miércoles, 4 de mayo de 2016

LO RELIGIOSO EN NIETZSCHE: ENTRE EL INMORALISMO IRRACIONALISTA Y EL CRISTIANISMO AUTÉNTICO

Por Javier Brown César


La actitud de Nietzsche ante la religión es ambigua, y por ende, difícil de clarificar. ¿Qué quiere decir Zarathustra cuando anuncia la muerte de Dios? ¿Qué implicaciones tiene la idea del superhombre para el ideal religioso del hombre santo? ¿Acaso Nietzsche es el sepulturero de toda religión o muy al contrario, el más ardiente defensor de un cristianismo auténtico, no contaminado por posteriores interpretaciones y dogmas? ¿Qué pretendía Nietzsche con sus múltiples aformismos? Podríamos abrir el portal a la filosofía nietzscheana con el siguiente supuesto de base: lo que pretende Nietzsche es una filosofía antisistémica que permita hundir con más firmeza las garras de la crítica kantiana, de tal forma que, en lugar de adoptar esquemas predeterminados para construir una filosofía trascendental, sea posible asumir un punto de partida diferente para realizar una crítica radical a la razón. Bajo esta lectura, Nietzsche sería el más consecuente de los kantianos y desde luego, el continuador del proyecto iniciado por el genio de Könisberg. Establezcámonos aquí y veamos que resulta.

 

El criticismo trascendental de Kant debía ser superado: si la crítica a la razón pretende ser absolutamente radical, no es posible asumir, como punto de partida, supuestos que contaminen el aparato crítico. Los supuestos contaminantes podrían ser dos: por un lado, la focalización del criticismo en la categoría “razón” y su posterior escisión en esferas: la física, la ética, la estética, la historia y la política; y por otro lado, el sistema de la física newtoniana como conjunto de principios verdaderos y absolutamente ciertos que hay que fundamentar con el recurso a formas puras a priori. El criticismo auténtico no puede asumir como fundamento ningún sistema de ciencia positiva, llámese aritmética, geometría o física, ya que las ciencias positivas se podrían caracterizar como sistemas cerrados, autorreferentes, circulares, por ende, pretenden quedar inmunes a la crítica bajo el argumento del purismo científico o de la neutralidad valorativa (Weber). El punto de partida no puede ser otro que la crítica a la voluntad de verdad[1], ideal con el que nació la metafísica occidental y que fue óbice para la escisión de la realidad en dos planos: la realidad real y la realidad ideal. La pregunta socrática por las cosas en sí, la búsqueda de la razón a toda costa fue el principum corruptionis no sólo de la filosofía, sino también de occidente: “El caso de Sócrates representa un error; toda la moral de perfeccionamiento, incluso la moral cristiana, ha sido un error. Buscar la luz más viva, la razón a toda costa, la vida clara, fría, prudente, consciente, despojada de instintos y en lucha con ellos, no fue más que una enfermedad, una nueva enfermedad, y en manera alguna un regreso a la virtud, a la salud, a la dicha. Verse obligado a luchar contra los instintos es la fórmula de la decadencia, mientras que en la vida ascendente, felicidad e instinto son idénticos”[2].

 

El criticismo, como actitud y método exige una filosofía de la demolición, en la que la dinamita pueda desmontar aquello que se ha recubierto del velo de la verdad pero que es sólo vana apariencia; por ende, no es la razón la que debe criticar a la razón, antes bien, la única forma de filosofar es mediante el martillo de la crítica implacable[3]. Este filosofar al martillo no se detiene ante nada, denuncia la apariencia y la debilidad detrás de la música, de la democracia, de la política, del comunismo, de la literatura, de la raza germánica, de la música, de la ciencia, etc. Occidente todo se pone bajo la lupa crítica porque occidente mismo es una ficción, una construcción histórica que resulta de la rebelión de los débiles, de los esclavos. Pero vayamos por partes.

