sábado, 14 de septiembre de 2013

Cuento: El árbol de zapatos


El árbol de zapatos

Por Javier Brown César 

El paso de una de las ruedas del autobús sobre un bache o una piedra en el camino me hizo despertar abruptamente. Vagábamos desde hacía varias horas en busca de algún pueblo, ranchería o negocio perdido en medio de la nada. Estábamos exhaustos después de un largo viaje en medio de puro desierto y amplio desasosiego. Entonces apareció ante nosotros, como un nuevo continente, un oasis de civilización. Parecía ser una vieja hacienda olvidada en medio del desierto, con grandes puertas herrumbradas y una construcción firme y robusta cubierta de gris por el paso del tiempo. El camión se detuvo ante lo que parecía un almacén abandonado, con los cristales rotos por obra de algún repentino meteoro.

 

En su interior pude otear una interminable hilera de anaqueles, henchidos de polvo y vacíos. Vencimos las puertas de metal con extrema facilidad y penetramos al interior de un majestuoso complejo, que sin duda en tiempos no muy remotos, fue una pequeñísima ciudad, de no más de doscientos habitantes. Ante nuestra mirada atónita se revelaban las casas geométricamente ordenadas, bajo una simetría casi divina. Nos adentramos en la ciudad.

 

Caminé alejándome del grupo y pude contemplar los vestigios de una gran piscina, cubierta en sus paredes por el musgo y circundada por ranas de piedra que cual inertes centinelas contemplaban un charco turbio en el que tal vez se gestaba un nuevo mundo. Me había rezagado contemplando este caldo de cultivo de viejas o tal vez nuevas formas de vida, cual oasis en medio de este desierto remoto e inmenso. Caminé rápidamente hacia las casas y pude sentir la ausencia del ser humano por aquellas remotas regiones. Subí por unas escaleras y ante mí se ofreció un espectáculo único: de un árbol reseco pero todavía firme y enhiesto, colgaban de sus agujetas, decenas de pares de zapatos de diversos tamaños, colores y diseños.

 

Una voz me despertó de mi contemplación furtiva:

 

- Sé lo que estás pensando. Estos zapatos pertenecieron a los habitantes de este pueblo que ahora está en medio de la nada pero antes fue un próspero oasis minero. La fiebre de los metales llegó a su fin y todos se quedaron esperando que volviera. Poco a poco se terminaron las subsistencias y el agua y los animales y los habitantes comenzaron a devorarse unos a otros para poder sobrevivir. En este árbol, que poco a poco se fue secando ante el espectáculo de tan inhumana depravación, se colgaron los zapatos de cada habitante sacrificado, hasta que al final el último habitante puso sus zapatos en el árbol, se tendió en el suelo y exhaló su último aliento.

 

Sorprendido ante tan extraña revelación voltee y vi ante mi, con su sombrero y ropa de trabajo, y su barba desaliñada y profusa, lo que debió ser uno de los habitantes de ese viejo pueblo minero en medio de la nada. Uno de mis colegas me llamó y al buscar de nuevo a aquel ser espectral supe que había desaparecido y que tal vez había sido el último habitante.

 

No encontramos nada. Ni un rastro de gasolina, ni una lata de alimento, ni una gota de agua. Exhausto de gasolina el tanque del camión, tuvimos que tomar la decisión de permanecer en el pueblo hasta que alguien diera con nosotros.

Coyoacán, Distrito Federal, septiembre 14 de 2013

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