domingo, 15 de septiembre de 2013

Cuento: El pez


EL PEZ

 

Por Javier Brown César

 

Llegó como un don repentino. El pez fue el regalo que nunca pedí, y con el pez me dieron todo lo necesario para administrar su supervivencia: su habitáculo, el oloroso y laminoso alimento y las piedras decorativas. ¿Y el agua? Esa la proveyó el monopolio gubernamental que nos abastece de ese líquido inodoro, incoloro e insípido, que en sueños suele representar la vida, aunque en ocasiones cause la muerte.

 

Con el paso del tiempo sentí cariño por el pez. Al fin y al cabo, éramos los únicos habitantes de un mundo personal que con trabajos construí tras décadas de esfuerzo. Con el tiempo también pensé que entre nosotros había algún tipo de conexión metafísica. Traté de hablar con él, pero nuestros lenguajes no tenían nada en común; traté de experimentar con él, pero su comportamiento era como un jeroglífico agitándose de un lado a otro de la pecera; traté de hacerle escuchar mi música y de acercarlo al sol para que se calentara en los fríos días de invierno. Quería jugar con él, pero él tenía un juego propio que no atinaba a descifrar.

 

Mis más profundos pensamientos llegaron a estar con el pez. Y así un día llegué a la conclusión de un silogismo que conminaba al estoicismo: el pez en la pecera; desde la distancia de un mundo de aire con respecto a un mundo de agua yo soy su Dios; ¿quién a su vez será mi Dios desde otro mundo diferente?

 

Y un buen día, al despuntar la mañana, abrí el cuarto donde estaba su pecera, y la pecera estaba vacía. Busqué al pez por el suelo, sin fortuna; lo busqué sobre la mesa donde estaba la pecera, también sin fortuna. Fui por mis lentes para buscarlo mejor, pero aún así no lo encontré. Entonces pensé que una mano divina lo había sacado de su cautiverio. ¡Milagro! En sus últimos días se le veía feliz: nadaba y restregaba su cabeza contra la pecera. Me nadaba a mí, a su Dios; era el ritual mágico y magnánimo del pez.

 

Fue entonces que mis vanas especulaciones cayeron por tierra: vi en la mesa el papel higiénico y en él envuelto, como si fuera su mortaja, estaba el pez. Bueno –pensé- llegó con el otoño y se fue con el invierno. Sin duda la prolongada práctica de vuelo, consistente en saltar y saltar, dio sus frutos, y un día al fin dio el salto que le permitió salir de la pecera rumbo a la libertad.

 

Cuando lo encontré estaba seco y vuelto sobre sí, en posición fetal, como si unas manos de enterrador lo hubieran doblado sobre sí. Muerto se veía como si le hubieran sacado los ojos. Pero brillaba como nunca. Aunque su brillo era opaco, sus colores resaltan en la penumbra del amanecer, pero habían perdido la brillantez de la vida y adquirido la peculiar luminosidad de la muerte. ¡Qué esplendorosos tonos rojo azulinos tenía! Así, muerto, parecía que brillaba aun más. Pero era un brillo seco, mortuorio, así que deduje que hacía horas que había saltado.

 

Un día antes de su muerte vi en sueños el nombre de quien me lo regaló. Sólo su nombre de pila, no su rostro. Pero su nombre me evocó a la persona. Ahora pienso que tal vez esa persona había arrojado una maldición sobre el pez o que tal vez padecía una maldición que hacía que todo lo que había tocado moriría. Ese día le cambié el agua. La calenté. La preparé. Lo cambié a su nueva pecera. Le trituré la comida. Se le veía feliz. Nadie se hubiera imaginado que a las pocas horas se suicidaría.

 

Por lo menos ahora –pensé- lo molestarán menos: mis insulsos amigos no pegarán ya más la cara a la pecera diciendo idioteces como ¡mira qué bonito pescadito! o meterán la red en la pecera iniciando una frenética persecución en la que el pez sea la víctima.

 

En la perspectiva que dan los días creo ahora que el pez restregaba su cabeza contra la pecera en señal de su infortunio. Nunca tuvo compañera. Siempre estuvo solo. Tal vez le faltó su costilla: su Eva acuática. Y entonces buscó nuevos mares, nuevas piscinas, nuevas peceras. Pero sólo encontró el blanco y seco papel sanitario, con el que batalló antes de morir. Paradoja del destino: con el papel conoció el límite de sus proyectos.

 

Su última morada fue el caño, lo velé en el escusado. Pero me consuelo pensando que no hubo una babel que le impidiera llegar al cielo. Así que llegó. Su salto fue un salto voluntario, fue un salto cualitativo, cuántico... hacia una nueva realidad.

 

Pensado y diseñado en 2005, terminado el 15 de septiembre de 2013

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