 

Nietzsche destruye el momento de la mediación hegeliana en que el espíritu a partir del despliegue del concepto, toma conciencia de sí mismo: no existe tal mediación, ni tampoco la huella del absoluto en el hombre. El hombre no es el último eslabón en el trayecto de la naturaleza a Dios, ni el ser destinado a entrar en conocimiento con el Absoluto, el hombre es solo un frágil eslabón hacia el superhombre, por ende, es una realidad que debe ser superada, para dar paso al último hombre, al que se pondrá en contacto con el nuevo superhombre: “El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el Superhombre: una cuerda sobre un abismo... Lo más grande del hombre es que es un puente y no una meta. Lo que debemos amar en el hombre es que consiste en un tránsito y un ocaso”[4]. Todo hombre vive una experiencia rezagada, es sólo un experimento y debe actuar en consecuencia, teniendo el valor de ser aquello que ya es: “vivimos… una vida provisional o arrastramos una existencia de rezagados… y lo mejor que podemos hacer en este interregno es ser, en cuanto cabe, nuestros propios reyes, y no fundar pequeños Estados, como ensayo. Somos experimentos. ¡Tengamos el valor de serlo!”[5]. No hay ningún despliegue hacia niveles superiores de conciencia, ninguna elevación del plano material al ideal, habiendo sólo una realidad real, la única elevación posible es el reconocimiento de aquello que se es.

 

La creación de valores nuevos exige la transformación del espíritu, la superación de los estadios en los que es como camello o como león, para llegar al niño el cual instaura el juego divino del crear luchando por su voluntad propia y conquistando “su mundo”[6]. La existencia del hombre-camello se caracteriza por llevar encima el pesado fardo de ideales, aspiraciones, expectativas y creencias; su existencia se hace pesada ante la carga de su misión auto proyectada, pero esta misión resulta de una perspectiva que se origina en las fuerzas reactivas de la vida, no estando al servicio de un acrecentamiento de la fuerza, la vitalidad y el vigor, sino antes bien, al servicio de la debilidad, la renunciación y la auto negación. El camello carga con lo más pesado: se arrodilla para humillar la soberbia, se separa de los suyos, se alimenta de las bellotas y los hierbajos del conocimiento y se zambulle bajo el agua sucia de la verdad, “sin apartar de sí las frías ranas y los calientes sapos”[7].

 

El hombre-león debe destruir este pesado fardo que constituye la joroba del camello, su cruz, liberando la espalda de su onerosa carga; en su destruir no tiene consideración alguna; crea un ser nuevo, pero el león no es todavía quien debe llegar a ser: frente al tú debes del camello, el león esgrime el yo quiero, con lo cual se propicia la libertad oponiendo un sagrado no al deber, pero el león no puede todavía crear valores nuevos, aunque sí propicie la “libertad para creaciones nuevas”[8]. En el último momento de este camino, el hombre-niño es quien verá la realidad con ojos nuevos: ante él queda la única realidad del círculo inflexible de las fuerzas activas que siempre regresan.

 

La denuncia nietzscheana a los ideales religiosos tiene en Zarathustra a su vocero: Dios es sólo la proyección, más allá del hombre, del desprecio de lo terrenal y corpóreo, “como hacen todos los de detrás del mundo”[9]. Este dios resulta ser un fantasma, que nace de las fuerzas reactivas, de la negación del cuerpo: “el cuerpo fue el que desesperó del cuerpo... El cuerpo fue el que renegó de la tierra”[10]. El otro mundo así fabulado, resulta ser una celestial nada, un inhumano mundo deshumanizado, contra el que debe oponerse una nueva soberbia consistente en dejar “de esconder la cabeza en las cosas celestes”[11] en llevar alto la cabeza, pero una cabeza terrena que pueda crear el sentido de la tierra. El mundo celeste y la sangre redentora fue resultado de la imaginería de enfermos y moribundos, quienes despreciaron el cuerpo y la tierra, considerando al cuerpo como una cosa enfermiza, “un pellejo. Por eso escuchan con entusiasmo a los predicadores de la muerte, y ellos mismos predican trasmundos”[12]. La nueva moral dice sí al cuerpo, pero a un cuerpo perfecto y cuadrado que pueda hablar con la máxima lealtad y con la máxima pureza, hablando “del sentido de la tierra”[13].

