lunes, 16 de febrero de 2015

Cuento: Escuela de Mendigos

Por Javier Brown César

Un buen día me vi en la calle, sin otra alternativa que la que me propuso mi jefe anterior: vaya buscando otro empleo. Y eso hice durante días, semanas y meses, consumiendo mis escasos ahorros y vendiendo mis limitados bienes, yendo de una entrevista de trabajo a la otra, hasta que me quedé sin un centavo en la bolsa, con mi título universitario en la mano y con un hambre de la fregada en el estómago.

No sabía qué hacer y más cuando un mendigo andrajoso del que sentí una lástima inenarrable me pidió una limosna con voz lastimera y ojos suplicantes. Y entonces se hizo la luz, si un universitario no podía conseguir empleo en este país sin oportunidades y si la vía de la ilegalidad tenía como fin la cárcel, la solución sería la mendicidad obligada. Comencé a pedir dinero hasta que caí en la cuenta de que a mis años, y con mi porte, me seguía quedando con hambre y en la calle, así que decidí consultar a un experto. José era su nombre y en su vida se había dedicado a enseñar a las personas a ser mendigos. Estás demente –me dijo- no hay nada en ti para que la gente sienta lástima, porque el primer principio de la mendicidad es que debes causar lástima y entre más mejor, porque las personas que pasan cerca de un mendigo le dan dinero para evitar verse en el espejo de sus propias miserias o por la profunda culpa que les ocasiona su vida vil y crapulosa. Así que si estás seguro tendrás que tomar medidas drásticas. Como yo estaba convencido de mi destino, gracias al rayo de luz que me iluminó, asentí y entonces José me planteó las posibilidades: cojo con muletas, cojo en silla de ruedas, sin brazos, ciego o tullido, mugroso y alcohólico. Entonces decidí que lo mejor era la ceguera, para evitar mutilaciones riesgosas para mi vida, porque siempre he sido un egoísta aferrado a mí mismo. Entonces –dijo José- si quieres tener éxito en un país como el nuestro donde la mendicidad es un modus vivendi y no una vocación, te tendremos que convertir en un ciego y para ello el método seguro es el del fierro ardiendo en los ojos, sólo así podrá ser ceguera auténtica, porque yo no enseño a simular la pobreza y la falta de órganos. Asentí y José me dijo: te alcoholizaremos hasta perderte en un sueño profundo del que despertarás ciego, pero además te desfiguraremos para envejecerte. Si decides hacerlo así no hay vuelta atrás, por lo que si llegas a mi casa hoy a las 10 de la noche sabré que tendremos un nuevo mendigo en la ciudad. Así lo hice y entonces comencé a beber hasta perder la conciencia.

Al día siguiente desperté adolorido a la penumbra eterna y comenzó mi entrenamiento en la Escuela de Mendigos. Las primeras semanas fueron indescriptibles. Al principio y para no morir de hambre tenía que alimentarme con papillas, como bebé, ya que me habían dejado sin dientes y además no podía oler lo que comía porque tenía la nariz desecha. El dolor fue cediendo gradualmente entre alcohol y papillas mientras se me enseñaba lo básico: lo primero es que uno queda sujeto a una relación de servidumbre teniendo que pagar a la Escuela y a las autoridades de la ciudad cuotas fijas diarias, lo que dejaría un pequeño margen de ganancia suficiente para no morir de hambre y para vivir en las calles; hay que saber pedir y para ello la voz es fundamental, ya que la entonación tiene que ser lastimera y dolida, pero sin llegar al extremo, y hay que crear una consigna para recibir dinero, no sirviendo ya cosas como “ayude a este pobre ciego”, que es muy trillada, así que desarrollé en esos tiempos “libres” varias consignas que no puedo revelar porque garantizaron mi subsistencia en los primeros días; la ropa y la apariencia son fundamentales, hay que ir andrajoso pero no apestoso, ya que los malos olores ahuyentan a la gente y hay que dejarse la barba y el bigote desaliñados y sucios pero no tanto como parecer malandrín, porque esto también ahuyenta a la gente. Y así pasaron los días mientras aprendía a identificar los sonidos que anunciaban un peligro potencial y a aguzar mis restantes sentidos.

