La actitud de Nietzsche ante la religión es ambigua, y por
ende, difícil de clarificar. ¿Qué quiere decir Zarathustra cuando anuncia la
muerte de Dios? ¿Qué implicaciones tiene la idea del superhombre para el ideal
religioso del hombre santo? ¿Acaso Nietzsche es el sepulturero de toda religión
o muy al contrario, el más ardiente defensor de un cristianismo auténtico, no
contaminado por posteriores interpretaciones y dogmas? ¿Qué pretendía Nietzsche
con sus múltiples aformismos? Podríamos abrir el portal a la filosofía
nietzscheana con el siguiente supuesto de base: lo que pretende Nietzsche es
una filosofía antisistémica que permita hundir con más firmeza las garras de la
crítica kantiana, de tal forma que, en lugar de adoptar esquemas
predeterminados para construir una filosofía trascendental, sea posible asumir
un punto de partida diferente para realizar una crítica radical a la razón.
Bajo esta lectura, Nietzsche sería el más consecuente de los kantianos y desde
luego, el continuador del proyecto iniciado por el genio de Könisberg.
Establezcámonos aquí y veamos que resulta.
El criticismo trascendental de Kant debía ser superado: si la
crítica a la razón pretende ser absolutamente radical, no es posible asumir,
como punto de partida, supuestos que contaminen el aparato crítico. Los
supuestos contaminantes podrían ser dos: por un lado, la focalización del
criticismo en la categoría “razón” y su posterior escisión en esferas: la
física, la ética, la estética, la historia y la política; y por otro lado, el
sistema de la física newtoniana como conjunto de principios verdaderos y
absolutamente ciertos que hay que fundamentar con el recurso a formas puras a
priori. El criticismo auténtico no puede asumir como fundamento ningún
sistema de ciencia positiva, llámese aritmética, geometría o física, ya que las
ciencias positivas se podrían caracterizar como sistemas cerrados,
autorreferentes, circulares, por ende, pretenden quedar inmunes a la crítica
bajo el argumento del purismo científico o de la neutralidad valorativa
(Weber). El punto de partida no puede ser otro que la crítica a la voluntad de
verdad[1],
ideal con el que nació la metafísica occidental y que fue óbice para la escisión
de la realidad en dos planos: la realidad real y la realidad ideal. La pregunta
socrática por las cosas en sí, la búsqueda de la razón a toda costa fue el principum
corruptionis no sólo de la filosofía, sino también de occidente: “El caso
de Sócrates representa un error; toda la moral de perfeccionamiento, incluso la
moral cristiana, ha sido un error. Buscar la luz más viva, la razón a toda
costa, la vida clara, fría, prudente, consciente, despojada de instintos y en
lucha con ellos, no fue más que una enfermedad, una nueva enfermedad, y en
manera alguna un regreso a la virtud, a la salud, a la dicha. Verse obligado a
luchar contra los instintos es la fórmula de la decadencia, mientras que en la
vida ascendente, felicidad e instinto son idénticos”[2].
El criticismo, como actitud y método exige una filosofía de
la demolición, en la que la dinamita pueda desmontar aquello que se ha
recubierto del velo de la verdad pero que es sólo vana apariencia; por ende, no
es la razón la que debe criticar a la razón, antes bien, la única forma de
filosofar es mediante el martillo de la crítica implacable[3]. Este
filosofar al martillo no se detiene ante nada, denuncia la apariencia y la
debilidad detrás de la música, de la democracia, de la política, del comunismo,
de la literatura, de la raza germánica, de la música, de la ciencia, etc.
Occidente todo se pone bajo la lupa crítica porque occidente mismo es una
ficción, una construcción histórica que resulta de la rebelión de los débiles,
de los esclavos. Pero vayamos por partes.