 

Quienes niegan el cuerpo sienten odio “contra la vida y contra la tierra”[14], no pueden crear, superándose a sí mismos. Para el que ya ha despertado, para el sabio, todo es cuerpo, el “alma no es sino el nombre de algo propio del cuerpo”[15], la razón es un instrumento del cuerpo, y el espíritu un juguete a disposición de la razón, los sentidos son también instrumentos o juguetes. Detrás de descripciones como razón, espíritu o sentidos se oculta el Sí-Mismo, que “siempre inquiere y escucha: coteja, reprime, conquista y destruye. Él domina, y también sobre el yo”[16]. El Sí-Mismo se esconde detrás de las ideas y sentimientos, siendo el que “creó tanto la estima y el menosprecio como la alegría y el dolor”[17]. Es por esto que quienes desprecian el cuerpo sirven también al cuerpo y a su Sí-Mismo. Estos despreciadores del cuerpo que con tanta atención oyen a los predicadores de la muerte, comparten con éstos una inconsciente debilidad, una envidia y un odio hacia todo lo auténticamente noble y elevado. De esta forma, los predicadores de la muerte tienen ante sí un auditorio de similares, porque también ellos desprecian el cuerpo y la vida: la vida no es sino dolor, por lo que se debe arrancarte la vida y huir de sí mismo, inclusive mediante el trabajo rudo y mediante todo lo rápido, nuevo y extraño; la lujuria es pecado, el parir es doloroso, haciendo falta compasión, pero no la compasión verdadera, que consiste en amargar “la vida de su prójimo”[18], sino la inauténtica compasión renunciadora: ¡Tomad todo lo mío, todo cuanto soy! ¡Así estaré menos atado a la vida![19]

 

Nietzsche comienza en su Zarathustra, la denuncia de los ideales y preceptos religiosos, que habrá de continuar en Más allá del bien y del mal, en La genealogía de la moral y El anticristo: la castidad, el amor al prójimo, la misericordia y la virtud son denunciadas como fuerzas reactivas, resultado de la debilidad, del inconsciente negar al cuerpo, a la tierra, al Sí-Mismo. Contra la inocencia de los sentidos, quienes predican la castidad exhortan a matar las sensaciones, pero en todo momento, a pesar de su renuncia disfrazada de compasión, les persigue la lasciva: “Hasta las cumbres de su virtud y hasta la frialdad de su alma, les sigue esta alimaña con su descontento”[20]. Hay en los castos una ambivalencia afectiva innegable, su pretendida elevación esconde el cieno en que consiste “lo hondo de su alma”[21]

 

Con respecto al amor al prójimo, Zarathustra denuncia un fenómeno similar al de la castidad: el amor al prójimo es una forma de huida del Sí-Mismo, que nace de la incapacidad de soportarse a sí mismo y de la falta de amor que se tiene para consigo mismo: “vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor hacia vosotros mismos”[22]. Zarathustra no predica el amor al prójimo, sino antes bien, al más lejano, no habla del prójimo sino del amigo: “sea el amigo, para vosotros, la fiesta de la tierra... Yo os predico el amigo y su corazón rebosante... Yo os predico el amigo en el que el mundo está completo, como una copa del bien.... yo no os aconsejo el amor al prójimo, lo que os aconsejo es el amor al más lejano”[23]. ¿Quién es este más lejano? El venidero, El Superhombre. También la virtud nace de una fuente similar: se trata de una epidermis, de un manto, que oculta la pereza de los vicios, el Sí-Mismo más querido; por medio de la virtud se busca arrancar los ojos a los enemigos y ensalzarse “solamente para humillar a los demás”[24]. En el fondo, la virtud también oculta la negación del Sí-Mismo: ¡Todo lo que yo no soy, eso, eso son para mí Dios y la virtud![25].

 

También la voluntad de igualdad (justicia), que “debe ser en lo sucesivo el nombre de la virtud”[26], nace de la sed de venganza: los predicadores de la igualdad son sólo “vengativos ocultos”[27], para quienes la justicia consiste en que el mundo se llene de las tempestades de su venganza[28]. Pero Zarathustra anuncia la redención de la venganza y la superación de la oculta concupiscencia tiránica detrás de la cual se oculta la igualdad: “existen lucha y desigualdad hasta en la belleza, y guerra por el poder, y por el sobrepoder: eso es lo que aquí nos enseña, en símbolo clarísimo”[29]. La vida misma requiere edificarse hacia la altura, hacia lejanos horizontes, por ello, necesita de peldaños “y de la contradicción entre los peldaños y los que suben”[30]. La vida quiere subir para superarse a sí misma, por ello, lo bueno y lo malo, lo rico y lo pobre, lo alto y lo bajo, y los restantes nombres que se refieren a los valores “deben ser otras tantas armas y estandartes que proclamen que la vida tiene que superarse continuamente a sí misma”[31].

