LOS BIBLIOTECARIOS Y LA LITERATURA
Javier Brown César
Para Laurentina y Alejandro Brown Zepeda
En algún momento de nuestras vidas podemos
llegar a sentir una extraña confluencia entre profesión, literatura y vida.
Para nosotros, los bibliotecarios, eso significa el despertar a un ámbito de
posibilidades que nos lleva a darle nuevo sentido a nuestro quehacer. Nuestro
mayor riesgo es perder de vista la trascendencia de nuestra labor. Voy a
aventurar la tesis de que la relación entre literatura y biblioteconomía es
mucho más íntima y profunda de lo que algunos creen: todo bibliotecario es ya,
en sí, un literato y no me refiero a un literato en ciernes o como dirían los
Peripatéticos, de un literato en potencia, o sea, de aquel que todavía no es,
pero que está en camino de serlo.
¿Qué otra cosa es la descripción
catalográfica que una sofisticada meta-literatura, o sea, una forma de
literatura que se refiere a otra forma de literatura? Cada catalogador debe
seguir un conjunto básico de reglas para combinar términos y formar así un
lenguaje en el que se describe, de la mejor y más completa manera posible, un
documento. Estos lenguajes documentales son representaciones, como los
lenguajes naturales, de una realidad determinada. Todo lenguaje, para ser
completo requiere de signos, de reglas para establecer el significado de cada
conjunto de signos, de reglas para combinar los diferentes signos y de una
relación significativa entre los signos y aquello a lo que se refieren; a estos
diversos aspectos, los lingüistas les denominan semántica, sintáctica y
pragmática.
Es así que casi sin darnos cuenta,
construimos una forma de literatura que tiene como fin representar una
realidad: la que es dada en los sistemas de gestión documental, llámense
bibliotecas, archivos o centros de documentación. Esta literatura creada por
nosotros es, en muchas ocasiones, más abstracta que la que intenta plasmar; a
veces también, la visión de estos extraordinarios mapas nos hace perder de
vista el campo real, en el que los documentos viven un sueño que sólo es
perturbado por quien se atreve a despertarlos. Se trata de un campo de batalla
para muchos, de un apacible bosque para otros, pero lo relevante, es que
nuestra forma de acercarnos a él es indirecta.
Que todo lenguaje es una representación no es
del todo evidente, pero es menos evidente todavía que todo conocimiento es
fragmentario, incompleto y endeble. Ya desde Kant podemos afirmar que no
conocemos al mundo tal como es, sino como se aparece ante nosotros, y así,
quienes hablan de gestión del conocimiento se refieren a la administración de
un mundo de sombras que pretende abarcar este mundo de luz, pero además,
indican una realidad que no existe en sí, porque no existe una cosa llamada
conocimiento; el conocimiento, todo conocimiento es una relación. Para dejar de
lado estas digresiones filosóficas y entrar en materia quisiera comenzar a
recuperar algunos textos clásicos en el sentido que será definido
posteriormente.
En primer lugar, menciono esta genial
constatación: ninguna representación de la realidad puede ser total, porque en
este caso caeríamos en un círculo vicioso. El fragmento proviene, de una cita
del genial Jorge Luis Borges: “Imaginemos que una porción del suelo de
Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un
mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del suelo de
Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene
ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa,
que debe contener un mapa del mapa del mapa y así hasta lo infinito[1]”.
Borges bibliotecario
Jorge Luis Borges, fue bibliotecario. En 1938
fue nombrado auxiliar en la biblioteca municipal Miguel Cané, siendo este su
primer trabajo remunerado estable. Podríamos pensar que en este mundo cultural
Borges fue feliz, pero no fue así, él mismo nos relata: "Estuve en
la biblioteca durante nueve años. Fueron nueve años de firme infelicidad. En el
trabajo, los otros hombres no se interesaban en otra cosa que en las carreras
de caballos, en el fútbol, en los cuentos obscenos. Una vez una mujer, que era
una de las lectoras, fue violada cuando iba para el lavabo de Damas. Todos
dijeron que esas cosas tenían que ocurrir, porque los lavabos de Damas y
Caballeros eran contiguos."
