Por Javier Brown César
Muchos estamos convencidos de que
no queremos para este siglo el modelo educativo que prevaleció en el siglo XX. El
fraude educativo del siglo pasado fue una de las más grandes estafas operadas
por una maquinaria impresionante que absorbió cuantiosos recursos y entregó magros
resultados. A los padres de familia el Estado les prometió educar a hijos exitosos y
ciudadanos ejemplares y a cambio, generalizó el fracaso y el autoritarismo.
El Estado se arrogó la función de
educar a la sociedad bajo un modelo iluminista que postulaba la existencia de
masas ignorantes y de élites ilustradas que sacarían de la ignorancia a
generaciones enteras. Durante los primeros años, el modelo funcionó bien, hasta
que la masificación creció a niveles incontrolables y el aparato se convirtió
en un gigantesco engendro que devoró dinero a raudales, construyó escuelas a
diestra y siniestra, hizo crecer el aparato burocrático y se convirtió en un jugoso
negocio estatal que engullía cerca de 1 de cada 3 pesos del presupuesto.
Los empresarios se aliaron al
gran negocio educativo: papelerías, productores de libros de texto, editoriales
y maquiladores de materiales y recursos didácticos se enriquecieron a costa de ventas
masivas; quienes ganaban licitaciones públicas para dotar de papelería o
quienes producían libros de texto elevados al rango de oficiales, hicieron el
negocio de su vida, a costa de la mercantilización de la educación.
La alianza público privada que se
consolidó con el Estado educador produjo pingües ganancias y extensas redes clientelares
y de corrupción, afincadas en obras, licitaciones y contratos exorbitantes y en
muchas ocasiones inflados por al ansia desmedida de ganancia a costa del aprendizaje
de millones de personas.
El Estado ha pretendido educir a
los nuevos patriotas de cada alumno que toma a su cargo. Desde temprano en las
mañanas forma a los estudiantes para rendir honores y acendrar y exaltar su
patriotismo. Pero el complejo de Penélope opera de forma inflexible ya que el patriotismo
nacionalista es destruido por la devastadora realidad de una nación en la que
no es posible soñar con un mejor futuro, en la que no hay esperanzas para
realizar los proyectos personales, en la que día tras día se constata la
corrupción generalizada que permea todas las estructuras y estratos.
En la cabeza del Estado educador
se ha colocado a “servidores públicos” a los que se les premia su lealtad o que
hacen carrera en la administración pública saltando de una dependencia a otra.
La estructura de los mandos superiores se caracteriza por la asignación
patrimonialista de cargos en los que el gobernante en turno coloca a aquellos a
quienes quiere recompensar. La falta de coordinación, la lucha de egos y la
improvisación, prevalecen cada vez que un nuevo grupo político llega al poder.
De esta forma se contraría el ideal platónico de que la educación pública debe estar
a cargo de una persona ejemplar, poseedora de cualidades notables y caracterizada
por ser uno de las más eminentes personalidades del país. La labor de quienes
tienen a su cargo las decisiones del sistema educativo es de la mayor
trascendencia, como para dejarla en manos de políticos arribistas, tecnócratas
improvisados y militantes políticos.
En la base del sistema
encontramos una burocracia aséptica que llena formatos y formularios, ocupa
escritorios, cobra salarios y no le rinde cuentas a nadie. Viven del sistema,
pero no para mejorar los procesos, ni para encontrar oportunidades de mejora.
Además les faltan parámetros adecuados para medir la eficacia del sistema. Por
inercia burocrática se aplican los viejos parámetros de siempre: eficiencia
terminal, reprobación y deserción. No se desarrollan nuevos instrumentos para medir
la calidad o el valor agregado, dando así respuesta al urgente cuestionamiento
de qué es lo que la escuela le da a la sociedad que no le puede dar cualquier
otra forma de organización. Las evaluaciones permanentes se manipulan para
obtener recursos económicos o como incentivos perversos. El sistema desarrolla
una ceguera sistemática que le impide verse a sí mismo, volverse reflexivo y
autocrítico.
En la organización escolar
prevalece una estructura jerárquica y autoritaria en cuya cumbre se acumulan
los privilegios y que opera para mantener un modelo verticalista, impositivo y extractor
de rentas.
Desde muy temprano se recibe a
los niños como si fueran trabajadores de una fábrica que sólo genera
frustración, descontento y desengaño: se enseña a leer a personas que una vez
instaladas en una oficina no volverán a abrir un libro; se enseña arte para que
al final se consuma la chatarra comercial que inunda el mercado; se enseñan
deportes para que las personas se fanaticen con gigantescas “empresas”
deportivas fraudulentas y pierdan de forma miserable el dinero ganado con tanto
esfuerzo y sacrificio.