 

En el origen de la decadencia está aquello en lo que se cree consiste la naturaleza del bien y la del mal. La filosofía nietzscheana pretende ubicarse más allá del bien y del mal, más allá de estas valoraciones que resultan de la desquiciada voluntad de verdad. Bien y mal no son valores absolutos, ni puntos de referencia fijos, no tienen sentido como conceptos, sólo como valoraciones perspectivistas y como proyección de los afectos: Pero aún más, bien y mal son trasformados por obra de la “neurosis religiosa”, la cual está ligada a “tres prescripciones dietéticas: soledad, ayuno y abstinencia sexual”[32]. El síntoma de esta neurosis estaría, tanto en los pueblos salvajes como en los domesticados en “la lasciva más súbita y desenfrenada, la cual se transforma luego, de modo igualmente súbito, en convulsiones de penitencia y en una negación del mundo y de la voluntad: ¿ambas cosas serían interpretables acaso como epilepsia enmascarada?”[33]

 

El método para denunciar las valoraciones erróneas acerca de lo bueno y lo malo que resultan de la neurosis religiosa será el del descubrimiento de la génesis e historia de los conceptos: la genealogía. “El método genealógico le [fue sugerido por]... la obra de su amigo el positivista Paul Rée, Del origen de los sentimientos morales (1877)...”[34] En su origen, el bien, lo bueno se presenta como la antítesis lógica de lo malo: “El pathos de la nobleza y de la distancia... el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un abajo –éste es el origen de la antítesis bueno y malo”[35]. Lo bueno se identificaba con lo noble, lo poderoso con “los hombres de posición superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo”[36].

 

La inversión de las valoraciones originales de lo bueno y lo malo resulta de las fuerzas reactivas, de la impotencia y del resentimiento. La venganza espiritual hacia los dominadores es el motivo principal de esta transvaloración, realizada por el pueblo judío “ese pueblo sacerdotal que no ha sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que con una radical transvaloración de los valores de éstos”[37]. Los judíos son los que dan origen a lo que Nietzsche llama rebelión de los esclavos: “¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos, son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, -en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y condenados![38]

 

Cuando la fuerza reactiva del resentimiento se vuelve creadora y engendra valores se da la rebelión de los esclavos: “Los señores están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido”[39]. Esta moral necesita de un mundo opuesto y externo, necesita de estímulos exteriores para actuar ya que su acción es reacción; al contrario, la moral del hombre noble surge espontáneamente, ya que su inteligencia “tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento”[40], porque para ellos lo esencial no es la inteligencia[41] sino “la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores” e incluso debemos atender al hecho de que la falta de inteligencia es propia de quienes valerosamente se lanzan a ciegas “bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o a aquella entusiasmada subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles”[42].

 

El otro mundo opuesto y externo, proyectado por las fuerzas reactivas y creadoras de valores del resentimiento, resulta de una ilusión perspectivista en la que el hacedor y lo hecho por él se separan, resultando así un substrato, el ser, que es el dueño de lo exteriorizado: “del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama rayo”[43]. Con esta ficción, nace la imputación que permite decir: el ave de rapiña es sólo ave de rapiña, los malvados son los malvados, por lo tanto: “Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos”[44]. Pero aquí lo bueno es lo propio del débil y lo malo es lo propio del noble y fuerte, la debilidad bondadosa consiste en hacer lo que no violenta, en no ofender a nadie, en no atacar, en no saldar cuentas, en exigir poco de la vida[45]. Se realiza así un acto de metamorfosis, una falsificación mimética de la inteligencia que se tiene de su rango ínfimo, da lugar a una virtud renunciadora, callada, expectante; esta neurosis de conversión religiosa, mentirosamente transforma la debilidad en mérito, la impotencia que no es capaz de desquitarse en bondad, la temerosa bajeza en sumisión, la sumisión hacia quienes se odia en obediencia, lo inofensivo del débil en paciencia, el no poder vengarse en no querer vengarse o en perdón[46]. La aspiración máxima de aquellos que se consideran a sí mismos como buenos y justos es la victoria del Dios justo sobre los ateos, siendo el juicio final y el advenimiento del “reino de Dios” su consuelo por todos los sufrimientos de la vida[47].

