EL PUEBLO INCÓGNITO
Di la vuelta y ahí estaba. Me
saludó muy cordialmente incluso con un dejo de leve y pueblerina humillación.
Don José venía acompañado por Don Porfirio, su inseparable amigo. Ambos
parecían haber nacido y crecido como si fueran hermanos y a pesar de no serlo,
eran como dos caras de una moneda, tan parecidos pero a la vez diferentes. Tal
vez su origen o su estilo de vida los hermanaba, o simplemente la solidaridad
que nace de una muy singular ancianidad, porque a decir verdad, no he conocido,
en su pueblo, hombres mayores ni más unidos que ellos.
Don José me veía desde su rostro
pequeño y arrugado, su tez morena reflejaba las arrugas naturales que
correspondían a su edad y nada más, rondaría por los setenta, y sin embargo,
había algo en él de jovial y juvenil que contrastaba con la voz arrugada por
los años con que me pedía ciento cincuenta pesos, para su hijo que estaba
enfermo.
Nos subimos al Volkswagen de Don
Porfirio, un auto color gris que denotaba falta de mantenimiento y uso y que
según yo es de aquellos modelos de principios de los ochenta, así que no se
trataba de un automóvil muy antiguo, pero su color estaba en plena sintonía con
la piel de sus añejos ocupantes. Sentado al asiento del copiloto podía ver la
particular cabeza del conductor, parecida a la de aquellos dibujos de
extraterrestres que han fabulado –o tal vez no- los así llamados ufólogos: una
cabeza calva en buena parte y prominente, redonda como foco y coronada por las
escasas canas que el tiempo le había dejado, detrás de los lentes sus ojos
pequeños y su rostro a la vez serio y amable.
Recorrimos los caminos terregosos
del pueblo, un lugar que pocos seres humanos han visto en su vida y cuyos
ocupantes guardan con singular celo su ubicación. El camino que nos llevaba del
motel donde originalmente nos vimos se encontraba rodeado de extensos jardines
perfectamente cuidados que daban cuenta de la mano del hombre trabajador.
Llegados a un cruce, el automóvil viró repentinamente y nos adentramos en un
complejo de construcciones de estuco, con murallas derruidas al parecer por la
acción de los agentes naturales y casas semidestruidas, todas conformadas por
grandes ladrillos de estuco perfectamente recortados y unidos, que denotaban
las habilidades de sus habitantes. Ante este panorama el extranjero sentía la
necesidad de replegarse como ante un anuncio que dijera: ¡viajero detente!
La devastación de esta parte del
pueblo, en la que al ojo del observador superficial estaba deshabitada, no se
debía a la acción de ningún agente natural, era obra de un grupo de salvajes
que asolaban al pueblo periódicamente. En estas ruinas que ahora veíamos se
ocultaban familias, en la tienda de la esquina había actividad a pesar de que
parecía cerrada. El pueblo parecía vivir subterráneamente o confundirse con la
tierra que estaba presente en todas partes y a la que no conmovía el viento.
Llegamos así a la parte baja, al
río misterioso sólo conocido por los habitantes y en el que vivía la mayor
parte de los nativos. El Volkswagen se detuvo a la vera del río y tomamos una
lancha rudimentaria. Sabía que el río no era profundo así que disfrutaba de los
árboles y de la exuberante vegetación sin el miedo propio de quienes creen que
su frágil embarcación puede naufragar por obra de alguna roca o que alguna
bestia marina acecha a los viajantes.
Ante mis ojos se ofreció el más
maravilloso espectáculo que he visto. Poco a poco se descubrió un gigantesco
templo, de unos 80 metros
de altura, con cuatro monumentales pilares decorados por cuadros perfectamente
recortados con calaveras simétricamente dispuestas, se trata –me dije- de un
templo prehistórico a Mictlantecuhtli. Conforme alzaba la vista el templo se
perfilaba con mayor claridad imponiéndose como un enorme rascacielos
prehispánico. Pensé que sin duda, pocas personas además de los habitantes del
pueblo, habían visto esta construcción. En el momento en que cavilaba víctima
de mis reflexiones citadinas, un destello me hizo ver que el templo que al
parecer sólo presentaba matices blancos y grises resplandecía como un
impresionante arco iris desapareciendo detrás de nosotros.
