lunes, 23 de septiembre de 2013

Ensayo: El arte como sistema


NIKLAS LUHMANN: EL ARTE COMO SISTEMA=KUNST ALS SYSTEM

 
Por Javier Brown César
 


¿Cómo concibe la sociología funcionalista contemporánea al arte, en esta así llamada era espacial (Life in the so called space age. Depeche Mode) o era de la gasolina (The Gasoline Age. East river Pipe)? ¿Cómo se conserva la autonomía del arte, cuando la reproductibilidad técnica de cada obra (Benjamín) está plenamente garantizada por el desarrollo de la ciencia y la técnica como ideología (Habermas) y como motor del desarrollo de las sociedades llamadas del capitalismo tardío? ¿Cómo conservar al arte como arte, cuando las inflexibles leyes del mercado hacen de cada obra un objeto de intercambio, una mercancía, un fetiche (Marx)? ¿Cómo se protege el arte contra la dominación burocrática racional (Weber), la oligarquía (Michels) o contra la razón instrumental cosificadora (Adorno, Horhkeimer)?

 

Los escépticos dirían: el arte auténtico sobrevive en la interioridad, en el refugio que cada artista construye para evadir a la masa anónima. Pero de esta manera, el arte se vuelve no lucrativo, y lo peor, no comunicable: el arte exige a la sociedad, y por ende, conforme las sociedades evolucionan, cambia la función social del arte. Pero la evolución es caprichosa, creativa (Bergson) no persigue el progreso ni el orden (Comte), no tiene ley: es la vida que se despliega con fuerza abriendo espacios de autonomía y autoreproducción. El arte tiene que afirmarse, tarde o temprano, como una fuerza vital capaz de reproducirse autónomamente. Pero la autonomía del arte como sistema es un resultado tardío del proceso de diferenciación funcional de la sociedad (Luhmann).

 

Efectivamente, la respuesta de Niklas Luhmann es que el arte “sobrevive” como sistema. En las sociedades arcaicas, tribales, la familia es la forma misma como la sociedad se diferencia: las relaciones elementales de parentesco (Levi-Strauss) mantienen la reproductibilidad de la familia mediante un cosmos simbólico lleno de vida que implica dos principios restrictivos fundamentales: primero, no puedes comer de todo, segundo, no puedes dormir con cualquiera; así, nacen algunas de las primeras restricciones que estarán en la base de la moralidad, el derecho y las sociedades coactivas y restrictivas. En las sociedades tribales segmentadas el arte es una forma de mediación con las fuerzas del cosmos.

 

La conquista del universo de símbolos por unos pocos y la posibilidad de delegar el trabajo en manos serviles son algunas de las causas que conducen a sistemas sociales basados en la desigualdad social. El poder se concentra en las que se pueden denominar sociedades citadinas dando paso a la posibilidad de que un estrato social se cierre sobre sí mismo y se constituya en la clase dominante: nace la explotación del hombre por el hombre (Marx) y la sociedad estratificada. El ocio garantiza al artista mayor libertad, pero el poder obliga al artista a conservar la lealtad a las formas.

 

La diferenciación funcional de la sociedad constituye el momento actual de la evolución social, el cual se inicia propiamente con la llamada modernidad. La diferenciación social implica que cada sistema se autonomiza, por ende, un índice de la modernización de las sociedades es sin duda el grado de autonomía relativa de los diferentes subsistemas sociales. Los sistemas se cierran ante un entorno de gran complejidad, operan de manera clausurada, desarrollando internamente los elementos que le permiten conservar los límites respecto a un entorno. El reto para cada sistema social es el mantenimiento de la autopoiesis (reproducción del sistema) en un entorno de una enorme complejidad. La evolución social resulta de selecciones, variaciones y estabilizaciones, no de una ley inflexible que nos llevará a la sociedad perfecta; tal sociedad perfecta no existe, es la terapia de los desilusionados.

 

El arte es uno de estos sistemas autónomos. La expresión que da inicio a la autonomización del arte y a la constitución de éste como sistema fue: el arte por el arte. Con esta fórmula, se garantiza la autorreferencia, lo que permite especificar un código, una forma con dos lados, que dirige todas las operaciones del arte. Como los restantes subsistemas, el arte debe especializarse, asumir una especie de división funcional del trabajo que lo pueda organizar sin mecanizarlo (Durkheim), para ello, el código bello/feo fungió en algún momento como la forma que especificaba las operaciones del sistema del arte. Pero el arte supera este código ya que su función es ofrecer al mundo una posibilidad de observarse a sí mismo y que el mundo aparezca en el interior del mundo. El arte del mundo se puede contraponer al arte objeto. De esta forma se da una autoprogramación: cada obra se programa a sí misma, ya que la necesidad de orden que cada obra genera ya no es resultado de un juicio sobre lo bello (Kant) sino de las decisiones tomadas por la obra de are misma.

