Ese día lo internaron por un severo
cuadro, que decían que era influenza. En cuanto llegó al hospital, su situación
comenzó a agravarse después de los primeros cuidados: la fiebre no cedía, así
que hubo que aplicar medicamentos cuya eficacia ya había sido probada, pero
cuyo elevado costo hubiera ofendido a estoicos e impávidos; eso no importaba,
la familia tenía recursos suficientes: casas en playas, automóviles de
colección, relojes de lujo, joyas indescriptibles. Ustedes atiéndalo, que la
familia paga. A pesar de todo no mejoraba, al contrario, su salud se
deterioraba poco a poco. Así que los médicos decidieron realizar un escaneo.
Encontraron extrañas malformaciones que sus familiares no eran capaces de
comprender, pero que era necesario extirpar -el abuelo recordó que los
mecánicos de antes hacían lo mismo con los autos, pero en su delirio senil fue
incapaz de comunicar esa lúcida relevación a los demás. Así que lo operaron
para extirparle todo aquello que le causaba tanto malestar. Cuando despertó
sentía que había pasado un segundo desde que entró al hospital, pero había
estado ahí semanas, que en términos monetarios representaban una pequeña
fortuna; pero sus familiares lo amaban tanto que la venta de la casa de Valle
de Bravo bien valía la pena. Días después salió del hospital totalmente
recuperado, con una pequeña cicatriz en el abdomen y algunos cientos de miles
de pesos menos en su cuenta de banco, pero eso no le importaba. Antes de salir
del nosocomio el abuelo, usualmente incontinente, entró a un cubículo pensando
que era el sanitario y sin que nadie lo viera escuchó una conversación que ni
comprendió cabalmente ni era capaz de comunicar a nadie, dada su avanzada
demencia:
Ya sabe enfermera, el hotel de
siempre, gran turismo, por un mes, y el vuelo en primera clase, pero eso sí, no
me pase llamadas mientras esté fuera, y menos de la familia de ese estúpido
ricachón que operamos hace algunos días.
Marzo 29 de 2017
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