 

La lucha que por milenios han sostenido el bien y el mal tiene un símbolo que dice: Roma contra Judea, Judea contra Roma”[48]. En Roma, el judío era visto “como la antinaturaleza misma, como su monstrum antipódico... en Roma se consideraba al judío convicto de odio contra todo el género humano”. Por otro lado, para los judíos, los romanos eran “los fuertes y nobles... Los judíos eran, en cambio, el pueblo sacerdotal del resentimiento par excellence[49]. Finalmente Roma sucumbió, pero en medio de la Revolución francesa, en la que la última nobleza política europea “sucumbió bajo los instintos populares del resentimiento”[50], el antiguo ideal apareció en carne y hueso, como una última indicación del otro camino: “Napoleón, esa síntesis de inhumanidad y superhombre”[51]. Frente a la consigna del resentimiento que habla del primado de los más (los resentidos, los vengativos, los débiles), resonó así la anti-consigna del primado de los menos (los nobles, los poderosos, los predicadores del cuerpo y de la tierra), con su oposición “a la voluntad de descenso, de rebajación, de nivelación, de hundimiento y crepúsculo del hombre”[52].

 

Cuando las fuerzas reactivas se incorporan a la actividad genérica, se da una proyección en la que cambia la naturaleza de la relación deudor-acreedor. El auténtico problema del hombre es criarlo como “un animal al que le sea lícito hacer promesas”[53]. Contra este hacer promesas obra la capacidad de olvidar, la cual no es una mera fuerza inercial, sino una fuerza “activa, positiva en el más riguroso sentido del término... a la cual hay que atribuir el que lo únicamente vivido, experimentado por nosotros, lo asumido por nosotros, penetre en nuestra conciencia...”[54] El olvido es un aparato de inhibición que si falla, da origen al tipo dispéptico, el cual “no digiere íntegramente nada”[55]; contra el olvido obra la memoria, que consiste “en un activo no-querer-volver-a-liberarse, un seguir queriendo lo querido una vez”[56]. La responsabilidad resulta de criar un animal al que le sea lícito hacer promesas, lo que implica “hacer antes al hombre, hasta cierto grado, necesario, uniforme, igual entre iguales, ajustado a la regla, y, en consecuencia, calculable”[57]

 

La “voluntad libre del hombre moral no es más que una consecuencia, una imposición de la fuerza coercitiva de la moral-costumbre”[58]. El hombre moral se vuelve consciente de sus culpas, gracias a una transformación de la primitiva relación contractual entre acreedor y deudor, “la cual remite a las formas básicas de compra, venta, cambio, comercio y tráfico”[59]. De la primitiva relación contractual deudor-acreedor se derivó la relación moral prejuicio-dolor, de lo que nació posteriormente el sentimiento de la culpa: “la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, -de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz”[60]. La mala conciencia requiere, por ende, del animal domesticado, del hombre, entendido como ser al que le es lícito prometer. Los conceptos de culpa y deber son moralizados para conformar el entrelazamiento “de la mala conciencia con el concepto de Dios”[61], estos conceptos se vuelven hacia atrás, en una regresión original, genealógica, hacia el deudor y después hacia el acreedor hasta llegar a la espantosa paradoja de un Dios que se paga a sí mismo, redimiendo al hombre “de aquello que para este mismo se ha vuelto irredimible”[62].

 

Al entrecruzamiento y reforzamiento mutuos de mala conciencia y resentimiento, se le puede denominar ideal ascético[63]. El ideal ascético, que entre otras cosas, ha corrompido “la salud y el gusto”[64], expresa una voluntad y tiene una meta. La única forma de abstenerse de este ideal es el ateísmo “descontada su voluntad de verdad”[65]. Pero: “El ateísmo incondicional y sincero... no se encuentra... en contraposición a aquel ideal , como a primera vista parece; antes bien, es tan sólo una de sus últimas fases de desarrollo, una de sus formas finales y de sus consecuencias lógicas internas, -es la catástrofe, que impone respeto, de una bimilenaria educación para la verdad, educación que, al final, se prohíbe a sí misma la mentira que hay en el creer en Dios”[66]. El cristianismo, como moral, tiene que perecer, y junto con éste el ideal ascético que da sentido al sufrimiento: “En él el sufrimiento aparecía interpretado; el inmenso vacío parecía colmado”[67]. Pero este ideal ascético, al final consiste en ser voluntad de nada: “una aversión contra la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida...”[68] Pero: “el hombre prefiere querer la nada a no querer”[69].