Llegamos a un remanso, sobre
nosotros se cernían las casas de los habitantes, trepadas muy alto entre los
árboles, enfrente bajaban cascadas artificiales poco abundantes pero
impresionantemente construidas. El escenario era como el de gigantescos baños
con monolitos de azulejo de varios metros de altura perfectamente limpios y
conservados por obra del agua que bajaba por ellos. Cada monolito tendría unos
cinco metros de altura y estaba bordeado por una especie de escalón que daba
pie al siguiente monolito.
No recuerdo haber subido, pero sí
encontrarme en una de aquellas casas encaramadas en los árboles. Bajo mis pies
sentía la fragilidad de un suelo hecho de una especie de cartulina de hule bajo
la que sentía vigas que le daban estabilidad a la habitación. Al fondo una
tenue luz iluminaba un caos de lo que parecían trapos, muebles y objetos
viejos. Estaba en la vivienda de Don José. A donde volteaba veía esa negrura
desconcertante. No recuerdo nada más de aquella negrura. No sé si mis recuerdos
se veían afectados por la visión del templo o por las impresionantes cascadas
artificiales que hacían prácticamente imposible subir a las viviendas.
Comprendí, en un momento de
lucidez, que la arquitectura obedecía a la necesidad de protegerse de los
salvajes que periódicamente asaltaban el pueblo. Me encontré en un piso
inferior, o al menos así lo sentí, mucho más iluminado, pero sin ventanas. Ahí
estaba Don Porfirio.
No le vaya usted a dar el dinero
a Don José, porque lo va a consumir en alcohol y él se pierde al primer trago.
Esta sincera confesión nacida del conocimiento me desconcertó. Recordé el
rostro sincero de Don José al pedirme el dinero y no tuve más remedio que tomar
de mi cartera ciento cincuenta pesos y poner un billete de cien en un bolsillo
de mi pantalón y uno de cincuenta en una de las pequeñas bolsas que había al
principio del bolsillo en el que estaban los cien pesos.
Abajo me encontré a Don José y le
extendí el billete. Feliz y confortado me ofreció una cerveza y yo accedí, sólo
para percatarme de una botella de coca cola en la que había un extraño líquido
que podía ser cerveza pero que sin duda estaba caliente o agriado, por lo que
al final desistí. Bajamos a través de un complicado sistema de troncos y
lianas. Don José y Don Porfirio lo hacían con tal habilidad que me recordaron a
nuestros ancestros arbóreos, entonces llegó ante mis pies un tronco de un
extraño árbol que parecía en parte artificial y que se movía al son del aire.
Lleno de pánico y seguro del golpe inminente y de la muerte posible puse mi pie
sólo para ser trasladado, de forma casi milagrosa a instantánea a la parte
baja.
Me encontré ante un pequeño prado
y pude ver a lo lejos lo que parecía un niño en cuclillas, con la cabeza
hundida entre las piernas. Pensé que podía ser una ilusión o ropa hábilmente
puesta para simular un niño, ¿el hijo de Don José acaso? ¿Y dónde estaba su
esposa? En estas vanas cavilaciones estaba cuando escuché el ruido de una turba
enardecida que llegó al pueblo agarrando a todos desprevenidos en la parte
baja. Se trataba de los salvajes, pero su apariencia distaba mucho de ser la
del aborigen con lanzas y taparrabos. Se trataba de jóvenes vestidos con
atuendos azules cuyo líder usaba saco y chaleco y coronando su atuendo un
sombrero de copa. Pude ver que estaba pintado como una especie de payaso
siniestro.
Vi que el líder, rodeado de otros
jóvenes asediaba a Don José y le robaba sus pertenencias. El pobre José, bajo
los efectos del alcohol, lloraba e imploraba. Recuerdo que después de la visión
de esa horda en torno al anciano humillado, pude ver a Don Porfirio en la parte
alta, contemplé hacia abajo el río, los árboles y las casas y luego percibí las
casas de estuco derruidas.
- - - -
Llegamos a un motel y de repente
estaba solo. Sabía que Don Porfirio me había llevado, pero ya no estaba. Ante
mí se ofrecía un terrible espectáculo, un hombre y una mujer humillaban y
golpeaba a un mendigo que lloriqueaba y jadeaba. Entonces me acerqué. Ante mi
estaba Don José, le habían sacado los ojos y le habían puesto unos trapos
viejos. Entonces supe que el hombre ciego, desprovisto de su anterior
personalidad y dignidad, estaría destinado a mendigar en ese lugar, cual
espantapájaros puesto ante el umbral de un tesoro que se quiere ocultar.
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