Esta
confesión personal es inquietante, porque refleja el mundo de ayer, el mundo de
hoy, y esperemos que no sea una premonición de lo que nos depara el mañana. El
portentoso mundo cultural, que es el de las bibliotecas, se ve inmerso en una
realidad profundamente injusta en la que se vive en la banalidad, en la
trivialidad. En este mundo al revés, un futbolista gana por su trabajo de un
año lo que un bibliotecario no podrá ganar en toda su vida, un actor logra
acumular una fortuna mucho más cuantiosa que la de un premio Nobel de
literatura; también encontraremos una tienda donde se vende cerveza casi en
cada esquina, pero en algunos lugares tendremos que caminar varios kilómetros
para encontrar una biblioteca. Realidad decepcionante y frustrante, que habla
elocuentemente acerca de nuestro supuesto progreso.
En otro
episodio de su vida, Borges tiene que oponerse a la dictadura peronista y en
1946 un decreto lo promociona al cargo de inspector de aves y conejos en el
mercado público. Borges, ironizando con el poder totalitario argumenta no tener
suficiente erudición para el puesto. Redactando un testimonio contundente:
"…las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el
servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de
que fomentan la idiotez”. Sin duda, podríamos reflexionar que la calidad de un
Estado se mide por el lugar que la profesión bibliotecaria y las bibliotecas
ocupan; ahí donde los bibliotecarios son simples operarios de una enorme y
anónima maquinaria y ahí donde las bibliotecas son sólo parte de un programa
gubernamental a cumplir y de un presupuesto público a ejercer, encontraremos un
Estado decadente y un pueblo sumido en la idiotez generalizada; ahí donde los
bibliotecarios son profesionistas públicamente reconocidos y valorados y ahí
donde las bibliotecas son prioridad nacional, encontraremos un Estado próspero
y un pueblo culto e ilustrado.
Oponerse a
toda forma de dictadura, con los costos que ello implica, es una labor heroica
en todos los sentidos, porque las dictaduras no sólo impiden el ejercicio de
las libertades, también fomentan la pública estupidez. En ocasiones, hay que
pagar un costo muy alto por defender la verdad y por tratar de cambiar la
realidad, para Borges esto significó que tuvo que vivir escribiendo y dando
conferencias, hasta que en 1955, fue nombrado director de la Biblioteca
Nacional.
Lo fantástico
Muchas
grandes novelas tienen como pretexto el descubrimiento de un libro, así por
ejemplo, el Quijote de Cervantes. Según Cervantes, el autor de la célebre obra
en la que se relatan las aventuras del Ingenioso Hidalgo no es él. Cabe
recordar que en el libro nueve de la primera parte, Cervantes atribuye el texto
original a Cide Hamete Benegueli. Resulta sorprendente también un hecho que Borges
nos hace evidente y que comenta junto con el descubrimiento del manuscrito
original: “En el sexto capítulo de la primera parte, el cura y el barbero
revisan la biblioteca de don Quijote; asombrosamente uno de los libros
examinados es la Galatea de Cervantes, y resulta que el barbero es amigo suyo y
no lo admira demasiado, y dice que es más versado en desdichas que en versos y
que el libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. El
barbero, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes, juzga a
Cervantes… También es sorprendente saber…. Que la novela entera ha sido
traducida del árabe y que Cervantes adquirió el manuscrito en el mercado de
Toledo y lo hizo traducir por un morisco, a quien alojó más de mes y medio en
su casa, mientras concluía la tarea[2]”.
Con el
Quijote podríamos afirmar lo que dijo Carlyle en 1833: “la historia universal
es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de
entender, y en el que también los escriben”[3]. Esto
pasa precisamente en la segunda parte de la novela de Cervantes “los
protagonistas del Quijote han leído la primera, los protagonistas del Quijote
son, asimismo, lectores del Quijote. Aquí es inevitable recordar el caso de
Shakespeare, que incluye en el escenario de Hamlet otro escenario, donde se
representa una tragedia, que es más o menos la de Hamlet… Un artificio análogo
al de Cervantes, y aún más asombroso, figura en el Ramayana, poema de Valmiki,
que narra las proezas de Rama y su guerra con los demonios. En el libro final,
los hijos de Rama, que no saben quién es su padre, buscan amparo en una selva,
donde un asceta les enseña a leer. Ese maestro es, extrañamente, Valmiki; el
libro en el que estudian, el Ramayana. Rama ordena un sacrificio de caballos; a
esa fiesta acude Valmiki con sus alumnos. Éstos, acompañados por el laúd,
cantan el Ramayana. Rama oye su propia historia, reconoce a sus hijos y luego
recompensa al poeta”[4].
