Por Javier Brown César
Un buen día me vi en la calle,
sin otra alternativa que la que me propuso mi jefe anterior: vaya buscando otro
empleo. Y eso hice durante días, semanas y meses, consumiendo mis escasos
ahorros y vendiendo mis limitados bienes, yendo de una entrevista de trabajo a
la otra, hasta que me quedé sin un centavo en la bolsa, con mi título
universitario en la mano y con un hambre de la fregada en el estómago.
No sabía qué hacer y más cuando
un mendigo andrajoso del que sentí una lástima inenarrable me pidió una limosna
con voz lastimera y ojos suplicantes. Y entonces se hizo la luz, si un
universitario no podía conseguir empleo en este país sin oportunidades y si la
vía de la ilegalidad tenía como fin la cárcel, la solución sería la mendicidad
obligada. Comencé a pedir dinero hasta que caí en la cuenta de que a mis años,
y con mi porte, me seguía quedando con hambre y en la calle, así que decidí
consultar a un experto. José era su nombre y en su vida se había dedicado a
enseñar a las personas a ser mendigos. Estás demente –me dijo- no hay nada en
ti para que la gente sienta lástima, porque el primer principio de la
mendicidad es que debes causar lástima y entre más mejor, porque las personas
que pasan cerca de un mendigo le dan dinero para evitar verse en el espejo de
sus propias miserias o por la profunda culpa que les ocasiona su vida vil y
crapulosa. Así que si estás seguro tendrás que tomar medidas drásticas. Como yo
estaba convencido de mi destino, gracias al rayo de luz que me iluminó, asentí
y entonces José me planteó las posibilidades: cojo con muletas, cojo en silla
de ruedas, sin brazos, ciego o tullido, mugroso y alcohólico. Entonces decidí
que lo mejor era la ceguera, para evitar mutilaciones riesgosas para mi vida,
porque siempre he sido un egoísta aferrado a mí mismo. Entonces –dijo José- si
quieres tener éxito en un país como el nuestro donde la mendicidad es un modus vivendi y no una vocación, te
tendremos que convertir en un ciego y para ello el método seguro es el del
fierro ardiendo en los ojos, sólo así podrá ser ceguera auténtica, porque yo no
enseño a simular la pobreza y la falta de órganos. Asentí y José me dijo: te
alcoholizaremos hasta perderte en un sueño profundo del que despertarás ciego,
pero además te desfiguraremos para envejecerte. Si decides hacerlo así no hay
vuelta atrás, por lo que si llegas a mi casa hoy a las 10 de la noche sabré que
tendremos un nuevo mendigo en la ciudad. Así lo hice y entonces comencé a beber
hasta perder la conciencia.
Al día siguiente desperté adolorido
a la penumbra eterna y comenzó mi entrenamiento en la Escuela de Mendigos. Las
primeras semanas fueron indescriptibles. Al principio y para no morir de hambre
tenía que alimentarme con papillas, como bebé, ya que me habían dejado sin dientes
y además no podía oler lo que comía porque tenía la nariz desecha. El dolor fue
cediendo gradualmente entre alcohol y papillas mientras se me enseñaba lo
básico: lo primero es que uno queda sujeto a una relación de servidumbre
teniendo que pagar a la Escuela y a las autoridades de la ciudad cuotas fijas
diarias, lo que dejaría un pequeño margen de ganancia suficiente para no morir
de hambre y para vivir en las calles; hay que saber pedir y para ello la voz es
fundamental, ya que la entonación tiene que ser lastimera y dolida, pero sin
llegar al extremo, y hay que crear una consigna para recibir dinero, no
sirviendo ya cosas como “ayude a este pobre ciego”, que es muy trillada, así
que desarrollé en esos tiempos “libres” varias consignas que no puedo revelar
porque garantizaron mi subsistencia en los primeros días; la ropa y la
apariencia son fundamentales, hay que ir andrajoso pero no apestoso, ya que los
malos olores ahuyentan a la gente y hay que dejarse la barba y el bigote
desaliñados y sucios pero no tanto como parecer malandrín, porque esto también
ahuyenta a la gente. Y así pasaron los días mientras aprendía a identificar los
sonidos que anunciaban un peligro potencial y a aguzar mis restantes sentidos.
