jueves, 11 de junio de 2015

Ensayo: La educación que no queremos

Por Javier Brown César

Muchos estamos convencidos de que no queremos para este siglo el modelo educativo que prevaleció en el siglo XX. El fraude educativo del siglo pasado fue una de las más grandes estafas operadas por una maquinaria impresionante que absorbió cuantiosos recursos y entregó magros resultados. A los padres de familia el Estado les prometió educar a hijos exitosos y ciudadanos ejemplares y a cambio, generalizó el fracaso y el autoritarismo.

El Estado se arrogó la función de educar a la sociedad bajo un modelo iluminista que postulaba la existencia de masas ignorantes y de élites ilustradas que sacarían de la ignorancia a generaciones enteras. Durante los primeros años, el modelo funcionó bien, hasta que la masificación creció a niveles incontrolables y el aparato se convirtió en un gigantesco engendro que devoró dinero a raudales, construyó escuelas a diestra y siniestra, hizo crecer el aparato burocrático y se convirtió en un jugoso negocio estatal que engullía cerca de 1 de cada 3 pesos del presupuesto.

Los empresarios se aliaron al gran negocio educativo: papelerías, productores de libros de texto, editoriales y maquiladores de materiales y recursos didácticos se enriquecieron a costa de ventas masivas; quienes ganaban licitaciones públicas para dotar de papelería o quienes producían libros de texto elevados al rango de oficiales, hicieron el negocio de su vida, a costa de la mercantilización de la educación.

La alianza público privada que se consolidó con el Estado educador produjo pingües ganancias y extensas redes clientelares y de corrupción, afincadas en obras, licitaciones y contratos exorbitantes y en muchas ocasiones inflados por al ansia desmedida de ganancia a costa del aprendizaje de millones de personas.

El Estado ha pretendido educir a los nuevos patriotas de cada alumno que toma a su cargo. Desde temprano en las mañanas forma a los estudiantes para rendir honores y acendrar y exaltar su patriotismo. Pero el complejo de Penélope opera de forma inflexible ya que el patriotismo nacionalista es destruido por la devastadora realidad de una nación en la que no es posible soñar con un mejor futuro, en la que no hay esperanzas para realizar los proyectos personales, en la que día tras día se constata la corrupción generalizada que permea todas las estructuras y estratos.

En la cabeza del Estado educador se ha colocado a “servidores públicos” a los que se les premia su lealtad o que hacen carrera en la administración pública saltando de una dependencia a otra. La estructura de los mandos superiores se caracteriza por la asignación patrimonialista de cargos en los que el gobernante en turno coloca a aquellos a quienes quiere recompensar. La falta de coordinación, la lucha de egos y la improvisación, prevalecen cada vez que un nuevo grupo político llega al poder. De esta forma se contraría el ideal platónico de que la educación pública debe estar a cargo de una persona ejemplar, poseedora de cualidades notables y caracterizada por ser uno de las más eminentes personalidades del país. La labor de quienes tienen a su cargo las decisiones del sistema educativo es de la mayor trascendencia, como para dejarla en manos de políticos arribistas, tecnócratas improvisados y militantes políticos.

En la base del sistema encontramos una burocracia aséptica que llena formatos y formularios, ocupa escritorios, cobra salarios y no le rinde cuentas a nadie. Viven del sistema, pero no para mejorar los procesos, ni para encontrar oportunidades de mejora. Además les faltan parámetros adecuados para medir la eficacia del sistema. Por inercia burocrática se aplican los viejos parámetros de siempre: eficiencia terminal, reprobación y deserción. No se desarrollan nuevos instrumentos para medir la calidad o el valor agregado, dando así respuesta al urgente cuestionamiento de qué es lo que la escuela le da a la sociedad que no le puede dar cualquier otra forma de organización. Las evaluaciones permanentes se manipulan para obtener recursos económicos o como incentivos perversos. El sistema desarrolla una ceguera sistemática que le impide verse a sí mismo, volverse reflexivo y autocrítico.