Nietzsche destruye el momento de
la mediación hegeliana en que el espíritu a partir del despliegue del concepto,
toma conciencia de sí mismo: no existe tal mediación, ni tampoco la huella del
absoluto en el hombre. El hombre no es el último eslabón en el trayecto de la
naturaleza a Dios, ni el ser destinado a entrar en conocimiento con el
Absoluto, el hombre es solo un frágil eslabón hacia el superhombre, por ende,
es una realidad que debe ser superada, para dar paso al último hombre, al que
se pondrá en contacto con el nuevo superhombre: “El hombre es una cuerda
tendida entre la bestia y el Superhombre: una cuerda sobre un abismo... Lo más
grande del hombre es que es un puente y no una meta. Lo que debemos amar en el
hombre es que consiste en un tránsito y un ocaso”[4]. Todo
hombre vive una experiencia rezagada, es sólo un experimento y debe actuar en
consecuencia, teniendo el valor de ser aquello que ya es: “vivimos… una vida
provisional o arrastramos una existencia de rezagados… y lo mejor que podemos
hacer en este interregno es ser, en cuanto cabe, nuestros propios reyes, y no
fundar pequeños Estados, como ensayo. Somos experimentos. ¡Tengamos el valor de
serlo!”[5]. No
hay ningún despliegue hacia niveles superiores de conciencia, ninguna elevación
del plano material al ideal, habiendo sólo una realidad real, la única
elevación posible es el reconocimiento de aquello que se es.
La creación de valores nuevos exige la transformación del
espíritu, la superación de los estadios en los que es como camello o como león,
para llegar al niño el cual instaura el juego divino del crear luchando por su
voluntad propia y conquistando “su mundo”[6]. La
existencia del hombre-camello se caracteriza por llevar encima el pesado fardo
de ideales, aspiraciones, expectativas y creencias; su existencia se hace
pesada ante la carga de su misión auto proyectada, pero esta misión resulta de
una perspectiva que se origina en las fuerzas reactivas de la vida, no estando
al servicio de un acrecentamiento de la fuerza, la vitalidad y el vigor, sino
antes bien, al servicio de la debilidad, la renunciación y la auto negación. El
camello carga con lo más pesado: se arrodilla para humillar la soberbia, se
separa de los suyos, se alimenta de las bellotas y los hierbajos del conocimiento
y se zambulle bajo el agua sucia de la verdad, “sin apartar de sí las frías
ranas y los calientes sapos”[7].
El hombre-león debe destruir este pesado fardo que constituye
la joroba del camello, su cruz, liberando la espalda de su onerosa carga; en su
destruir no tiene consideración alguna; crea un ser nuevo, pero el león no es
todavía quien debe llegar a ser: frente al tú debes del camello, el león
esgrime el yo quiero, con lo cual se propicia la libertad oponiendo un sagrado
no al deber, pero el león no puede todavía crear valores nuevos, aunque sí
propicie la “libertad para creaciones nuevas”[8]. En
el último momento de este camino, el hombre-niño es quien verá la realidad con
ojos nuevos: ante él queda la única realidad del círculo inflexible de las
fuerzas activas que siempre regresan.
La denuncia nietzscheana a los ideales religiosos tiene en
Zarathustra a su vocero: Dios es sólo la proyección, más allá del hombre, del
desprecio de lo terrenal y corpóreo, “como hacen todos los de detrás del mundo”[9]. Este
dios resulta ser un fantasma, que nace de las fuerzas reactivas, de la negación
del cuerpo: “el cuerpo fue el que desesperó del cuerpo... El cuerpo fue el que
renegó de la tierra”[10]. El
otro mundo así fabulado, resulta ser una celestial nada, un inhumano mundo
deshumanizado, contra el que debe oponerse una nueva soberbia consistente en
dejar “de esconder la cabeza en las cosas celestes”[11] en
llevar alto la cabeza, pero una cabeza terrena que pueda crear el sentido de la
tierra. El mundo celeste y la sangre redentora fue resultado de la imaginería
de enfermos y moribundos, quienes despreciaron el cuerpo y la tierra,
considerando al cuerpo como una cosa enfermiza, “un pellejo. Por eso escuchan
con entusiasmo a los predicadores de la muerte, y ellos mismos predican
trasmundos”[12]. La nueva moral dice sí
al cuerpo, pero a un cuerpo perfecto y cuadrado que pueda hablar con la máxima
lealtad y con la máxima pureza, hablando “del sentido de la tierra”[13].