Otra memorable
historia de un libro contenido en otro libro es la de Cien años de Soledad,
obra en la que se exalta el placer de narrar y cuyo estilo simple y directo, es
hasta cierto punto la contraparte del de Alejo Carpentier. La obra de García
Márquez tiene fragmentos asombrosos, como este que ahora recupero: “Cuando
estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos
infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro
cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón
de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del
fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para
pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el
infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos
paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba
de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y
encontraba a Prudencio Aguilar en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos
semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el
hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que
era el cuarto real”.
Los más
sorprendente, sin embargo, lo encontramos al final de la obra. Quienes han
leído la novela de García Márquez recordarán que un gitano llamado Melquíades
que transforma el mundo de Macondo. Entre otras cosas, Melquíades deja unos
extraños manuscritos que son descifrados hasta el final de la novela, por el
último de los Buendía: “Aureliano no había sido más lúcido en ningún acto de su
vida que cuando olvidó sus muertos y el dolor de sus muertos, y volvió a clavar
las puertas y las ventanas con las crucetas de Fernanda para no dejarse
perturbar por ninguna tentación del mundo, porque entonces sabía que en los pergaminos
de Melquíades estaba escrito su destino. Los encontró intactos, entre las
plantas prehistóricas y los charcos humeantes y los insectos luminosos que
habían desterrado del cuarto todo vestigio del paso de los hombres por la tierra,
y no tuvo serenidad para sacarlos a la luz, sino que allí mismo, de pie, sin la
menor dificultad, como si hubieran estado escritos en castellano bajo el
resplandor deslumbrante del mediodía, empezó a descifrarlos en voz alta. Era la
historia de la familia escrita por Melquíades hasta en sus detalles más
triviales, con cien años de anticipación… entonces descubrió que Amaranta
Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado a
Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más
intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de
poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y
escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano
saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y
empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que
lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de
los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio
otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las
circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya
había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que
la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y
desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano
Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos
era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a
cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
En otra obra
igualmente fantástica Borges desenmascara las utopías bajo la forma de la más
ordinaria y vulgar, la de una Biblioteca total, soñada por unos y por otros;
esta Biblioteca total es en realidad una de tantas pesadillas, caótica y
confusa: “Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del
porvenir, los Egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas del
Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de
Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños
en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre
Fermat… las paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó… Uno
de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles. Ha
inventado el Infiero, ha inventado la predestinación al Infierno… Yo he
procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca
contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur
de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira”[5].
Estas observaciones deberían ponernos sobre alerta ante
quienes nos hacen creer en la solución de todos nuestros males. En un principio
fueron las computadoras que eran alimentadas por tarjetas perforadas, luego las
computadoras personales, luego la supuesta desaparición del libro, después la
biblioteca digital, la Internet, la sociedad de la información, o la más
reciente, la gestión del conocimiento. En fin horrores y errores que nos hacen
creer que hemos encontrado la llave mágica que abrirá todas las puertas y que
llevará a los bibliotecarios a una nueva era de esplendor y auge. Así, hemos
creído que si somos expertos en las herramientas digitales y en las tecnologías
de la información y la comunicación recuperaremos el prestigio perdido y nos
convertiremos en los guías de la nueva sociedad del conocimiento. Pero aquí
seguimos todos, buscando trabajos usualmente mal remunerados y peleándonos por
las posiciones de élite, en las cuales algunos nos convertimos en incompetentes
ejecutivos, llenos de dinero, pero a final de cuentas, incultos y banales. Estemos
donde estemos y a pesar del avance de la ciencia y la técnica “… los problemas importantes de
la vida, nunca se pueden resolver por completo. Si pareciera que ya están
resueltos, es signo inequívoco de que algo anda mal. El sentido y propósito de
un problema parece que no se encuentra en su solución, sino en nuestra forma
incesante de abordarlo”.
