La droga gobierna al mundo, no cabe
la menor duda: en las calles y bares, en los hoteles de lujo y en los tugurios
de mala muerte. Todo tipo de drogas circulan libremente todos los días en las
ciudades: desde el inocente tabaco que sólo produce cáncer y enfisemas, hasta
el Krokodil y la morfina que matan de forma tenaz y segura. Las autoridades
creen controlarla, pero son las drogas las que las controlan a ellas, ya sea
que las consuman con avidez inusitada o que se beneficien de su tráfico y
trasiego. Cocaína y crack, metanfetaminas y solventes, alcoholes y opiáceos, solventes
y cementos, nuestra generación es víctima infame de millones de sustancias que
evitan la depresión, provocan euforia, incitan al viaje cósmico, inducen
meditaciones trascendentales, llevan al delirio extático o sumergen en el más
extremo placer a sus adeptos. Por mar y aire, por carreteras y túneles, a
través de las venas y arterias de las ciudades, las drogas nutren el ansia insaciables
de megalópolis y de pequeñas ciudades ávidas, ansiosas y sedientas. Todas las
noches y todos los días millones deambulan peligrosamente por las calles o se
encierran en sus deteriorados hogares para drenar los últimos instantes de
placer en cada sorbo, inyección, inhalación, trago o fumada. En grupos o
aislados los devotos se hincan ante el sutil orgasmo aparentemente perpetuo y
acaban con su vida, en un lento suicidio a pellizcos. Desde opulentos jefes de
Estado hasta pordioseros hambrientos, todos son rehenes permanentes de una servidumbre
que nadie quiere reconocer. Los gobiernos no quieren legalizar, porque entonces
todo el sistema se vendría abajo: quién querría trabajar teniendo al alcance de
la mano placeres casi inconcebibles aun al precio de terribles y curables resacas,
con su respectiva dosis adicional. Las drogas son un negocio redondo: generan
fortunas indescriptibles a través de la red de producción y distribución y a
través de la red de combate que consiste en darle armas a los narcotraficantes
y armas a los erradicadores para que se maten entre ellos, sin mermar las
ganancias que representa un mercado mundial de cientos de millones de ávidos
consumidores. Esta guerra es la más cruel, porque no conoce nacionalidades ni
creencias, y bajo el argumento de que los narcotraficantes han llevado
prosperidad y progreso, de que han abierto escuelas, construido templos,
pavimentado calles, caminos y avenidas y electrificaron comunidades, se asesina
sin piedad a quien se opone a que la droga gobierne al mundo.
Abril 4 de 2017
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