Quienes niegan el cuerpo sienten odio “contra la vida y
contra la tierra”[14], no
pueden crear, superándose a sí mismos. Para el que ya ha despertado, para el
sabio, todo es cuerpo, el “alma no es sino el nombre de algo propio del cuerpo”[15], la
razón es un instrumento del cuerpo, y el espíritu un juguete a disposición de la
razón, los sentidos son también instrumentos o juguetes. Detrás de
descripciones como razón, espíritu o sentidos se oculta el Sí-Mismo, que
“siempre inquiere y escucha: coteja, reprime, conquista y destruye. Él domina,
y también sobre el yo”[16]. El
Sí-Mismo se esconde detrás de las ideas y sentimientos, siendo el que “creó
tanto la estima y el menosprecio como la alegría y el dolor”[17]. Es
por esto que quienes desprecian el cuerpo sirven también al cuerpo y a su
Sí-Mismo. Estos despreciadores del cuerpo que con tanta atención oyen a los
predicadores de la muerte, comparten con éstos una inconsciente debilidad, una
envidia y un odio hacia todo lo auténticamente noble y elevado. De esta forma,
los predicadores de la muerte tienen ante sí un auditorio de similares, porque
también ellos desprecian el cuerpo y la vida: la vida no es sino dolor, por lo
que se debe arrancarte la vida y huir de sí mismo, inclusive mediante el
trabajo rudo y mediante todo lo rápido, nuevo y extraño; la lujuria es pecado,
el parir es doloroso, haciendo falta compasión, pero no la compasión verdadera,
que consiste en amargar “la vida de su prójimo”[18],
sino la inauténtica compasión renunciadora: ¡Tomad todo lo mío, todo cuanto
soy! ¡Así estaré menos atado a la vida![19]
Nietzsche comienza en su Zarathustra, la denuncia de los
ideales y preceptos religiosos, que habrá de continuar en Más allá del bien
y del mal, en La genealogía de la moral y El anticristo: la
castidad, el amor al prójimo, la misericordia y la virtud son denunciadas como
fuerzas reactivas, resultado de la debilidad, del inconsciente negar al cuerpo,
a la tierra, al Sí-Mismo. Contra la inocencia de los sentidos, quienes predican
la castidad exhortan a matar las sensaciones, pero en todo momento, a pesar de
su renuncia disfrazada de compasión, les persigue la lasciva: “Hasta las
cumbres de su virtud y hasta la frialdad de su alma, les sigue esta alimaña con
su descontento”[20]. Hay en los castos una
ambivalencia afectiva innegable, su pretendida elevación esconde el cieno en
que consiste “lo hondo de su alma”[21]
Con respecto al amor al prójimo, Zarathustra denuncia un
fenómeno similar al de la castidad: el amor al prójimo es una forma de huida
del Sí-Mismo, que nace de la incapacidad de soportarse a sí mismo y de la falta
de amor que se tiene para consigo mismo: “vuestro amor al prójimo es vuestro
mal amor hacia vosotros mismos”[22].
Zarathustra no predica el amor al prójimo, sino antes bien, al más lejano, no
habla del prójimo sino del amigo: “sea el amigo, para vosotros, la fiesta de la
tierra... Yo os predico el amigo y su corazón rebosante... Yo os predico el
amigo en el que el mundo está completo, como una copa del bien.... yo no os
aconsejo el amor al prójimo, lo que os aconsejo es el amor al más lejano”[23].
¿Quién es este más lejano? El venidero, El Superhombre. También la virtud nace
de una fuente similar: se trata de una epidermis, de un manto, que oculta la
pereza de los vicios, el Sí-Mismo más querido; por medio de la virtud se busca
arrancar los ojos a los enemigos y ensalzarse “solamente para humillar a los
demás”[24]. En
el fondo, la virtud también oculta la negación del Sí-Mismo: ¡Todo lo que yo no
soy, eso, eso son para mí Dios y la virtud![25].
También la voluntad de igualdad (justicia), que “debe ser en
lo sucesivo el nombre de la virtud”[26],
nace de la sed de venganza: los predicadores de la igualdad son sólo
“vengativos ocultos”[27],
para quienes la justicia consiste en que el mundo se llene de las tempestades
de su venganza[28]. Pero Zarathustra anuncia
la redención de la venganza y la superación de la oculta concupiscencia
tiránica detrás de la cual se oculta la igualdad: “existen lucha y desigualdad
hasta en la belleza, y guerra por el poder, y por el sobrepoder: eso es lo que
aquí nos enseña, en símbolo clarísimo”[29]. La
vida misma requiere edificarse hacia la altura, hacia lejanos horizontes, por
ello, necesita de peldaños “y de la contradicción entre los peldaños y los que
suben”[30]. La
vida quiere subir para superarse a sí misma, por ello, lo bueno y lo malo, lo
rico y lo pobre, lo alto y lo bajo, y los restantes nombres que se refieren a
los valores “deben ser otras tantas armas y estandartes que proclamen que la
vida tiene que superarse continuamente a sí misma”[31].