Se entrena para un mundo que ya
no existe, para una sociedad que está en transición y que ya no encuentra en la
educación la respuesta al problema del sentido de la existencia. Se han perdido
los valores trascendentes que guían, como cartas de navegación, a la
organización escolar.
Hoy día una importante cantidad
de personas egresan de las universidades para nutrir las filas del desempleo o
para incorporarse de manera indefinida a la economía informal y al subempleo. Los
jóvenes talentos universitarios son víctimas de auténticos buitres
empresariales que logran su margen de ganancia a costa de la subcontratación,
la promoción de servicio social para realizar labores altamente especializadas,
la evasión del pago de cuotas para la seguridad social y el uso de estratagemas
legales para no dar prestaciones a los trabajadores.
El aula “moderna” está construida
a similitud de la maquila y el call center, con pupitres apilados en torno a un
centro de mando, como premonición del futuro que les espera a los educandos. En
el salón de clases se generan mecanismos de discriminación, exclusión y segregación.
La asignación de calificaciones con base en un rango y no en una norma
estigmatiza a alumnos y condena a algunos al fracaso permanente.
Algunas de las peores escuelas y de
los peores maestros están en los lugares donde hay más pobreza y marginación,
reproduciendo así de forma interminable el perverso círculo de la pobreza
generacional. Instalaciones educativas inadecuadas y escuelas multigrado se
abren ahí donde hay recursos escasos, para que quienes están rezagados en el
desarrollo humano, lo sigan estando por muchas generaciones. Así, el aula reproduce
las desigualdades que se reflejan en la sociedad: es la gran reproductora de la
inequidad y de la injusticia social.
El conocimiento se deposita en
los alumnos como si se tratara de alcancías, bajo un modelo pedagógico perverso
que supone que quien estudia es ignorante y no tiene nada que aportar. Se enseña
a repetir datos enciclopédicos muchos de los cuales son potencialmente inútiles
para la vida, en lugar de enseñar a construir conocimiento colectivo y de
instalar la capacidad de aprender en los alumnos. Antes que enseñar a resolver
problemas, se opera bajo un modelo de condicionamiento: Burrhus Frederic Skinner
y el perro de Pavlov viven en nuestras aulas todos los días. No nos extrañe
entonces que en las empresas y en el gobierno abunden personas incapaces de
encontrar soluciones, pero con una sorprendente capacidad para crear problemas.
Muchos analistas aman las
comparaciones entre sistemas educativos, pero casi todos los símiles son
falaces. No hay un sistema educativo igual a otro. Todos son diferentes porque
responden a necesidades y aspiraciones sociales diversas, así como a contextos,
problemas y realidades profundamente disímiles.
De nada sirve comparar el colosal
tamaño de un sistema educativo con tantos alumnos como la población entera de
varios países. Hay naciones en las que tan sólo el número de maestros es
superior a la matrícula total de sistemas educativos completos. Hay países que
invierten tanta cantidad de recursos como el presupuesto total de otros.
Uno de los problemas
fundamentales de la educación es la prevalencia de una organización sindical
que garantiza el enriquecimiento desproporcionado y ofensivo de líderes que no
están comprometidos con la calidad educativa. Esta organización da empleo a
personas no aptas para cualquier otro tipo de empresa, ya sea por sus bajas
cualificaciones o por su pobre perfil profesional.
Hoy enfrentamos la ineficiencia
de una maquinaria gigantesca que se mueve con lentitud y que fue diseñada para
el siglo XX. Su reforma sólo será posible con un gran acuerdo entre los
diversos actores y sectores para replantear los supuestos pedagógicos, o sea,
la filosofía educativa del sistema, así como para rediseñar a fondo la
didáctica, o sea el diseño curricular. También se requiere un nuevo tipo de
aula, una nueva forma de organización escolar y una burocracia profesional,
honesta y dedicada, que encarne en sí misma los ideales educativos que pretende
promover.
La transformación de sindicatos
en auténticos promotores de la calidad, la eficiencia y la transparencia en
educación podría poner un alto al enriquecimiento desmedido de unos pocos,
logrando que los recursos que se invierten en la nómina premien a los mejores
docentes y promuevan un salario magisterial digno, que atraiga al capital
humano.
No se trata de gastar más sino de
gastar mejor, ni de generar más leyes, sino de hacer cumplir las leyes vigentes;
de cada centavo invertido en educación, una parte importante debe destinarse a
mejoras en nuestras escuelas y no a engordar los bolsillos de pillos y
vividores; cada nueva ley debe promover el cambio, en lugar de propiciar
interpretaciones torcidas y mañosas.
La educación, que debería ser el
eje de las transformaciones sociales, es hoy el lastre que carga una sociedad
injusta, improductiva y conflictiva. En suma: la educación que tenemos en estos
momentos no es la educación que queremos.
Junio 11 de 2015
No hay comentarios.:
Publicar un comentario