 

Podríamos decir que en la forma evolucionada del arte las reglas de la obra se dan cuando se escogen las formas que la constituyen. La elección de formas nuevas vincula a las obras de arte y establece conexiones de estilo, el cual permite establecer una relación entre diversas obras de arte y establecer el arte como sistema. La base última para la autonomía de la obra de arte no es que reproduzca al mundo, ni que sea copia fiel de la realidad (Platón), ni que sea bella o fea, o proporcionada y agradable a la vista (Santo Tomás). No. La obra de arte mantiene su autonomía gracias al estilo, que al ser atribuido a un objeto determinado, permite adscribirlo al sistema del arte.

 

El arte, ante los medios de masas que construyen realidades en muchas ocasiones no reales, ante el derecho que invade diversos ámbitos del mundo de la vida a través de un proceso de juridificación (Habermas), y ante la economía financiera que se basa en la reproducción incesante de las operaciones de pago a partir de la banca y el crédito, se afianza a sí mismo en el estilo. Pero como todo sistema social y quizá como la misma existencia humana, lleva en su seno la paradoja: la evolución reciente del arte vía movimientos de vanguardia ha llevado al arte a los límites de lo que ya no es reconocible como arte. El arte ejerce una autonomía tan audaz que su reproducción incluye su negación. ¿No es esto acaso lo que ha pasado en diversas actividades humanas y de manera muy visible a partir de la industrialización intensiva y expansiva? A final de cuentas el arte tiene que ser un reflejo de su creador: un ser paradójico, que constantemente, con lo que construye, crea las bases para su propia destrucción.
 
Circa 2004

miércoles, 18 de septiembre de 2013

Poema: La fiesta

La fiesta

Por Javier Brown César

La fiesta interminable

Al fin fiesta

Por esencia cambiante

Cada pareja con su pareja

Cada grupo con su grupo

No hablamos de vestales

Sino de una reunión

De falsas vanidades

Al fin y al cabo unión

De múltiples banalidades

La fïesta

Al fin sólo fiesta

Marcada toda entera

Por la simple concurrencia

De espíritus banales

 

Noviembre 4

Poema: Ola

Ola
 
Por Javier Brown César
 
Hoy la ola de mis sueños

Me arrastra a la mar

De futuras pesadillas

De presagios ominosos

De lo por venir fatal

 

Fatalidad al fin

Crüel jugada del destino

Mano insigne que señala

Jugando conmigo mismo

 

Mano audaz que apuñala

Con la ruta eterna de lo sido

Mano fija que apuntala

Clavos vivos en mi camino

 

Ataúd sellado en mármol fino

Blanco como la mortaja

Que cubrirá el mí mismo

Después del juego del destino

 

Octubre 30 de 2005

Poema: Ojos

Ojos

Por Javier Brown César

Ojos que me miran

Amorosos y enternecidos

Resplandecen encendidos

Me perturban

Me admiran

 

Ojos bellos y muy vivos

Me otean desde lo fijo

Conmoviendo mi alma entera

Lanzando llamas y suspiros

 

Ojos grandes que me miran

Desde amorosas pupilas

No me dejen de observar

Si no: me enterrarán

 

Octubre 30 de 2005

Poema Dolor

Dolor

Por Javier Brown César


Me duele el alma de tanto sufrir

Me duele el vientre

Me duele la cara

Es mucha la angustia

Y poca la calma

 

Estoy tan dolido

Que hasta el olvido

Olvidó mi sufrir

No siento la vida

No siento agonía

No puedo vivir

 

Oh dolor inmenso

Oh dolor intenso

¿Por qué dueles tanto?

¿Y te dueles en mí?

 
Octubre 9, 2005

Poema Instante

Instante

Por Javier Brown César


¡Aire brizna precisamente!

En mi mente

En mi mente

Vagancia ajena conoce rüido

Es tiempo fenecido

Instante huido

Instante sido

¿Para qué planear horizontes?

-Proyecciones vanas-

Vagancias humanas

La incertidumbre yace

En la mente toda

Y es tan sola

Y es tan sola

¡Sí! Lo conozco

El instante –ahora-

Y es nada

¡Y es nada!