En el origen de la decadencia está aquello en lo que se cree
consiste la naturaleza del bien y la del mal. La filosofía nietzscheana
pretende ubicarse más allá del bien y del mal, más allá de estas valoraciones
que resultan de la desquiciada voluntad de verdad. Bien y mal no son valores
absolutos, ni puntos de referencia fijos, no tienen sentido como conceptos,
sólo como valoraciones perspectivistas y como proyección de los afectos: Pero
aún más, bien y mal son trasformados por obra de la “neurosis religiosa”, la
cual está ligada a “tres prescripciones dietéticas: soledad, ayuno y
abstinencia sexual”[32]. El
síntoma de esta neurosis estaría, tanto en los pueblos salvajes como en los
domesticados en “la lasciva más súbita y desenfrenada, la cual se transforma
luego, de modo igualmente súbito, en convulsiones de penitencia y en una negación
del mundo y de la voluntad: ¿ambas cosas serían interpretables acaso como
epilepsia enmascarada?”[33]
El método para denunciar las valoraciones erróneas acerca de
lo bueno y lo malo que resultan de la neurosis religiosa será el del
descubrimiento de la génesis e historia de los conceptos: la genealogía. “El
método genealógico le [fue sugerido por]... la obra de su amigo el positivista
Paul Rée, Del origen de los sentimientos morales (1877)...”[34] En
su origen, el bien, lo bueno se presenta como la antítesis lógica de lo malo:
“El pathos de la nobleza y de la distancia... el duradero y dominante
sentimiento global y radical de una especie superior dominadora en su relación
con una especie inferior, con un abajo –éste es el origen de la antítesis bueno
y malo”[35]. Lo
bueno se identificaba con lo noble, lo poderoso con “los hombres de posición
superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí
mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en
contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo”[36].
La inversión de las valoraciones originales de lo bueno y lo
malo resulta de las fuerzas reactivas, de la impotencia y del resentimiento. La
venganza espiritual hacia los dominadores es el motivo principal de esta
transvaloración, realizada por el pueblo judío “ese pueblo sacerdotal que no ha
sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con una radical
transvaloración de los valores de éstos”[37]. Los
judíos son los que dan origen a lo que Nietzsche llama rebelión de los
esclavos: “¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los
bajos, son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los
deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios,
únicamente para ellos existe bienaventuranza, -en cambio vosotros, vosotros los
nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los
crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también
eternamente los desventurados, los malditos y condenados![38]
Cuando la fuerza reactiva del resentimiento se vuelve
creadora y engendra valores se da la rebelión de los esclavos: “Los señores
están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido”[39].
Esta moral necesita de un mundo opuesto y externo, necesita de estímulos
exteriores para actuar ya que su acción es reacción; al contrario, la moral del
hombre noble surge espontáneamente, ya que su inteligencia “tiene un delicado
dejo de lujo y refinamiento”[40],
porque para ellos lo esencial no es la inteligencia[41] sino
“la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores” e
incluso debemos atender al hecho de que la falta de inteligencia es propia de
quienes valerosamente se lanzan a ciegas “bien sea al peligro, bien sea al enemigo,
o a aquella entusiasmada subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el
agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos
las almas nobles”[42].
El otro mundo opuesto y externo, proyectado por las fuerzas
reactivas y creadoras de valores del resentimiento, resulta de una ilusión
perspectivista en la que el hacedor y lo hecho por él se separan, resultando
así un substrato, el ser, que es el dueño de lo exteriorizado: “del mismo modo
que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un
hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo”[43]. Con
esta ficción, nace la imputación que permite decir: el ave de rapiña es sólo
ave de rapiña, los malvados son los malvados, por lo tanto: “Seamos distintos
de los malvados, es decir, seamos buenos”[44].
