ya ni siquiera
esclavos de la teología o guardianes del conocimiento. La crítica nietzscheana
al proyecto occidental es demoledora: música, literatura, arquitectura, poesía,
todo cae bajo la ley del martillo. Y he aquí la veta más positiva de esta
filosofía: su criticismo. Así es, Nietzsche es el más excelso de los
neokantianos, porque es el único que fue capaz de retomar el proyecto de su
maestro, realizando una crítica total de la razón.
A
diferencia de Kant, Nietzsche no pretende defender la ciencia de inspiración
newtoniana, no le interesan las matemáticas, ni la física, ni defender el
apriorismo del tiempo y el espacio. Para Nietzsche, todo concepto es
perspectiva, es un dicho enunciado por alguien; por ello, lo fundamental no es
el análisis de los argumentos, sino saber quién dice las cosas, desde qué
posición, bajo qué tipo de fuerza. En consecuencia con lo anterior, Nietzsche
desarrolla a fondo su crítica de la razón occidental: contra la idea de un
tiempo histórico cerrado a futuro, plantea el eterno retorno de todas las
cosas; contra la idea de un alma encarcelada en el cuerpo, plantea la
superación a futuro del espíritu encarnado; contra la idea de una razón capaz
de llegar a desentrañar la verdad del mundo, plantea los límites de la aventura
racional y su sometimiento a la voluntad. Su renovado criticismo es puntual,
pero sus respuestas son fallidas en la medida en que en lugar de dejar las
cuestiones abiertas y apuntar horizontes futuros plenificadores, dio respuestas
utópicas y dogmáticas.
Filosóficamente
es correcto criticar la interpretación redentorista de la historia[3]: nada
apunta, en el plano empírico, a una historia que al cerrarse sobre sí misma
lleve a una era de plenitud terrenal paradisíaca, esto es materia de fe, no de
razón. En última instancia y en un futuro al que nadie puede acceder
materialmente, sólo la fe es capaz de cerrar la trama de la historia humana con
la redención vía dispensaciones sucesivas, sólo la fe es capaz de vislumbrar un
horizonte futuro de perfección luminosa y vital; la razón llega sólo a la
noción de que algo hay en el ser humano que es por esencia inmaterial y divino:
Nietzsche criticó a Sócrates por su conceptualismo, pero dejó intacto a su
daimón.
Nietzsche
anunció en La Gaya ciencia la muerte de Dios, afirmación polémica que ha
causado dolores de cabeza a más de un teófilo. Para los creyentes, si es considerada
con seriedad, la afirmación de Nietzsche: Dios ha muerto, es un sinsentido, una
de aquellas frases que a decir de Wittgenstein no tiene razón de ser. Si como
decía San Anselmo, Dios es, en tanto que concepto, la realidad más alta, noble
y perfecta que se puede pensar, entonces la inmortalidad, la infinitud, la
ilimitación y la eternidad son sus atributos esenciales. Dios no puede morir,
porque no tiene principio ni fin.
De aquí
que algunos interpreten que la afirmación de Nietzsche, para no pasar sólo como
frase desafortunada o desatino filosófico sólo puede ser formulada como: cierta
noción de Dios ha muerto. Tal vez el problema de fondo al anunciar la muerte de
Dios, es que se pretende aniquilar al inmortal, pero al sacar de la casa al
concepto de Dios, digamos por la puerta grande, como lo hizo Nietzsche, éste
entra por la ventana, pero de tal modo disfrazado que ya no es reconocido por
nadie.
Para el ser
humano del siglo XXI la inexistencia absoluta de lo supremo no es real: ya que
aparece insistentemente como destino (Hitler, Monrow), como materia (Feuerbach,
Mach), como espíritu (Hegel), o como una multiplicidad de seres semidivinos
bajo la guía de un desconocido pero absoluto (henoteísmo contemporáneo). Esto
nos lleva a pensar que lo que entendemos como Dios no puede morir y el intento
de aniquilarlo sólo tiene como resultado su sustitución con algún otro poder
superior que en el fondo, no es otro que el mismísimo Dios. Cuando Santo Tomás
prueba la existencia de Dios en sus justamente famosas cinco vías no dice: y
por lo tanto Dios existe, sino por ejemplo: a esta causa primera del movimiento
le llamamos Dios. Dios es sólo el nombre que expresa la realidad del que es,
del Yo soy absoluto, de la personalidad suprema.
Más allá
del problema de Dios y su existencia, que nos lleva directamente a la teodicea
(justificación de la existencia de Dios) y a la teología (ciencia de Dos), es
fundamental retomar el hilo de nuestra argumentación. La idea del eterno
retorno no es desafortunada si pensamos que todas las cosas buenas regresarán,
porque este es en sí el proyecto de un cosmos en evolución: lo bueno permanece
y retorna de manera constante, a pesar del mal relativo en el mundo. La idea
del superhombre tampoco es desafortunada si pensamos que el ser humano a la vez
que debe superarse debe ser superado: de hecho, cada persona es superada al
morir, porque hay algo que está por encima (super) de ella, por lo menos, la
muerte. Pero efectivamente, y esto también es materia de fe, el ser humano
concreto es superado cuando se inicia la larga carrera espiritual ya sin el
peso de este mundo y sin los ojos de este cuerpo. Finalmente, Santo Tomás,
siguiendo a Aristóteles decía que el alma puede hacerse todas las cosas, y esto
es cierto, puede conocer todo, pero ninguno de estos grandes filósofos dijo que
podemos conocer toda la Verdad.
Nietzsche
tuvo intuiciones acertadas, pero conclusiones filosóficamente cuestionables.