 

Septiembre 18 2013

Poema dolido

Poema dolido

Por Javier Brown César

Ante mí yace la humanidad dolida

Víctima entera de su sangre herida

Suicida deseosa de melancolía

Inocente amante de hipocresía

 

Es el día final de su letanía

El grito postrero de su agonía

El último adiós de la sabiduría

La cruel bienvenida de su insanía

 

Y ante mí veo humanidad podrida

La carne henchida de vil cobardía

Estos huesos llenos de misantropía

Vacua generación ¡por siempre perdida!

 

Septiembre 18 de 2013

martes, 17 de septiembre de 2013

Cuento: La misión


LA MISIÓN

Por Javier Brown César 

Estaba al frente de la misión. No sabíamos que encontraríamos, pero el peligro acechaba en cada rincón de esa casa, que más que vivienda tradicional con sus cuartos y jardines, parecía un complejo de trincheras interconectadas por el peligro inminente.

 

Guié a mis hombres, marchando por delante, como lo debe hacer cualquier líder honesto, tentando el camino, olfateando el ambiente, mirando a todas partes. Nos adentramos en la construcción, paso a paso. Ante nosotros se presentó un pasillo con tres habitaciones a la izquierda y un jardín a la derecha, custodiado eficazmente por una barda de concreto de más un metro de altura.

 

Sabía que detrás de la barda podríamos encontrar cualquier ser vivo u obstáculo que pondría en riesgo la misión. Aun así avancé lentamente. La primera habitación no tenía puerta, de hecho, era un basto recinto en el que había arañas e iguanas, conviviendo en una extraña simbiosis.

 

Fue entonces que lo vi, me encaró de frente, era un enorme lagarto de unos cinco metros de longitud, a simple vista supe, por la particular configuración de su hocico, que se trataba de un cocodrilo. El gigantesco reptil se aproximó a mí. En ese momento fue “conciente” de que estaba a su alcance y que de una dentellada podría acabar con mi vida. Rápidamente retrocedí y me escabullí a una habitación que se encontraba antes del pasillo y sus habitaciones misteriosas. A diferencia de la habitación para arácnidos e iguánidos que había visto, esta era común y ordinaria, con una cama forrada por un edredón rojo, un buró y una lámpara. Rápidamente me interné en la habitación seguido por mi persecutor. Entonces, apoyándome en el colchón de la cama, salté por encima de él y cerré rápidamente la puerta. Una bestia había sido encerrada.

 

Regresé con mi pequeño y expectante ejército justo para percibir que algo se movía en la tercera habitación. Pasamos de largo por el mundo de las arañas y las iguanas, cerré la segunda de las puertas y me adelanté al grupo. Ante mí se encontraba una inmensa cobra con un cuerpo de aproximadamente treinta centímetros de diámetro con una cabeza tan grande como la de un perro doberman. La cobra yacía a la espera. Quedé petrificado por el impacto, la bestia se abalanzó y entonces cerré la puerta golpeándola en la cabeza. Una tercera bestia había sido encerrada.

 

Pasé con mis hombres por el final del pasillo tapizado de lodo e inmundicia para adentrarnos en la siguiente sección de la vivienda. No podía imaginar que ese pasillo había sido diseñado para impedir la llegada de cualquier ser vivo a la gran habitación azul que ante nosotros se imponía. En el medio, una enorme pecera guardaba a la más maravillosa y terrible de las bestias vistas alguna vez por el ojo humano.

 

Era difícil saber si se trataba de un ser de otro mundo, una creación de la imaginación delirante o la visión de una quimera. Un monstruo anfibio de un metro de largo nos contemplaba desde su roja coraza. Jamás he visto un rojo más intenso ni sentido un peligro más grande. Su coraza brillaba como si fuera de metal, la bestia parecía una especie de híbrido entre langosta y escarabajo. Sus pequeños ojos oteaban a los presentes desde una negrura inescrutable.

 

Nos acercamos lentamente. La bestia inmóvil parecía aguardar a su presa. La pecera se rompió y la bestia quedó en medio. Una enorme llamarada salió de su boca y cubrió a mis hombres. El caos se hizo presente, algunos se arrastraban por el piso, otros huían despavoridos y los menos dirigían las ráfagas de sus armas de fuego a la bestia, que inmune a las balas, arrojaba por su boca fuego de un rojo intenso. Sentí un fuerte golpe y caí viendo ante mis ojos una negrura interminable.