 

Metáforas como tarántulas, despreciadores del cuerpo o predicadores de la muerte, dejarán de lado la semántica críptica propia del Zarathustra, para presentarse en su ruda desnudez en el Anticristo: el tipo sacerdotal es la síntesis, el sum de esta clase de hombres que han fabulado un ultramundo, más allá de éste e ideas reactivas como culpa y mala conciencia: “el sacerdote mismo se nos muestrea tal como es, como el parásito más peligroso, como la verdadera tarántula de la vida”[70] Las invenciones de los eclesiásticos y de la Iglesia, ideas como las de más allá, juicio final, inmortalidad del alma y la del alma misma son considerados como instrumentos para atormentar, como “sistema de crueldad[71] de que se valieron los sacerdotes para hacerse los amos y para seguir siéndolo cuando lo lograron”[72]. Estas ideas son parte de lo que el cristianismo niega, “falsificaciones de moneda que se han hecho para despreciar la Naturaleza y los valores naturales...”[73]

 

El verdadero y auténtico cristianismo no es pues el que nació de la prédica y de la organización de un credo en torno a la protección de la Iglesia; no, el cristianismo auténtico murió con Cristo, todo lo que vino después, fue sólo la perversión de un mensaje, para el que la vida era un valor afirmativo: “La palabra cristianismo es ya una equivocación. En realidad, no hubo más que un cristiano: el que murió en el Gólgota. El Evangelio murió en la cruz. Lo que después se ha llamado Evangelio, fue lo contrario de lo que el Cristo había vivido: una mala nueva, un disevangelio... Lo único cristiano es la práctica cristiana, una vida como la que vivió Jesús de Nazareth”[74]. Lo que desde hace dos milenios se llama cristiano, “no es más que un error psicológico [ya que si se le mira de cerca]... quienes reinan en él son los instintos, pero, ¡qué clase de instintos![75] Lo esencial para el cristianismo no es una fe diferente, “sino una manera de obrar diferente, no hacer ciertas cosas y, sobre todo, llevar otra vida”[76].

 

Cuando Cristo murió, el Evangelio quedó colgado de la cruz, esta muerte fue el origen de la rebelión contra el orden establecido, contra el judaísmo reinante, su clase directora“[77]. Pero con esto se obvió el mensaje implícito en la muerte de Jesús: el no querer “nada más que dar la prueba concluyente de su doctrina”[78]. Pero esta muerte no fue perdonada, porque debía tener sentido y una razón superior, ya que “el amor del discípulo no reconoce el azar”[79], pero con esto predominó el sentimiento menos evangélico: la venganza. Debía darse la reparación y el juicio (cosas contrarias al Evangelio), con lo que se consolidó la venganza, consistente “en elevar al maestro de una manera indirecta, apartándolo de ellos mismos, como antes los judíos, por odio a sus enemigos, se habían separado de su Dios, para elevarle a la altura. El Hijo único, el Dios único, fueron frutos del resentimiento”[80].

 

Todo lo que Cristo había predicado quedó suprimido por obra de esta razón perturbada y resentida: Jesús suprimió la idea de pecado, negó que existiera un abismo entre Dios y el hombre, y vivió la unión entre Dios y el hombre como buena nueva, pero paulatinamente, se contaminaron estos ideales mediante el tipo del Salvador, la doctrina del juicio y la vuelta a la Tierra, la doctrina de la muerte como sacrificio y la doctrina de la resurrección que escamotea la idea de la salvación: “El Evangelio trocóse de repente en la más despreciable de las promesas irrealizables, la doctrina impudente de la inmortalidad personal. El propio San Pablo, en su predicación, la ofrece como una recompensa”[81]

 

La buena nueva fue seguida por la peor de todas: la de San Pablo, en quien podemos ver “el tipo contrario del alegre mensajero, el genio del odio, el genio de la visión del odio en la implantación del odio”[82]. Aquí comenzó la gran falsificación del cristianismo auténtico, del que murió con Cristo: con San Pablo, el sacerdote busca de nuevo el poder. “Lo que el Salvador era en sí, su doctrina, su muerte, hasta lo que siguió a su muerte, nada se mantuvo intacto, nada conservó el menor parecido con su realidad. San Pablo traslada sencillamente el centro de gravedad de la existencia detrás de esa existencia, poniéndole la mentira de Jesús resucitado”[83]. También San Pablo falseó “la historia de Israel para presentarla como el prólogo de sus actos. Todos los profetas habían hablado del Salvador: La Iglesia falsificó después hasta la historia de la humanidad para convertirla en el prólogo del cristianismo”[84]. Después del cristianismo Mahoma retomó el impúdico invento de San Pablo: “la fe en la inmortalidad, es decir la doctrina del juicio final”[85]. Por ello, “hay que ponerse guantes para leer el Nuevo Testamento. Solo así nos libraremos de contagiarnos al revolver tanta basura”[86].