No cabe duda de que uno no sabe lo que tiene hasta que lo ha perdido. Ya sin vista te vuelves dependiente total del oído, el tacto y el olfato, en ese orden. El oído se aguza necesariamente porque todo lo que uno percibe de forma inmaterial y en un rango de distancia extenso son ruidos: personas, autos y otros vehículos, radios y televisiones, entonces la ciudad se nos aparece como una inmensa amalgama de sonidos en muchas ocasiones caóticos, que uno se va acostumbrando a organizar en el espacio mental, porque el espacio deja de ser percibido como algo externo para convertirse en una construcción de la imaginación. Los metros y centímetros dejan de tener sentido pero nuevas categorías lo comienzan a adquirir, y así el cerca-lejos y el amenazante o no amenazante son cruciales para quien no ve.

El bastón blanco, que antes se llamaba tiento y que es el palo de los ciegos, se convierte en el instrumento privilegiado del tacto, en una especie de extremidad ampliada que permite saber qué hay delante de uno y aunque es prácticamente infalible, uno se puede llegar a equivocar si hay un obstáculo que en lugar de estar soportado por el piso cuelga de algo, como me llegó a suceder con un cartel que estaba a mitad de una banqueta y que colgaba de una marquesina, pero eso fue algo excepcional. Llega también una nueva percepción del tiempo: la vida se vuelve más pausada y el tiempo se hace todavía más relativo, difícilmente se pueden tener prisas porque no hay manera de ir al ritmo de los demás, hay que caminar despacio con el bastón blanco describiendo un arco de aproximadamente una pulgada más que el propio cuerpo, moviendo solo los dedos y la muñeca, para formar un mapa mental de los obstáculos y del tipo de superficie sobre la que uno está. En esto de la caminada hay que ir lento porque si bien es fácil detectar cuando se está enfrente a unos escalones que suben, cuando los escalones bajan la punta del bastón se hunde drásticamente, literalmente se pierde el piso y no sabe uno si está ante un abismo o ante escaleras. Después de cerca de medio año de aprender a utilizar el bastón blanco pude salir a todas partes para mendigar libremente. Todo lo que había aprendido me era extremadamente útil para mi nueva vida. Al día recibía una importante cantidad de dinero. Lo problemático siempre fue cuando me daban billetes, que yo suponía eran de baja denominación, hasta que un día pagando unos tacos doña Lupe -que era una señora bien honrada que desafortunadamente pasó a mejor vida cuando su marido la mató a golpes por serle infiel- me hizo ver que le estaba pagando con un billete de cincuenta pesos, por lo que desde ese entonces voy al banco y cambio algunos billetes por otros de fácil identificación al tacto.


Desde que salí a las calles a mendigar hasta el día de hoy han pasado más de veinte años y mis canas y arrugas reales me han ayudado a tener cada vez más ganancias. No me puedo quejar, me va mucho mejor que cuando trabajaba en una oficina y además de que soy libre, en una mañana gano lo que antes ganaba en una semana. Como bien y vivo en un buen lugar. No me cabe la menor duda que las cosas que más extraño, además de las formas y las figuras que nos descubre la vista, son la posibilidad de correr libremente y de ver el sol de un nuevo día, porque sólo sé que amaneció por el calor que siento en la cara. También extraño los colores y los rostros que ahora sólo puedo tocar y las formas que ya no puedo ver… como dije antes, uno no sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido.

Febrero 16 de 2005

lunes, 9 de febrero de 2015

Cuento: Traidor a la Patria

Por Javier Brown César

Queda también prohibida la pena de muerte por delitos políticos, y en cuanto a los demás, sólo podrá imponerse al traidor a la Patria en guerra extranjera, al parricida, al homicida con alevosía, premeditación y ventaja, al incendiario, al plagiario, al salteador de caminos, al pirata y a los reos de delitos graves del orden militar.

Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos promulgada el 5 de febrero de 1917

Hace varios años que me desvelo hurgando en el pasado familiar para tratar de desentrañar quién soy y por qué soy como soy. Alguien me dijo hace tiempo que si quería conocer con certeza meridiana mi misión en la tierra, debía indagar en las vocaciones, historias y andanzas de mis antepasados, para no repetir sus errores, para aprender de sus aciertos y comprender las razones por las que tengo ciertas habilidades particulares. Inquiriendo durante años en archivos y entrevistando a familiares y personas ya muy mayores llegué a conocer mejor mi pasado. De todas las historias que escuché no hay ninguna más perturbadora que la de mi tatarabuelo Don José Guajardo, un norteño de Parral que su Patria olvidó porque era un tipo con ideas abiertamente descabelladas.