Pero aquí lo bueno es lo propio del débil y lo malo es lo propio del noble y
fuerte, la debilidad bondadosa consiste en hacer lo que no violenta, en no
ofender a nadie, en no atacar, en no saldar cuentas, en exigir poco de la vida[45]. Se
realiza así un acto de metamorfosis, una falsificación mimética de la
inteligencia que se tiene de su rango ínfimo, da lugar a una virtud
renunciadora, callada, expectante; esta neurosis de conversión religiosa,
mentirosamente transforma la debilidad en mérito, la impotencia que no es capaz
de desquitarse en bondad, la temerosa bajeza en sumisión, la sumisión hacia
quienes se odia en obediencia, lo inofensivo del débil en paciencia, el no
poder vengarse en no querer vengarse o en perdón[46]. La
aspiración máxima de aquellos que se consideran a sí mismos como buenos y
justos es la victoria del Dios justo sobre los ateos, siendo el juicio final y
el advenimiento del “reino de Dios” su consuelo por todos los sufrimientos de
la vida[47].
La lucha que por milenios han sostenido el bien y el mal
tiene un símbolo que dice: Roma contra Judea, Judea contra Roma”[48]. En
Roma, el judío era visto “como la antinaturaleza misma, como su monstrum
antipódico... en Roma se consideraba al judío convicto de odio contra todo el
género humano”. Por otro lado, para los judíos, los romanos eran “los fuertes y
nobles... Los judíos eran, en cambio, el pueblo sacerdotal del resentimiento par
excellence”[49]. Finalmente Roma
sucumbió, pero en medio de la Revolución francesa, en la que la última nobleza
política europea “sucumbió bajo los instintos populares del resentimiento”[50], el
antiguo ideal apareció en carne y hueso, como una última indicación del otro
camino: “Napoleón, esa síntesis de inhumanidad y superhombre”[51].
Frente a la consigna del resentimiento que habla del primado de los más (los
resentidos, los vengativos, los débiles), resonó así la anti-consigna del
primado de los menos (los nobles, los poderosos, los predicadores del cuerpo y
de la tierra), con su oposición “a la voluntad de descenso, de rebajación, de
nivelación, de hundimiento y crepúsculo del hombre”[52].
Cuando las fuerzas reactivas se incorporan a la actividad
genérica, se da una proyección en la que cambia la naturaleza de la relación
deudor-acreedor. El auténtico problema del hombre es criarlo como “un animal al
que le sea lícito hacer promesas”[53].
Contra este hacer promesas obra la capacidad de olvidar, la cual no es una mera
fuerza inercial, sino una fuerza “activa, positiva en el más riguroso sentido
del término... a la cual hay que atribuir el que lo únicamente vivido,
experimentado por nosotros, lo asumido por nosotros, penetre en nuestra
conciencia...”[54] El olvido es un aparato
de inhibición que si falla, da origen al tipo dispéptico, el cual “no digiere íntegramente
nada”[55];
contra el olvido obra la memoria, que consiste “en un activo
no-querer-volver-a-liberarse, un seguir queriendo lo querido una vez”[56]. La
responsabilidad resulta de criar un animal al que le sea lícito hacer promesas,
lo que implica “hacer antes al hombre, hasta cierto grado, necesario, uniforme,
igual entre iguales, ajustado a la regla, y, en consecuencia, calculable”[57]
La “voluntad libre del hombre moral no es más que una
consecuencia, una imposición de la fuerza coercitiva de la moral-costumbre”[58]. El
hombre moral se vuelve consciente de sus culpas, gracias a una transformación
de la primitiva relación contractual entre acreedor y deudor, “la cual remite a
las formas básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico”[59]. De
la primitiva relación contractual deudor-acreedor se derivó la relación moral
prejuicio-dolor, de lo que nació posteriormente el sentimiento de la culpa: “la
mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo
la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas
por él, -de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró
definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz”[60]. La
mala conciencia requiere, por ende, del animal domesticado, del hombre,
entendido como ser al que le es lícito prometer. Los conceptos de culpa y deber
son moralizados para conformar el entrelazamiento “de la mala conciencia con el
concepto de Dios”[61],
estos conceptos se vuelven hacia atrás, en una regresión original, genealógica,
hacia el deudor y después hacia el acreedor hasta llegar a la espantosa
paradoja de un Dios que se paga a sí mismo, redimiendo al hombre “de aquello
que para este mismo se ha vuelto irredimible”[62].
Al entrecruzamiento y reforzamiento mutuos de mala conciencia
y resentimiento, se le puede denominar ideal ascético[63]. El
ideal ascético, que entre otras cosas, ha corrompido “la salud y el gusto”[64],
expresa una voluntad y tiene una meta. La única forma de abstenerse de este
ideal es el ateísmo “descontada su voluntad de verdad”[65].