 

El Anticristo nos presenta una aporía final: si desligamos a Cristo de la labor posterior de su Iglesia, instituida por Él mismo, entonces encontraremos en Ésta la causa de la perversión del ideal evangélico, con lo que estaríamos ante el único y verdadero Anticristo: “formulo contra la Iglesia la más terrible de las acusaciones que haya lanzado fiscal alguno. Es la mayor corrupción que puede imaginarse; en ella palpita la voluntad de la máxima corrupción imaginable. La Iglesia cristiana no ha economizado la corrupción en ningún sitio; de cada valor ha hecho un sin valor; de cada verdad, una mentira; de cada integridad, una vileza. ¡Que se atrevan a hablarme todavía de sus beneficios humanitarios! Suprimir una miseria era contrario a su comercio; vive de miserias y ha creado miserias para eternizarse. El gusano del pecado, por ejemplo, es una miseria con que la Iglesia ha enriquecido a la mandad. La “igualdad de las almas ante Dios”, esa mentira, ese pretexto para los rencores más bajos, ese explosivos de la idea que acabó por tornarse Revolución, idea moderna, principio de degeneración de todo el orden social; esa es la dinamita cristiana. ¡Beneficios humanitarios del cristianismo! Hacer de la humanidad una eterna paradoja, una vergüenza, una aversión, un desprecio hacia todos los instintos buenos y rectos... El parasitismo, única práctica de la Iglesia, bebiendo, con su ideal de anemia y de santidad, la sangre el amor, la esperanza de la vida: el más allá, negación de toda realidad; la cruz, contraseña para la más sombría conspiración que ha habido jamás –conspiración contra la salud, la belleza, la rectitud, la bravura, el ingenio, la hermosura del alma, contra la vida misma”[87]. Y en el extremo de la paradoja, nosotros “medimos el tiempo empezando a contar desde el día fatal en que empieza destino tan degradante: desde el primer día del cristianismo![88]

 

El fundamento de esta crítica, es la distinción que se puede establecer entre religiones activas y religiones reactivas, en estas últimas: “el resentimiento y la mala conciencia representan las fuerzas reactivas que se apoderan de los elementos de la religión para liberarlos del yugo en el que las fuerzas activas los mantienen”[89], de esta forma, la religión se propone como fin último “y no como medio junto a otros medios”[90]. Para Nietzsche, la religión activa es un medio de selección y de educación “en manos del filósofo”[91], no tomando partido a favor de los malogrados. Las religiones reactivas precisamente se caracterizan por que toman partido a favor de todos estos dolientes, de este excedente de “tarados, enfermos, degenerados, decrépitos, dolientes por necesidad”[92], con esto, “ponen cabeza abajo todas las valoraciones”[93]. Pero la gran paradoja es que, tomando partido a favor de los malogrados, “consolando a los dolientes y dando ánimo a los desesperados” han dominado, “con su igualdad ante Dios”, el destino de Europa, “hasta que acabó formándose una especie empequeñecida, casi ridícula, un animal de rebaño, un ser dócil, enfermizo y mediocre, el europeo de hoy...”[94]

 