En otra de sus
geniales rememoraciones, Borges nos refiere una historia sorprendente: la
construcción de la Gran Muralla China, nueva maravilla, que fue edificada a
costa de la destrucción de todos los libros entonces existentes: “el hombre que
ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer
Emperador, Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros
anteriores a él”[6]. “El ministro Li Su
propuso que la historia comenzara con el nuevo monarca, que tomó el título de
Primer Emperador. Para tronchar las vanas pretensiones de la antigüedad, se
ordenó la confiscación y quemazón de todos los libros, salvo los que enseñaran
agricultura, medicina o astrología, quienes ocultaron sus libros, fueron
marcados con un hierro candente y obligados a trabajar en la construcción de la
Gran Muralla”[7].
Quizá destruir
y edificar son dos operaciones “que de un modo secreto se anulan”[8]. Una
de los proyectos más asombrosos nacidos de la fantasía de Borges nos lo relata
en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”[9]. Se
trata del descubrimiento de un artículo sobre Uqbar, del que proviene la
sentencia “los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el
número de los hombres”. En vano Borges y Adolfo Bioy Casares buscan
afanosamente el artículo en The Anglo-American Cyclopaedia hasta que dan con A
Fist Encylopaedia of Tlön. El proyecto de esta enciclopedia, según Borges
comenzó en una “sociedad secreta y benévola (que entre sus afiliados tuvo a
Dalagarno y después George Berkeley)”[10].
Esta sociedad nació para inventar un país. Poco después un millonario llamado
Ezra Buckley sugiere que es absurdo inventar un país y propone inventar un
planeta. Según la literatura de Tlön hay un sujeto único: “todas las obras son
obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele
inventar autores”[11]. En
Tlön, las cosas sólo existen porque alguien las percibe, así “un umbral perduró
mientras lo visitaba un mendigo y… se perdió de vista a su muerte. A veces unos
pájaros, un caballo han salvado las ruinas de un anfiteatro”[12].
Borges refiere el descubrimiento de un cono de metal cuyo peso era intolerable
y que estaba hecho de un material desconocido. Tiempo después, en 1944 un
investigador exhuma los cuarenta volúmenes de la Primera Enciclopedia de Tlön.
“Si nuestras previsiones no erran, de aquí a cien años alguien descubrirá los
cien tomos de la segunda enciclopedia de Tlön”[13].
Pequeñas fantasías
No quiero aburrirlos con largas historias
sobre enciclopedias y planetas imaginarios, prefiero recurrir a algunas ideas
sorprendentes rememoradas por Borges. La primera es de Coleridge: “Si un hombre
atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que
había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces,
qué?
Otras ideas son de Hawthorne: “Un hombre de
fuerte voluntad ordena a otro, moralmente sujeto a él, que ejecute un acto. El
que ordena muere y el otro, hasta el fin de sus días, sigue ejecutando aquel
acto”[14].
“Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Ésta se muda
ahí; encuentra a un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe expulsar.
Éste los atormenta; se descubre, al fin, que es el hombre que les ha legado la
casa”. “Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de
los principales actores. El acontecimiento ya está ocurriendo y ellos son los
actores”. “Que un hombre escriba un cuento y compruebe que éste se desarrolla
contra sus intenciones; que los personajes no obre como él quiera; que ocurran
hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe que él trate, en
vano, de eludir. Ese cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los
personajes es él[15].”
Wakefield es una de las ideas más
interesantes: “Hawthorne había leído en un diario, o simuló por fines
literarios haber leído en un diario, el caso de un señor inglés que dejó a su
mujer sin motivo alguno, se alojó a la vuelta de su casa, y de ahí, sin que
nadie lo sospechara, pasó oculto veinte años. Durante este largo tiempo, pasó
todos los días frente a su casa o la miró desde la esquina, y muchas veces
divisó a su mujer. Cuando lo habían dado por muerto, cuando hacía mucho tiempo
que su mujer se había resignado a ser viuda, el hombre, un día, abrió la puerta
de su casa y entró. Sencillamente, como si hubiera faltado unas horas. (Fue
hasta el día de su muerte un esposo ejemplar)”[16].