Pero: “El ateísmo incondicional y sincero... no se encuentra... en
contraposición a aquel ideal , como a primera vista parece; antes bien, es tan
sólo una de sus últimas fases de desarrollo, una de sus formas finales y de sus
consecuencias lógicas internas, -es la catástrofe, que impone respeto, de una
bimilenaria educación para la verdad, educación que, al final, se prohíbe a sí
misma la mentira que hay en el creer en Dios”[66]. El
cristianismo, como moral, tiene que perecer, y junto con éste el ideal ascético
que da sentido al sufrimiento: “En él el sufrimiento aparecía interpretado; el
inmenso vacío parecía colmado”[67].
Pero este ideal ascético, al final consiste en ser voluntad de nada: “una
aversión contra la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la
vida...”[68] Pero: “el hombre prefiere
querer la nada a no querer”[69].
Metáforas como tarántulas, despreciadores del cuerpo o
predicadores de la muerte, dejarán de lado la semántica críptica propia del
Zarathustra, para presentarse en su ruda desnudez en el Anticristo: el tipo
sacerdotal es la síntesis, el sum de esta clase de hombres que han fabulado un
ultramundo, más allá de éste e ideas reactivas como culpa y mala conciencia:
“el sacerdote mismo se nos muestrea tal como es, como el parásito más
peligroso, como la verdadera tarántula de la vida”[70] Las
invenciones de los eclesiásticos y de la Iglesia, ideas como las de más allá,
juicio final, inmortalidad del alma y la del alma misma son considerados como
instrumentos para atormentar, como “sistema de crueldad[71] de
que se valieron los sacerdotes para hacerse los amos y para seguir siéndolo
cuando lo lograron”[72].
Estas ideas son parte de lo que el cristianismo niega, “falsificaciones de
moneda que se han hecho para despreciar la Naturaleza y los valores
naturales...”[73]
El verdadero y auténtico cristianismo no es pues el que nació
de la prédica y de la organización de un credo en torno a la protección de la
Iglesia; no, el cristianismo auténtico murió con Cristo, todo lo que vino
después, fue sólo la perversión de un mensaje, para el que la vida era un valor
afirmativo: “La palabra cristianismo es ya una equivocación. En realidad, no
hubo más que un cristiano: el que murió en el Gólgota. El Evangelio murió en la
cruz. Lo que después se ha llamado Evangelio, fue lo contrario de lo que el
Cristo había vivido: una mala nueva, un disevangelio... Lo único cristiano es
la práctica cristiana, una vida como la que vivió Jesús de Nazareth”[74]. Lo
que desde hace dos milenios se llama cristiano, “no es más que un error
psicológico [ya que si se le mira de cerca]... quienes reinan en él son los
instintos, pero, ¡qué clase de instintos![75] Lo
esencial para el cristianismo no es una fe diferente, “sino una manera de obrar
diferente, no hacer ciertas cosas y, sobre todo, llevar otra vida”[76].
Cuando Cristo murió, el Evangelio quedó colgado de la cruz,
esta muerte fue el origen de la rebelión contra el orden establecido, contra el
judaísmo reinante, su clase directora“[77].
Pero con esto se obvió el mensaje implícito en la muerte de Jesús: el no querer
“nada más que dar la prueba concluyente de su doctrina”[78].
Pero esta muerte no fue perdonada, porque debía tener sentido y una razón
superior, ya que “el amor del discípulo no reconoce el azar”[79],
pero con esto predominó el sentimiento menos evangélico: la venganza. Debía
darse la reparación y el juicio (cosas contrarias al Evangelio), con lo que se
consolidó la venganza, consistente “en elevar al maestro de una manera
indirecta, apartándolo de ellos mismos, como antes los judíos, por odio a sus
enemigos, se habían separado de su Dios, para elevarle a la altura. El Hijo
único, el Dios único, fueron frutos del resentimiento”[80].
Todo lo que Cristo había predicado quedó suprimido por obra
de esta razón perturbada y resentida: Jesús suprimió la idea de pecado, negó
que existiera un abismo entre Dios y el hombre, y vivió la unión entre Dios y
el hombre como buena nueva, pero paulatinamente, se contaminaron estos ideales
mediante el tipo del Salvador, la doctrina del juicio y la vuelta a la Tierra,
la doctrina de la muerte como sacrificio y la doctrina de la resurrección que
escamotea la idea de la salvación: “El Evangelio trocóse de repente en la más
despreciable de las promesas irrealizables, la doctrina impudente de la
inmortalidad personal. El propio San Pablo, en su predicación, la ofrece como
una recompensa”[81]
La buena nueva fue seguida por la peor de todas: la de San
Pablo, en quien podemos ver “el tipo contrario del alegre mensajero, el genio
del odio, el genio de la visión del odio en la implantación del odio”[82].
