Era el matrimonio perfecto, todos lo
comentaban, con cincuenta años de casados representaban la pareja ideal:
siempre juntos y contentos, ella, con sus blancos cabellos que parecían
torundas de algodón perfectamente ordenadas sobre una cabeza altiva y serena;
él, un auténtico caballero de los de antes, con su calva profusa que dejaba a
los lados los resquicios de una vida de sabiduría y experiencias invaluables.
Se les veía juntos en todos los eventos, agarrados de la mano, sonriendo
siempre, exudando éxito y bienestar. Nadie ha sido capaz de demostrar que
alguna vez hayan tenido alguna pelea, ni sus catorce hijos y menos sus cuarenta
nietos y biznietos. Eran, a decir de todos, el matrimonio prefecto. Sus vecinos
hablaban de forma unánime de una pareja ejemplar: ella devota y justa, él
diligente y trabajador; ella ama de casa servicial y atenta, él un caballero
incomparable.
Un buen día amanecí con una
sorprendente noticia: un par de respetables y muy queridos miembros de la
comunidad habían muerto: el, un hombre ya mayor yacía agonizante al lado de su
esposa, una reconocida activista social que había ayudado a miles de personas y
a la que había apuñalado con saña sin igual. En la foto del periódico reconocí
a la pareja que tanto admirábamos. En sus últimos segundos de vida el confesó
el crimen y literalmente dijo: siempre nos odiamos pero no queríamos que nadie
lo supiera. ¡Lástima! Parecía el matrimonio perfecto.
Abril 2 de 2017
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