Ya casi para concluir quisiera mencionar una
parábola de Kafka que Borges rememora en su escrito sobre Chesterton: “Es la
historia de un hombre que pide ser admitido en la ley. El guardián de la
primera puerta le dice que adentro hay muchas otras y que no hay sala que no
esté custodiada por un guardián, cada uno más fuerte que el anterior. El hombre
se sienta a esperar. Pasan los días y los años y el hombre muere. En la agonía
pregunta: ¿Será posible que en los años que espero nadie haya querido entrar
sino yo?”. El guardián le responde: “Nadie ha querido entrar por que a ti solo
estaba destinado esta puerta. Ahora voy a cerrarla”[17].
Conclusión
Intencionalmente he obviado un par de
historias fantásticas: El Aleph y El jardín de los senderos que se bifurcan,
que son quizá las más famosas páginas de Borges. Supuse que tal vez las
conocerían sobradamente. En cualquier caso, quiero prevenirlos con respecto a
un fenómeno de nuestro tiempo: ante la proliferación de documentos y ante
tantas posibilidades de informarse, podemos caer en el vértigo de la existencia
y llevados por la moda, creer que sabe más el que lee lo que todos los demás
leen. El bibliotecario, consciente de la función de toda literatura sabe se
convierte en un ser de excepción, que sabe qué, en medio del marasmo y
confusión, qué es lo que vale la pena conocer. Como bien dice Camilo José Cela,
en La familia de Pascual Duarte: “Cuando un ambiente está oliendo a algo, lo que hay que hacer, para
que se fijen en uno, no es tratar de oler a lo mismo sólo que más fuerte, sino,
simplemente, tratar de cambiar el olor”[18].
Aquí está el reto de la originalidad, en
volver a los clásico, en el sentido que Borges le dio a este término: “Clásico
no es un libro… que posee tales o cuales méritos; es un libro que las
generaciones de hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y
con una misteriosa lealtad”[19].
Creo que la mejor forma de hacer esto es identificar aquellos libros que no
pueden dejar de ser leídos y volver a ellos, una y otra vez en la vida. Borges
no se sentía orgulloso por los libros que había escrito sino por los que había
leído, quizá apenas unos cientos, en los que encontró ideas geniales. Adolfo Bioy
Casares, entrañable amigo de Borges, propone esta idea en su libro La Trama
Celeste: “Desde muy
joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada
producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura
enciclopédica, era imprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi
vida…”[20]
Cuando
somos capaces de identificar estas obras imprescindibles, sentimos que nuestra
vida profesional es transformada por la literatura y entonces comprendemos qué
significa ser una especie de libro viviente que es escrito por otros y que a su
vez, escribe en los otros. De esta forma, el bibliotecario asume lo que Ortega
y Gasset consideró su misión fundamental: ser higienista de las lecturas de los
demás. Termino con una cita que da cuenta del férreo amor que Borges tenía por
las bibliotecas: "Yo puedo estar
en Londres, puedo estar en Tokio, puedo estar en Edimburgo, puedo estar en San
Francisco de California, puedo estar en New Orleans, puedo estar en París,
puedo estar en Sevilla, estuve últimamente en Marraquesh, pero de noche, cuando
duermo, estoy siempre en la parroquia de Montserrat y en la Biblioteca Nacional
que yo he dirigido... "

[1] Josiah Royce. The World and the Individual. Citado
por Jorge Luis Borges en Magias parciales del “Quijote”, compilado en
Ficcionario. p. 298.
[2] Jorge Luis Borges en
Magias parciales del “Quijote”, compilado en Ficcionario. p. 297.
[3] Ibid. p. 298.
[4] Ibid. p. 297-298.
[5] “La biblioteca total”. En Ficcionario. p.
128-129.
[6] “Los libros y la muralla”. En nueva antología
personal. p. 193.
[7] Nathaniel Hawthorne. En Ibid. p. 185.
[8] “Los libros y la muralla”. Loc cit. p. 195.
[9] Cf. Ficcionario. p. 147 ss.
[10] Op cit. p. 156-157.
[11] Op. cit. p. 155.
[12] Ibid. p. 156.
[13] Ibid. p. 159.
[14] Nathaniel Hawthorne. En ficcionario. p. 281.
[15] Idem.
[16] Ibid. p. 283.
[17] Sobre Chesterton. En Nueva Antología
personal. P. 202.
[18] p. 22.
[19] “Sobre los clásicos” En
Nueva antología personal. p.
226
[20] P. 93.
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