Aquí comenzó la gran falsificación del cristianismo auténtico, del que murió
con Cristo: con San Pablo, el sacerdote busca de nuevo el poder. “Lo que el
Salvador era en sí, su doctrina, su muerte, hasta lo que siguió a su muerte,
nada se mantuvo intacto, nada conservó el menor parecido con su realidad. San
Pablo traslada sencillamente el centro de gravedad de la existencia detrás de
esa existencia, poniéndole la mentira de Jesús resucitado”[83].
También San Pablo falseó “la historia de Israel para presentarla como el
prólogo de sus actos. Todos los profetas habían hablado del Salvador: La
Iglesia falsificó después hasta la historia de la humanidad para convertirla en
el prólogo del cristianismo”[84].
Después del cristianismo Mahoma retomó el impúdico invento de San Pablo: “la fe
en la inmortalidad, es decir la doctrina del juicio final”[85]. Por
ello, “hay que ponerse guantes para leer el Nuevo Testamento. Solo así nos
libraremos de contagiarnos al revolver tanta basura”[86].
El Anticristo nos presenta una aporía final: si desligamos a
Cristo de la labor posterior de su Iglesia, instituida por Él mismo, entonces
encontraremos en Ésta la causa de la perversión del ideal evangélico, con lo
que estaríamos ante el único y verdadero Anticristo: “formulo contra la Iglesia
la más terrible de las acusaciones que haya lanzado fiscal alguno. Es la mayor
corrupción que puede imaginarse; en ella palpita la voluntad de la máxima
corrupción imaginable. La Iglesia cristiana no ha economizado la corrupción en
ningún sitio; de cada valor ha hecho un sin valor; de cada verdad, una mentira;
de cada integridad, una vileza. ¡Que se atrevan a hablarme todavía de sus
beneficios humanitarios! Suprimir una miseria era contrario a su comercio; vive
de miserias y ha creado miserias para eternizarse. El gusano del pecado, por
ejemplo, es una miseria con que la Iglesia ha enriquecido a la mandad. La
“igualdad de las almas ante Dios”, esa mentira, ese pretexto para los rencores
más bajos, ese explosivos de la idea que acabó por tornarse Revolución, idea
moderna, principio de degeneración de todo el orden social; esa es la dinamita
cristiana. ¡Beneficios humanitarios del cristianismo! Hacer de la humanidad una
eterna paradoja, una vergüenza, una aversión, un desprecio hacia todos los
instintos buenos y rectos... El parasitismo, única práctica de la Iglesia,
bebiendo, con su ideal de anemia y de santidad, la sangre el amor, la esperanza
de la vida: el más allá, negación de toda realidad; la cruz, contraseña para la
más sombría conspiración que ha habido jamás –conspiración contra la salud, la
belleza, la rectitud, la bravura, el ingenio, la hermosura del alma, contra la
vida misma”[87]. Y en el extremo de la
paradoja, nosotros “medimos el tiempo empezando a contar desde el día fatal en
que empieza destino tan degradante: desde el primer día del cristianismo![88]
El fundamento de esta crítica, es la distinción que se puede
establecer entre religiones activas y religiones reactivas, en estas últimas:
“el resentimiento y la mala conciencia representan las fuerzas reactivas que se
apoderan de los elementos de la religión para liberarlos del yugo en el que las
fuerzas activas los mantienen”[89], de
esta forma, la religión se propone como fin último “y no como medio junto a
otros medios”[90]. Para Nietzsche, la
religión activa es un medio de selección y de educación “en manos del filósofo”[91], no
tomando partido a favor de los malogrados. Las religiones reactivas
precisamente se caracterizan por que toman partido a favor de todos estos
dolientes, de este excedente de “tarados, enfermos, degenerados, decrépitos,
dolientes por necesidad”[92], con
esto, “ponen cabeza abajo todas las valoraciones”[93].