 

Yazco ahora en total reposo, con quemaduras de primer y segundo grado. Todos los miembros de mi equipo murieron incinerados y sus cuerpos carbonizados están en la morgue, en espera de ser reconocidos, todos salvo el cuerpo del ingeniero. Me pregunto qué habrá pasado con la bestia abominable que fue capaz de acabar con veinte seres humanos en cuestión de segundos. Más allá todavía, me pregunto no sólo de dónde procede o quién fue su creador, sino en manos de quién estará. Sé que un monstruo poderoso y acorazado, con esas características y aparentemente invulnerable es un arma descomunal al servicio de la industria de la muerte. El sueño me invade y llega a mí la visión de la fiera, brutal, inexplicable, misteriosa.

 

Febrero 17 de 2009

domingo, 15 de septiembre de 2013

Cuento: El pez


EL PEZ

 

Por Javier Brown César

 

Llegó como un don repentino. El pez fue el regalo que nunca pedí, y con el pez me dieron todo lo necesario para administrar su supervivencia: su habitáculo, el oloroso y laminoso alimento y las piedras decorativas. ¿Y el agua? Esa la proveyó el monopolio gubernamental que nos abastece de ese líquido inodoro, incoloro e insípido, que en sueños suele representar la vida, aunque en ocasiones cause la muerte.

 

Con el paso del tiempo sentí cariño por el pez. Al fin y al cabo, éramos los únicos habitantes de un mundo personal que con trabajos construí tras décadas de esfuerzo. Con el tiempo también pensé que entre nosotros había algún tipo de conexión metafísica. Traté de hablar con él, pero nuestros lenguajes no tenían nada en común; traté de experimentar con él, pero su comportamiento era como un jeroglífico agitándose de un lado a otro de la pecera; traté de hacerle escuchar mi música y de acercarlo al sol para que se calentara en los fríos días de invierno. Quería jugar con él, pero él tenía un juego propio que no atinaba a descifrar.

 

Mis más profundos pensamientos llegaron a estar con el pez. Y así un día llegué a la conclusión de un silogismo que conminaba al estoicismo: el pez en la pecera; desde la distancia de un mundo de aire con respecto a un mundo de agua yo soy su Dios; ¿quién a su vez será mi Dios desde otro mundo diferente?

 

Y un buen día, al despuntar la mañana, abrí el cuarto donde estaba su pecera, y la pecera estaba vacía. Busqué al pez por el suelo, sin fortuna; lo busqué sobre la mesa donde estaba la pecera, también sin fortuna. Fui por mis lentes para buscarlo mejor, pero aún así no lo encontré. Entonces pensé que una mano divina lo había sacado de su cautiverio. ¡Milagro! En sus últimos días se le veía feliz: nadaba y restregaba su cabeza contra la pecera. Me nadaba a mí, a su Dios; era el ritual mágico y magnánimo del pez.

 

Fue entonces que mis vanas especulaciones cayeron por tierra: vi en la mesa el papel higiénico y en él envuelto, como si fuera su mortaja, estaba el pez. Bueno –pensé- llegó con el otoño y se fue con el invierno. Sin duda la prolongada práctica de vuelo, consistente en saltar y saltar, dio sus frutos, y un día al fin dio el salto que le permitió salir de la pecera rumbo a la libertad.

 

Cuando lo encontré estaba seco y vuelto sobre sí, en posición fetal, como si unas manos de enterrador lo hubieran doblado sobre sí. Muerto se veía como si le hubieran sacado los ojos. Pero brillaba como nunca. Aunque su brillo era opaco, sus colores resaltan en la penumbra del amanecer, pero habían perdido la brillantez de la vida y adquirido la peculiar luminosidad de la muerte. ¡Qué esplendorosos tonos rojo azulinos tenía! Así, muerto, parecía que brillaba aun más. Pero era un brillo seco, mortuorio, así que deduje que hacía horas que había saltado.

 

Un día antes de su muerte vi en sueños el nombre de quien me lo regaló. Sólo su nombre de pila, no su rostro. Pero su nombre me evocó a la persona. Ahora pienso que tal vez esa persona había arrojado una maldición sobre el pez o que tal vez padecía una maldición que hacía que todo lo que había tocado moriría. Ese día le cambié el agua. La calenté. La preparé. Lo cambié a su nueva pecera. Le trituré la comida. Se le veía feliz. Nadie se hubiera imaginado que a las pocas horas se suicidaría.