No cabe duda de que uno no sabe
lo que tiene hasta que lo ha perdido. Ya sin vista te vuelves dependiente total
del oído, el tacto y el olfato, en ese orden. El oído se aguza necesariamente
porque todo lo que uno percibe de forma inmaterial y en un rango de distancia
extenso son ruidos: personas, autos y otros vehículos, radios y televisiones,
entonces la ciudad se nos aparece como una inmensa amalgama de sonidos en
muchas ocasiones caóticos, que uno se va acostumbrando a organizar en el
espacio mental, porque el espacio deja de ser percibido como algo externo para
convertirse en una construcción de la imaginación. Los metros y centímetros
dejan de tener sentido pero nuevas categorías lo comienzan a adquirir, y así el
cerca-lejos y el amenazante o no amenazante son cruciales para quien no ve.
El bastón blanco, que antes se
llamaba tiento y que es el palo de los ciegos, se convierte en el instrumento
privilegiado del tacto, en una especie de extremidad ampliada que permite saber
qué hay delante de uno y aunque es prácticamente infalible, uno se puede llegar
a equivocar si hay un obstáculo que en lugar de estar soportado por el piso
cuelga de algo, como me llegó a suceder con un cartel que estaba a mitad de una
banqueta y que colgaba de una marquesina, pero eso fue algo excepcional. Llega
también una nueva percepción del tiempo: la vida se vuelve más pausada y el
tiempo se hace todavía más relativo, difícilmente se pueden tener prisas porque
no hay manera de ir al ritmo de los demás, hay que caminar despacio con el
bastón blanco describiendo un arco de aproximadamente una pulgada más que el propio
cuerpo, moviendo solo los dedos y la muñeca, para formar un mapa mental de los obstáculos
y del tipo de superficie sobre la que uno está. En esto de la caminada hay que
ir lento porque si bien es fácil detectar cuando se está enfrente a unos
escalones que suben, cuando los escalones bajan la punta del bastón se hunde
drásticamente, literalmente se pierde el piso y no sabe uno si está ante un
abismo o ante escaleras. Después de cerca de medio año de aprender a utilizar
el bastón blanco pude salir a todas partes para mendigar libremente. Todo lo
que había aprendido me era extremadamente útil para mi nueva vida. Al día
recibía una importante cantidad de dinero. Lo problemático siempre fue cuando
me daban billetes, que yo suponía eran de baja denominación, hasta que un día
pagando unos tacos doña Lupe -que era una señora bien honrada que
desafortunadamente pasó a mejor vida cuando su marido la mató a golpes por
serle infiel- me hizo ver que le estaba pagando con un billete de cincuenta
pesos, por lo que desde ese entonces voy al banco y cambio algunos billetes por
otros de fácil identificación al tacto.
Desde que salí a las calles a
mendigar hasta el día de hoy han pasado más de veinte años y mis canas y
arrugas reales me han ayudado a tener cada vez más ganancias. No me puedo
quejar, me va mucho mejor que cuando trabajaba en una oficina y además de que soy
libre, en una mañana gano lo que antes ganaba en una semana. Como bien y vivo
en un buen lugar. No me cabe la menor duda que las cosas que más extraño,
además de las formas y las figuras que nos descubre la vista, son la
posibilidad de correr libremente y de ver el sol de un nuevo día, porque sólo
sé que amaneció por el calor que siento en la cara. También extraño los colores
y los rostros que ahora sólo puedo tocar y las formas que ya no puedo ver… como
dije antes, uno no sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido.
Febrero 16 de 2005
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