Pero la gran paradoja es que, tomando partido a favor de los malogrados,
“consolando a los dolientes y dando ánimo a los desesperados” han dominado,
“con su igualdad ante Dios”, el destino de Europa, “hasta que acabó formándose
una especie empequeñecida, casi ridícula, un animal de rebaño, un ser dócil,
enfermizo y mediocre, el europeo de hoy...”[94]
[1] ¿Qué
es la verdad? “Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias,
antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han
sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después
de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las
verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se
han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su
troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”. Friedrich
Nietzsche. Sobre verdad y
mentira en sentido extramoral. 1. p. 25.
[3] “Toda
verdad es sencilla. ¿No es esto una doble mentira?. El crepúsculo de los ídolos
o cómo se filosofa al martillo. IV. p. 8.
[7] Ibid. p. 42.
[8] Ibid. p. 43.
[10] Ibid. p. 48.
[11] Ibid. p. 49.
[12] Ibid. p. 50.
[13]
Idem.
[14]
Ibid. De los despreciadores del cuerpo. p. 52.
[15] Ibid. p. 50.
[16] Ibid. p. 51.
[17] Ibid. p. 52.
[18]
Ibid. De los predicadores de la muerte. p. 64.
[19]
Idem.
[20]
Ibid. De la castidad. p. 74.
[21]
Ibid. p. 73.
[22]
Ibid. Del amor al prójimo. p. 80.
[23]
Ibid. p. 81.
[24]
Segunda parte. De los virtuosos. p. 115.
[25]
Ibid. p. 114.
[26] De
las tarántulas. p. 120.
[27] Ibid. p. 119.
[28] Cf. Idem.
[29] Ibid. p. 121.
[30] Idem.
[31]
Idem.
[33]
Idem.
[36] Ibid. p. 31.
[37] Ibid. 7. p. 39.
[38] Ibid. p. 39-40.
[39]
Ibid. p. 42.
[40]
Ibid. 10. p. 44.
[41] Como
en los esclavos, ya que ellos acabarán por ser más inteligentes que cualquier
raza noble, considerando incluso a la inteligencia como “la más importante
condición de su existencia”. Ibid.
45.
[42] Ibid. p. 45.
[43] Ibid. 13. p. 51.
[44] Ibid. p. 52.
[45] Cf. Idem.
[46] Ibid. 14. p. 53-54.
[47] Cf. Idem. p. 55.
[48] Ibid. 16. p. 59.
[49] Ibid. p. 59-60.
[50] Ibid. p. 60.
[51] Ibid. p. 61.
[52]
Idem.
[54] Idem.
[55] Ibid. p. 66.
[56] Idem.
[57]
Ibid. 2. p. 67.
[59] Ibid. 4. p. 72.
[60] Ibid. 16. p. 95.
[61] Ibid. 21. p. 104.
[62]
Ibid. p. 105.
[65] Ibid. 27. p. 182.
[66] Ibid. p. 183.
[67] Ibid. 28. p. 185.
[68] Ibid. p. 186.
[69] Idem.
[71] La
crueldad tiene también su propia historia: en el periodo premoral de la
humanidad (Cf. Teófilo Urdánoz. Op.
cit. p. 537): “la gente sacrificaba a su dios seres humanos, acaso precisamente
a aquellos a quienes más amaba” (Más allá del bien y del mal. El ser
religioso. 55. p. 80); en el periodo moral: “la gente sacrificaba a su dios los
instintos más fuertes que poseía, la naturaleza propia; esta alegría festiva
brilla en la cruel mirada del asceta, del hombre entusiásticamente antinatural”
(idem); finalmente, se sacrifica a Dios mismo por la nada: este misterio
paradójico de la crueldad suprema ha quedado reservado a la generación que
precisamente ahora surge en el horizonte: todos nosotros conocemos ya alto de
esto” (Ibid. p. 81).
[73]
Idem.
[74]
Ibid. XXIX. p. 80.
[75]
Ibid. p. 81.
[76] Ibid. p. 80.
[77] Ibid. XL. p. 83.
[78] Idem.
[79] Idem.
[80]
Ibid. p. 84.
[81]
Ibid. XLI. p. 85-86.
[83] Ibid. p. 87.
[84] Idem.
[85] Ibid. p. 88.
[86] Ibid. XLVI. p. 98.
[87] Ibid. LXII. p. 142-143.
[88] Ibid. p. 143.
[91]
Idem.
[92]
Idem.
[93]
Ibid. p. 89.
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