Don José es lo que podríamos considerar un mexicano ingrato, un traidor a la Patria. Gracias a mis investigaciones pude saber que mi infame ancestro conoció a un tal Lorenzo de Zavala, defensor del pensamiento liberal y ávido promotor de los gringos, que aprendió por sí mismo el idioma inglés, visitó los Estados Unidos y escribió un panegírico sobre el vecino del norte en el que ensalzaba su talante laborioso, reflexivo, libre y perseverante. Supe que mi antepasado siguió a los gringos en sus campañas militares desde las batallas de Palo Alto y Resaca, Buenavista, hasta la de Molino del Rey, el ataque a la Casa Mata y la victoria en Chapultepec, y que consideró que el día más importante en la historia de nuestro país fue cuando la bandera de las barras y las estrellas fue izada en el Zócalo de la ciudad en la mañana del 14 de septiembre de 1847. Lo que pasaría después de ese acontecimiento que humilló a sus compatriotas es confuso y nadie me ha podido dar razones de mi ancestro.

Don José Guajardo tenía la extraña convicción de que nuestro país estaba destinado a la prosperidad, con tal de que superara el cerrado nacionalismo de los conservadores y “abriera el corazón de sus hijos a la causa de los Estados Unidos del Norte de América”. En uno de sus primeros panfletos, titulado Sobre la conveniencia de un México protestante, Don José argumentaba en contra de dos prácticas recurrentes de la iglesia: la compra de indulgencias y la confesión; con respecto a las indulgencias decía: “ahora compramos un cachito de cielo a los curitas y de seguro mañana terminaremos comprando los favores de los políticos conservadores mientras no nos deshagamos de esa runfla de vividores y buenos para nada”; para la confesión no era menos lacónico: “si la confesión sólo sirve para limpiarnos la conciencia y seguir siendo los mismos rufianes de siempre mal servicio nos da esta práctica que nos va a llevar a ser un país de ladrones, pillastres y asesinos”. Más adelante escribía en tono exaltado: “hoy intermedian para que logremos la gracia de un dios que todos dicen amar, aunque traicionen a sus propios hermanos, y mañana seguramente crearán grupúsculos de vividores que intermediarán entre quienes nos ofrecen el cielo en la tierra y quienes padecen el infierno en la tierra”. En otro de sus lapidarios panfletos titulado Sobre las diferencias entre el norte y el sur mi ancestro contrastaba de manera abierta el temperamento y carácter de los pueblos ubicados a ambos lados del río Bravo: “mientras que los que viven al norte trabajan día y noche y acumulan riqueza, explotando a una naturaleza poco prolija e ingrata, nosotros que vivimos en jauja y que con estirar la mano gozamos de los generosos frutos de la tierra nos hemos convertido en una nación de palurdos, salvajes y holgazanes incapaces de hacer nada para extraer la verdadera riqueza de donde está que es en las entrañas mismas de esta tierra”. Sin duda su escrito polémico más radical es Sobre la conveniencia de ser todos Americanos del Norte en el que argumentaba a favor de adoptar el inglés como lengua nacional y de la ideología liberal como filosofía de vida para “deshacernos de los malos prejuicios inculcados por quienes tiene al pueblo sumido en la miseria y la ignorancia”.

No cabe duda que el tatarabuelo tenía ideas extrañas. Todavía hoy me pregunto qué hubiera pasado si sus sueños se hubieran vuelto realidad, entonces veo a los Estados Unidos y me pongo a temblar, pensando en Corea y Viet Nam, en el tío Sam y el pato Donald, y tanta plebe gringa llena de lana pero en su mayoría ignorantes, comparada con una Patria que no ha vivido una sola guerra desde la Revolución y con una raza pobre hasta los huesos, pero eso sí muy orgullosa y mayoritariamente ignorante.