Quizá tuvo un atisbo o una iluminación súbita pero en el fondo, y este es el
gran problema de la filosofía, las grandes verdades son materia de preguntas y
no tanto de respuestas, porque cada respuesta es sólo provisional y si
encontráramos la gran Verdad, tal vez, como dijo Gorgias, no la podríamos
comunicar a nadie; porque esta gran Verdad es sólo materia de experiencia, no
de discurso, transforma al que la experimenta, pero es incapaz de convertir a
quienes la niegan a ultranza.
En este
milenio, muchos le tenemos simpatía a Nietzsche, y por ello su final nos
resulta trágico y elocuente: al parecer Nietzsche fue recluido por su madre y
hermana sin estar totalmente loco. Si hacemos caso a Foucault, la locura se
caracterizaría por la ausencia de obra: loco es el que al no poder aportar algo
a la sociedad, es recluido. Pero ese no parece ser el caso del autor del
Zarathustra. Hace poco tiempo apareció la edición de una obra titulada Mi hermana y yo, un libro que se dice
que Nietzsche entregó a un compañero de manicomio, ya que desconfiaba de su
madre y hermana; el libro parece auténtico y documenta la presencia de
pensamiento en un hombre en apariencia perdido en la oscuridad de su tormento.
Y sin embargo, el tormento de Nietzsche era terrible y su locura, episódica.
En este
milenio Nietzsche despierta admiración, una de las razones de su prestigio es
su crítica despiadada a un Occidente en franca decadencia. El vaticinio
nietzscheano se hace experiencia viva en Samuel Becket quien “Luchó bravamente
en las filas de la Resistencia francesa contra los nacionalsocialistas, y
celebró con entusiasmo el día de la liberación. Poco después advirtió que la
Europa libe era objeto de una invasión interior, de apariencia pacífica y
benéfica, pero mucho más peligrosa y difícil de vencer que la invasión exterior
que había padecido”[4].
Nosotros lo vivimos ahora, el Imperio se revela contra el Islam y con el
argumento de la lucha contra el terrorismo instaura aún más terrorismo, dejando
de lado el legado cristiano auténtico y haciendo que la muerte de Cristo en la
cruz parezca inútil. Una buena parte de Occidente está encerrado en un nuevo
fundamentalismo desde el cual pretende instalar “su verdad” en los seguidores
de Mahoma.
Occidente
está encerrado en una lógica de violencia y venganza que deja de lado los
ideales de perdón –típicamente aquél expresado tan santamente: perdónalos
Señor, porque no saben lo que hacen-, y la paz heredada por Dios hecho hombre.
Occidente está tirando a la basura, con su individualismo, su materialismo y
sus otros ismos, lo mejor de un legado que constituye su carta más fuerte
frente al Islam, sino es que su única carta para evitar la conflagración
mundial: el espíritu universalista, el catolicismo abierto y dialogante. Estamos
en un momento álgido de tensión: Jihad versus McWorld; y tal vez instalados en
la inminente Tercera Guerra Mundial (ninguna de las guerras mundiales
anteriores se describió a sí misma como mundial, aunque todas fueron europeas,
tal vez esta tercera sí sea auténticamente mundial).
Simpatizamos
con Nietzsche por haber visto la debacle de Occidente gracias a la inversión de
los valores, a su tergiversación, todo esto un siglo antes de que aconteciera. Él
mismo vivió la debacle ya que tal como revela la historia clínica de sus
últimos días, la vida del genial filósofo fue en muchos sentidos adversa; vivió
el abandono hasta el final de sus días. El gran artífice de la voluntad de
poder, el defensor de los instintos, el profeta del superhombre, el vindicador
de Zarathustra, se nos presenta al final como un ser humano, demasiado humano y
demasiado frágil, como un espíritu debilitado en un cuerpo debilitado, y como
decía Alfred Adler, necesitado de sobre-compensar sus debilidades hechas
síndrome.
Efectivamente,
y como bien ha visto Pappini, la nota que caracteriza a nuestro pensador no es
la fortaleza sino la debilidad, y si bien Nietzsche atinadamente defendió la
importancia de la voluntad para la vida –ya Kant decía que la inteligencia es,
ante todo, práctica- al final de su vida ya no tuvo voluntad: “A pesar de las
imágenes y de las alegorías, a pesar de los amplios horizontes escenográficos y
de los crescendos de las sinfonías, se ha descubierto el secreto de Nietzsche.
En una palabra -en una sola e insignificante palabra- está el secreto de
Nietzsche: en la palabra DEBILIDAD. ¿De qué os sonreís? ¿De qué os maravilláis?
¿Tal vez porque Nietzsche ha hecho la apoteosis del poder y ha compuesto himnos
a la fuerza? ¡Por eso mismo os aseguro yo que fue un débil en toda la
melancólica extensión de la palabra!”[5]. Eso hace que Nietzsche sea como cualquier
persona y que en el fondo de nuestro corazón aumenten a la vez nuestra admiración
por el gran pensador y nuestra solidaridad con el compañero de lucha.
[1] López Quintás, Alfonso.
La manipulación del hombre a través del lenguaje: estudio de los recursos
manipuladores y del antídoto contra los mismos. Primer curso, Roma, 2001.
p. 66.
[2] López Quintás. Loc. cit.
[3] Este tipo de
interpretación es la que dio el pueblo judío a la noción de mesías; Cristo se
encargó de criticar esta interpretación a fondo, dejando en claro que su hay un
reino celestial por venir, éste no se dará en la tierra: “mi reino no es de
este mundo”.
[4] López Quintás. Op. cit., p. 62.
[5] Pappini, Giovanni. El
crepúsculo de los filósofos.
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