 

Por lo menos ahora –pensé- lo molestarán menos: mis insulsos amigos no pegarán ya más la cara a la pecera diciendo idioteces como ¡mira qué bonito pescadito! o meterán la red en la pecera iniciando una frenética persecución en la que el pez sea la víctima.

 

En la perspectiva que dan los días creo ahora que el pez restregaba su cabeza contra la pecera en señal de su infortunio. Nunca tuvo compañera. Siempre estuvo solo. Tal vez le faltó su costilla: su Eva acuática. Y entonces buscó nuevos mares, nuevas piscinas, nuevas peceras. Pero sólo encontró el blanco y seco papel sanitario, con el que batalló antes de morir. Paradoja del destino: con el papel conoció el límite de sus proyectos.

 

Su última morada fue el caño, lo velé en el escusado. Pero me consuelo pensando que no hubo una babel que le impidiera llegar al cielo. Así que llegó. Su salto fue un salto voluntario, fue un salto cualitativo, cuántico... hacia una nueva realidad.

 

Pensado y diseñado en 2005, terminado el 15 de septiembre de 2013

sábado, 14 de septiembre de 2013

Cuento: El árbol de zapatos


El árbol de zapatos

Por Javier Brown César 

El paso de una de las ruedas del autobús sobre un bache o una piedra en el camino me hizo despertar abruptamente. Vagábamos desde hacía varias horas en busca de algún pueblo, ranchería o negocio perdido en medio de la nada. Estábamos exhaustos después de un largo viaje en medio de puro desierto y amplio desasosiego. Entonces apareció ante nosotros, como un nuevo continente, un oasis de civilización. Parecía ser una vieja hacienda olvidada en medio del desierto, con grandes puertas herrumbradas y una construcción firme y robusta cubierta de gris por el paso del tiempo. El camión se detuvo ante lo que parecía un almacén abandonado, con los cristales rotos por obra de algún repentino meteoro.

 

En su interior pude otear una interminable hilera de anaqueles, henchidos de polvo y vacíos. Vencimos las puertas de metal con extrema facilidad y penetramos al interior de un majestuoso complejo, que sin duda en tiempos no muy remotos, fue una pequeñísima ciudad, de no más de doscientos habitantes. Ante nuestra mirada atónita se revelaban las casas geométricamente ordenadas, bajo una simetría casi divina. Nos adentramos en la ciudad.

 

Caminé alejándome del grupo y pude contemplar los vestigios de una gran piscina, cubierta en sus paredes por el musgo y circundada por ranas de piedra que cual inertes centinelas contemplaban un charco turbio en el que tal vez se gestaba un nuevo mundo. Me había rezagado contemplando este caldo de cultivo de viejas o tal vez nuevas formas de vida, cual oasis en medio de este desierto remoto e inmenso. Caminé rápidamente hacia las casas y pude sentir la ausencia del ser humano por aquellas remotas regiones. Subí por unas escaleras y ante mí se ofreció un espectáculo único: de un árbol reseco pero todavía firme y enhiesto, colgaban de sus agujetas, decenas de pares de zapatos de diversos tamaños, colores y diseños.

 

Una voz me despertó de mi contemplación furtiva:

 

- Sé lo que estás pensando. Estos zapatos pertenecieron a los habitantes de este pueblo que ahora está en medio de la nada pero antes fue un próspero oasis minero. La fiebre de los metales llegó a su fin y todos se quedaron esperando que volviera. Poco a poco se terminaron las subsistencias y el agua y los animales y los habitantes comenzaron a devorarse unos a otros para poder sobrevivir. En este árbol, que poco a poco se fue secando ante el espectáculo de tan inhumana depravación, se colgaron los zapatos de cada habitante sacrificado, hasta que al final el último habitante puso sus zapatos en el árbol, se tendió en el suelo y exhaló su último aliento.

 

Sorprendido ante tan extraña revelación voltee y vi ante mi, con su sombrero y ropa de trabajo, y su barba desaliñada y profusa, lo que debió ser uno de los habitantes de ese viejo pueblo minero en medio de la nada. Uno de mis colegas me llamó y al buscar de nuevo a aquel ser espectral supe que había desaparecido y que tal vez había sido el último habitante.

 

No encontramos nada. Ni un rastro de gasolina, ni una lata de alimento, ni una gota de agua. Exhausto de gasolina el tanque del camión, tuvimos que tomar la decisión de permanecer en el pueblo hasta que alguien diera con nosotros.

Coyoacán, Distrito Federal, septiembre 14 de 2013