sábado, 12 de octubre de 2013

Cuento: El pueblo incógnito


EL PUEBLO INCÓGNITO

Por Javier Brown César 

 
Di la vuelta y ahí estaba. Me saludó muy cordialmente incluso con un dejo de leve y pueblerina humillación. Don José venía acompañado por Don Porfirio, su inseparable amigo. Ambos parecían haber nacido y crecido como si fueran hermanos y a pesar de no serlo, eran como dos caras de una moneda, tan parecidos pero a la vez diferentes. Tal vez su origen o su estilo de vida los hermanaba, o simplemente la solidaridad que nace de una muy singular ancianidad, porque a decir verdad, no he conocido, en su pueblo, hombres mayores ni más unidos que ellos.

 

Don José me veía desde su rostro pequeño y arrugado, su tez morena reflejaba las arrugas naturales que correspondían a su edad y nada más, rondaría por los setenta, y sin embargo, había algo en él de jovial y juvenil que contrastaba con la voz arrugada por los años con que me pedía ciento cincuenta pesos, para su hijo que estaba enfermo.

 

Nos subimos al Volkswagen de Don Porfirio, un auto color gris que denotaba falta de mantenimiento y uso y que según yo es de aquellos modelos de principios de los ochenta, así que no se trataba de un automóvil muy antiguo, pero su color estaba en plena sintonía con la piel de sus añejos ocupantes. Sentado al asiento del copiloto podía ver la particular cabeza del conductor, parecida a la de aquellos dibujos de extraterrestres que han fabulado –o tal vez no- los así llamados ufólogos: una cabeza calva en buena parte y prominente, redonda como foco y coronada por las escasas canas que el tiempo le había dejado, detrás de los lentes sus ojos pequeños y su rostro a la vez serio y amable.

 

Recorrimos los caminos terregosos del pueblo, un lugar que pocos seres humanos han visto en su vida y cuyos ocupantes guardan con singular celo su ubicación. El camino que nos llevaba del motel donde originalmente nos vimos se encontraba rodeado de extensos jardines perfectamente cuidados que daban cuenta de la mano del hombre trabajador. Llegados a un cruce, el automóvil viró repentinamente y nos adentramos en un complejo de construcciones de estuco, con murallas derruidas al parecer por la acción de los agentes naturales y casas semidestruidas, todas conformadas por grandes ladrillos de estuco perfectamente recortados y unidos, que denotaban las habilidades de sus habitantes. Ante este panorama el extranjero sentía la necesidad de replegarse como ante un anuncio que dijera: ¡viajero detente!

 

La devastación de esta parte del pueblo, en la que al ojo del observador superficial estaba deshabitada, no se debía a la acción de ningún agente natural, era obra de un grupo de salvajes que asolaban al pueblo periódicamente. En estas ruinas que ahora veíamos se ocultaban familias, en la tienda de la esquina había actividad a pesar de que parecía cerrada. El pueblo parecía vivir subterráneamente o confundirse con la tierra que estaba presente en todas partes y a la que no conmovía el viento.

 

Llegamos así a la parte baja, al río misterioso sólo conocido por los habitantes y en el que vivía la mayor parte de los nativos. El Volkswagen se detuvo a la vera del río y tomamos una lancha rudimentaria. Sabía que el río no era profundo así que disfrutaba de los árboles y de la exuberante vegetación sin el miedo propio de quienes creen que su frágil embarcación puede naufragar por obra de alguna roca o que alguna bestia marina acecha a los viajantes.

 

Ante mis ojos se ofreció el más maravilloso espectáculo que he visto. Poco a poco se descubrió un gigantesco templo, de unos 80 metros de altura, con cuatro monumentales pilares decorados por cuadros perfectamente recortados con calaveras simétricamente dispuestas, se trata –me dije- de un templo prehistórico a Mictlantecuhtli. Conforme alzaba la vista el templo se perfilaba con mayor claridad imponiéndose como un enorme rascacielos prehispánico. Pensé que sin duda, pocas personas además de los habitantes del pueblo, habían visto esta construcción. En el momento en que cavilaba víctima de mis reflexiones citadinas, un destello me hizo ver que el templo que al parecer sólo presentaba matices blancos y grises resplandecía como un impresionante arco iris desapareciendo detrás de nosotros.