Febrero 9 de 2015

jueves, 5 de febrero de 2015

Cuento: El reclutador

Por Javier Brown César

Desconfío de los mal llamados “head hunters” desde que un ex presidente, famoso por su evidente falta de inteligencia, confesó que armó su gabinete recurriendo a los servicios de las agencias de casa talentos. Un día tuve el extraño atrevimiento de considerarme un talento, y quién no pensaría así en un país en el que es un dato marginal y exótico para la estadística, la cantidad de personas que han dedicado más de 20 años de su vida a estudiar en instituciones de educación superior, que han sido beneficiadas con becas nacionales e internacionales y que tienen experiencia probada en el sector público y privado. Así que un buen día decidí enviar mi trayectoria de vida, que esto significa curriculum vitae, en nuestra amado idioma, a cuanta agencia de casa talentos encontré en la gran red mundial; también envié alguno que otro curriculum para postularme a empleos que requerían un perfil como el mío. Mi decepción fue mayúscula cuando sólo recibí la respuesta de una de estas mentadas agencias y de uno de los empleos que solicité; la agencia me decía algo así como: qué interesante trayectoria, lo tomaremos en cuenta cuando alguien busque un perfil extravagante como el suyo, y un esbirro del empleador me envió un comunicado en el que, palabras más palabras menos decía que almacenaría mi curriculum en el gabinete de talentos. Así que cuál sería mi sorpresa cuando el hombre me abordó repentinamente en mi trabajo. Sabía más cosas de mí que mi misma madre y tenía listo un contrato con todas las cláusulas de ley y un atractivo empleo que difícilmente podía negarme a aceptar. Entonces me di cuenta de que no era el único elegido, había un nutrido grupo de personas entre las que reconocí prestigiados académicos, reputados servidores públicos e intelectuales destacados. El reclutador era un hombre de unos sesenta años con barba bien cuidada, impecablemente vestido, y una notable calvicie que sólo le dejaba cabellos a ambos lados de la cabeza; por alguna razón me resultaba familiar, pero sin duda me inspiraba confianza: hablaba con soltura cuidando bien las palabras, lo que daba cuenta de una inteligencia sobresaliente, sus modales eran refinados y su apariencia impecable. Todas estas señales ahuyentaron de mi imaginación el fantasma de la duda y más cuando al leer el contrato me di cuenta de que no había letras pequeñas y todo era formal y jurídicamente correcto. Así que accedí y entonces trajo una constitución y protesté guardarla y hacerla guardar, así como las leyes que de ella emanan. Lo que más me asombró fue que ese gobierno en particular se cuidara de buscar a personas con experiencia, pericia y talento, a través de los servicios de un reclutador confiable y discreto. Era algo tan sorprendente que mi primer pensamiento fue que por primera vez en muchos años veía que alguien quería hacer bien las cosas… y lo primero que escuché fue la voz de mi esposa que decía: ¡niños!, ¡despiértense!, ¡es hora de ir a la escuela! Y entonces, desperté de mi sueño.

Febrero 5 de 2015

martes, 3 de febrero de 2015

Cuento: El Gremio

Por Javier Brown César

Debí haberlo sabido cuando el día en que se elegiría al nuevo jefe, a pesar de mi probada experiencia y lealtad, otro fue el afortunado. Desde entonces a la fecha, testimonié la aberrante arbitrariedad que se da cuando se nombra a quienes han de tener roles protagónicos y toman decisiones importantes. A pesar de ello terminé mis estudios con honores con el sueño de integrarme exitosamente al gremio, a cambio fui recibido con frialdad y miradas recelosas; sin embargo, todavía tenía la esperanza de que la disciplina, la honestidad y el trabajo eran condicionantes del éxito profesional y que tarde o temprano llegaría muy alto. Mi frustración fue mayúscula cuando descubrí el primer escándalo de corrupción, derivado del uso de recursos del gremio para apoyar la campaña personal de su dirigente y para renovar su parque vehicular; a cambio de mis denuncias tuve como recompensa la indiferencia, el desprecio e incluso la denostación. Jamás me hubiera imaginado que los profesionistas del gremio fueran capaces de solapar e incluso abrazar la causa de la corrupción, pero inquiriendo un poco más desentrañé una larga historia de abusos, corruptelas y encubrimiento: desvío de recursos de los agremiados para financiar viajes y lujos, deudas contraídas para pagar desmanes inagotables y jornadas de gula y lujuria, sobornos a funcionarios del gobierno para obtener concesiones, y un largo etcétera de aberraciones. Con el tiempo me di cuenta que los agremiados formaban una caterva de pillos mediocres y egoístas, que entre ellos se repartían los mejores cargos, las becas y los viajes y que impedían el libre acceso a posiciones de poder; controlaban elecciones, encubrían fraudes y exigían cuotas al margen de los estatutos del gremio. Debo decir que no soporté mucho tiempo la degeneración de mi profesión, degradada como la de todos aquéllos que en lugar de defender a las personas las defraudan y las condenan a la cárcel o de aquéllos que inventan un tumor para operar y para pagarse sus próximas vacaciones o de aquéllos que ayudan a evadir impuestos. Como podrá ver, esa es la razón por la que conduzco este taxi, a pesar de ser profesionista y tener una cédula profesional, que gustoso quemaría para olvidarme de todo lo que he visto que hacen quienes han convertido a los gremios en cuevas de bandidos. Por cierto… parece que ya podemos avanzar.


Febrero 3 de 2015