[1] ¿Qué es la verdad? “Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal”. Friedrich Nietzsche. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. 1. p. 25.
[2] El crepúsculo de los ídolos. El caso Sócrates. XI. p. 25.
[3] “Toda verdad es sencilla. ¿No es esto una doble mentira?. El crepúsculo de los ídolos o cómo se filosofa al martillo. IV. p. 8.
[4] Así habló Zaratustra. Primera parte. Prólogo de Zaratustra. IV. P. 29
[5] Aurora. p. 171-172.
[6] Así habló Zarathustra. Los discursos de Zarathustra. De las tres transformaciones. p. 43.
[7] Ibid. p. 42.
[8] Ibid. p. 43.
[9] Ibid. De los de detrás del mundo. p. 47.
[10] Ibid. p. 48.
[11] Ibid. p. 49.
[12] Ibid. p. 50.
[13] Idem.
[14] Ibid. De los despreciadores del cuerpo. p. 52.
[15] Ibid. p. 50.
[16] Ibid. p. 51.
[17] Ibid. p. 52.
[18] Ibid. De los predicadores de la muerte. p. 64.
[19] Idem.
[20] Ibid. De la castidad. p. 74.
[21] Ibid. p. 73.
[22] Ibid. Del amor al prójimo. p. 80.
[23] Ibid. p. 81.
[24] Segunda parte. De los virtuosos. p. 115.
[25] Ibid. p. 114.
[26] De las tarántulas. p. 120.
[27] Ibid. p. 119.
[28] Cf. Idem.
[29] Ibid. p. 121.
[30] Idem.
[31] Idem.
[32] Más allá del bien y del mal. Sección tercera. El ser religioso. 47. p. 74.
[33] Idem.
[34] Teófilo Urdánoz. Historia de la filosofía: V. p. 535.
[35] Genealogía de la moral. Tratado primero. 2. p. 32.
[36] Ibid. p. 31.
[37] Ibid. 7. p. 39.
[38] Ibid. p. 39-40.
[39] Ibid. p. 42.
[40] Ibid. 10. p. 44.
[41] Como en los esclavos, ya que ellos acabarán por ser más inteligentes que cualquier raza noble, considerando incluso a la inteligencia como “la más importante condición de su existencia”. Ibid. 45.
[42] Ibid. p. 45.
[43] Ibid. 13. p. 51.
[44] Ibid. p. 52.
[45] Cf. Idem.
[46] Ibid. 14. p. 53-54.
[47] Cf. Idem. p. 55.
[48] Ibid. 16. p. 59.
[49] Ibid. p. 59-60.
[50] Ibid. p. 60.
[51] Ibid. p. 61.
[52] Idem.
[53] Tratado segundo: Culpa, mala conciencia y similares. 1. p. 65.
[54] Idem.
[55] Ibid. p. 66.
[56] Idem.
[57] Ibid. 2. p. 67.
[58] Teófilo Urdánoz. Historia de la filosofía: V. p. 539.
[59] Ibid. 4. p. 72.
[60] Ibid. 16. p. 95.
[61] Ibid. 21. p. 104.
[62] Ibid. p. 105.
[63] Cf. Gilles Deleuze. Nietzsche y la filosofía. p. 204.
[64] Genealogía de la moral. Tratado tercero: ¿qué significan los ideales ascéticos? 23, p. 169.
[65] Ibid. 27. p. 182.
[66] Ibid. p. 183.
[67] Ibid. 28. p. 185.
[68] Ibid. p. 186.
[69] Idem.
[70] El anticristo. XXXVIII, p. 78.
[71] La crueldad tiene también su propia historia: en el periodo premoral de la humanidad (Cf. Teófilo Urdánoz. Op. cit. p. 537): “la gente sacrificaba a su dios seres humanos, acaso precisamente a aquellos a quienes más amaba” (Más allá del bien y del mal. El ser religioso. 55. p. 80); en el periodo moral: “la gente sacrificaba a su dios los instintos más fuertes que poseía, la naturaleza propia; esta alegría festiva brilla en la cruel mirada del asceta, del hombre entusiásticamente antinatural” (idem); finalmente, se sacrifica a Dios mismo por la nada: este misterio paradójico de la crueldad suprema ha quedado reservado a la generación que precisamente ahora surge en el horizonte: todos nosotros conocemos ya alto de esto” (Ibid. p. 81).
[72] El anticristo. XXXVIII, p. 78.
[73] Idem.
[74] Ibid. XXIX. p. 80.
[75] Ibid. p. 81.
[76] Ibid. p. 80.
[77] Ibid. XL. p. 83.
[78] Idem.
[79] Idem.
[80] Ibid. p. 84.
[81] Ibid. XLI. p. 85-86.
[82] Ibid. XLII. P. 86.
[83] Ibid. p. 87.
[84] Idem.
[85] Ibid. p. 88.
[86] Ibid. XLVI. p. 98.
[87] Ibid. LXII. p. 142-143.
[88] Ibid. p. 143.
[89] Gilles Deleuze. Nietzsche y la filosofía. p. 202.
[90] Más allá del bien y del mal. El ser religioso. 62. p. 88.
[91] Idem.
[92] Idem.
[93] Ibid. p. 89.
[94] Ibid. p. 90. 

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