 

Llegamos a un remanso, sobre nosotros se cernían las casas de los habitantes, trepadas muy alto entre los árboles, enfrente bajaban cascadas artificiales poco abundantes pero impresionantemente construidas. El escenario era como el de gigantescos baños con monolitos de azulejo de varios metros de altura perfectamente limpios y conservados por obra del agua que bajaba por ellos. Cada monolito tendría unos cinco metros de altura y estaba bordeado por una especie de escalón que daba pie al siguiente monolito.

 

No recuerdo haber subido, pero sí encontrarme en una de aquellas casas encaramadas en los árboles. Bajo mis pies sentía la fragilidad de un suelo hecho de una especie de cartulina de hule bajo la que sentía vigas que le daban estabilidad a la habitación. Al fondo una tenue luz iluminaba un caos de lo que parecían trapos, muebles y objetos viejos. Estaba en la vivienda de Don José. A donde volteaba veía esa negrura desconcertante. No recuerdo nada más de aquella negrura. No sé si mis recuerdos se veían afectados por la visión del templo o por las impresionantes cascadas artificiales que hacían prácticamente imposible subir a las viviendas.

 

Comprendí, en un momento de lucidez, que la arquitectura obedecía a la necesidad de protegerse de los salvajes que periódicamente asaltaban el pueblo. Me encontré en un piso inferior, o al menos así lo sentí, mucho más iluminado, pero sin ventanas. Ahí estaba Don Porfirio.

 

No le vaya usted a dar el dinero a Don José, porque lo va a consumir en alcohol y él se pierde al primer trago. Esta sincera confesión nacida del conocimiento me desconcertó. Recordé el rostro sincero de Don José al pedirme el dinero y no tuve más remedio que tomar de mi cartera ciento cincuenta pesos y poner un billete de cien en un bolsillo de mi pantalón y uno de cincuenta en una de las pequeñas bolsas que había al principio del bolsillo en el que estaban los cien pesos.

 

Abajo me encontré a Don José y le extendí el billete. Feliz y confortado me ofreció una cerveza y yo accedí, sólo para percatarme de una botella de coca cola en la que había un extraño líquido que podía ser cerveza pero que sin duda estaba caliente o agriado, por lo que al final desistí. Bajamos a través de un complicado sistema de troncos y lianas. Don José y Don Porfirio lo hacían con tal habilidad que me recordaron a nuestros ancestros arbóreos, entonces llegó ante mis pies un tronco de un extraño árbol que parecía en parte artificial y que se movía al son del aire. Lleno de pánico y seguro del golpe inminente y de la muerte posible puse mi pie sólo para ser trasladado, de forma casi milagrosa a instantánea a la parte baja.

 

Me encontré ante un pequeño prado y pude ver a lo lejos lo que parecía un niño en cuclillas, con la cabeza hundida entre las piernas. Pensé que podía ser una ilusión o ropa hábilmente puesta para simular un niño, ¿el hijo de Don José acaso? ¿Y dónde estaba su esposa? En estas vanas cavilaciones estaba cuando escuché el ruido de una turba enardecida que llegó al pueblo agarrando a todos desprevenidos en la parte baja. Se trataba de los salvajes, pero su apariencia distaba mucho de ser la del aborigen con lanzas y taparrabos. Se trataba de jóvenes vestidos con atuendos azules cuyo líder usaba saco y chaleco y coronando su atuendo un sombrero de copa. Pude ver que estaba pintado como una especie de payaso siniestro.

 

Vi que el líder, rodeado de otros jóvenes asediaba a Don José y le robaba sus pertenencias. El pobre José, bajo los efectos del alcohol, lloraba e imploraba. Recuerdo que después de la visión de esa horda en torno al anciano humillado, pude ver a Don Porfirio en la parte alta, contemplé hacia abajo el río, los árboles y las casas y luego percibí las casas de estuco derruidas.

 

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Llegamos a un motel y de repente estaba solo. Sabía que Don Porfirio me había llevado, pero ya no estaba. Ante mí se ofrecía un terrible espectáculo, un hombre y una mujer humillaban y golpeaba a un mendigo que lloriqueaba y jadeaba. Entonces me acerqué. Ante mi estaba Don José, le habían sacado los ojos y le habían puesto unos trapos viejos. Entonces supe que el hombre ciego, desprovisto de su anterior personalidad y dignidad, estaría destinado a mendigar en ese lugar, cual espantapájaros puesto ante el umbral de un tesoro que se quiere ocultar.

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