El árbol de zapatos
El paso de una de las ruedas del
autobús sobre un bache o una piedra en el camino me hizo despertar
abruptamente. Vagábamos desde hacía varias horas en busca de algún pueblo,
ranchería o negocio perdido en medio de la nada. Estábamos exhaustos después de
un largo viaje en medio de puro desierto y amplio desasosiego. Entonces
apareció ante nosotros, como un nuevo continente, un oasis de civilización.
Parecía ser una vieja hacienda olvidada en medio del desierto, con grandes
puertas herrumbradas y una construcción firme y robusta cubierta de gris por el
paso del tiempo. El camión se detuvo ante lo que parecía un almacén abandonado,
con los cristales rotos por obra de algún repentino meteoro.
En su interior pude otear una
interminable hilera de anaqueles, henchidos de polvo y vacíos. Vencimos las
puertas de metal con extrema facilidad y penetramos al interior de un
majestuoso complejo, que sin duda en tiempos no muy remotos, fue una
pequeñísima ciudad, de no más de doscientos habitantes. Ante nuestra mirada
atónita se revelaban las casas geométricamente ordenadas, bajo una simetría
casi divina. Nos adentramos en la ciudad.
Caminé alejándome del grupo y
pude contemplar los vestigios de una gran piscina, cubierta en sus paredes por
el musgo y circundada por ranas de piedra que cual inertes centinelas
contemplaban un charco turbio en el que tal vez se gestaba un nuevo mundo. Me
había rezagado contemplando este caldo de cultivo de viejas o tal vez nuevas
formas de vida, cual oasis en medio de este desierto remoto e inmenso. Caminé
rápidamente hacia las casas y pude sentir la ausencia del ser humano por
aquellas remotas regiones. Subí por unas escaleras y ante mí se ofreció un
espectáculo único: de un árbol reseco pero todavía firme y enhiesto, colgaban
de sus agujetas, decenas de pares de zapatos de diversos tamaños, colores y
diseños.
Una voz me despertó de mi
contemplación furtiva:
- Sé lo que estás pensando. Estos
zapatos pertenecieron a los habitantes de este pueblo que ahora está en medio
de la nada pero antes fue un próspero oasis minero. La fiebre de los metales llegó
a su fin y todos se quedaron esperando que volviera. Poco a poco se terminaron
las subsistencias y el agua y los animales y los habitantes comenzaron a
devorarse unos a otros para poder sobrevivir. En este árbol, que poco a poco se
fue secando ante el espectáculo de tan inhumana depravación, se colgaron los
zapatos de cada habitante sacrificado, hasta que al final el último habitante
puso sus zapatos en el árbol, se tendió en el suelo y exhaló su último aliento.
Sorprendido ante tan extraña
revelación voltee y vi ante mi, con su sombrero y ropa de trabajo, y su barba
desaliñada y profusa, lo que debió ser uno de los habitantes de ese viejo
pueblo minero en medio de la nada. Uno de mis colegas me llamó y al buscar de
nuevo a aquel ser espectral supe que había desaparecido y que tal vez había
sido el último habitante.
No encontramos nada. Ni un rastro
de gasolina, ni una lata de alimento, ni una gota de agua. Exhausto de gasolina
el tanque del camión, tuvimos que tomar la decisión de permanecer en el pueblo
hasta que alguien diera con nosotros.
Coyoacán, Distrito Federal,
septiembre 14 de 2013
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