En la organización escolar prevalece una estructura jerárquica y autoritaria en cuya cumbre se acumulan los privilegios y que opera para mantener un modelo verticalista, impositivo y extractor de rentas.  

Desde muy temprano se recibe a los niños como si fueran trabajadores de una fábrica que sólo genera frustración, descontento y desengaño: se enseña a leer a personas que una vez instaladas en una oficina no volverán a abrir un libro; se enseña arte para que al final se consuma la chatarra comercial que inunda el mercado; se enseñan deportes para que las personas se fanaticen con gigantescas “empresas” deportivas fraudulentas y pierdan de forma miserable el dinero ganado con tanto esfuerzo y sacrificio.

Se entrena para un mundo que ya no existe, para una sociedad que está en transición y que ya no encuentra en la educación la respuesta al problema del sentido de la existencia. Se han perdido los valores trascendentes que guían, como cartas de navegación, a la organización escolar.

Hoy día una importante cantidad de personas egresan de las universidades para nutrir las filas del desempleo o para incorporarse de manera indefinida a la economía informal y al subempleo. Los jóvenes talentos universitarios son víctimas de auténticos buitres empresariales que logran su margen de ganancia a costa de la subcontratación, la promoción de servicio social para realizar labores altamente especializadas, la evasión del pago de cuotas para la seguridad social y el uso de estratagemas legales para no dar prestaciones a los trabajadores.

El aula “moderna” está construida a similitud de la maquila y el call center, con pupitres apilados en torno a un centro de mando, como premonición del futuro que les espera a los educandos. En el salón de clases se generan mecanismos de discriminación, exclusión y segregación. La asignación de calificaciones con base en un rango y no en una norma estigmatiza a alumnos y condena a algunos al fracaso permanente.

Algunas de las peores escuelas y de los peores maestros están en los lugares donde hay más pobreza y marginación, reproduciendo así de forma interminable el perverso círculo de la pobreza generacional. Instalaciones educativas inadecuadas y escuelas multigrado se abren ahí donde hay recursos escasos, para que quienes están rezagados en el desarrollo humano, lo sigan estando por muchas generaciones. Así, el aula reproduce las desigualdades que se reflejan en la sociedad: es la gran reproductora de la inequidad y de la injusticia social.

El conocimiento se deposita en los alumnos como si se tratara de alcancías, bajo un modelo pedagógico perverso que supone que quien estudia es ignorante y no tiene nada que aportar. Se enseña a repetir datos enciclopédicos muchos de los cuales son potencialmente inútiles para la vida, en lugar de enseñar a construir conocimiento colectivo y de instalar la capacidad de aprender en los alumnos. Antes que enseñar a resolver problemas, se opera bajo un modelo de condicionamiento: Burrhus Frederic Skinner y el perro de Pavlov viven en nuestras aulas todos los días. No nos extrañe entonces que en las empresas y en el gobierno abunden personas incapaces de encontrar soluciones, pero con una sorprendente capacidad para crear problemas.

Muchos analistas aman las comparaciones entre sistemas educativos, pero casi todos los símiles son falaces. No hay un sistema educativo igual a otro. Todos son diferentes porque responden a necesidades y aspiraciones sociales diversas, así como a contextos, problemas y realidades profundamente disímiles.

De nada sirve comparar el colosal tamaño de un sistema educativo con tantos alumnos como la población entera de varios países. Hay naciones en las que tan sólo el número de maestros es superior a la matrícula total de sistemas educativos completos. Hay países que invierten tanta cantidad de recursos como el presupuesto total de otros.

Uno de los problemas fundamentales de la educación es la prevalencia de una organización sindical que garantiza el enriquecimiento desproporcionado y ofensivo de líderes que no están comprometidos con la calidad educativa. Esta organización da empleo a personas no aptas para cualquier otro tipo de empresa, ya sea por sus bajas cualificaciones o por su pobre perfil profesional.

Hoy enfrentamos la ineficiencia de una maquinaria gigantesca que se mueve con lentitud y que fue diseñada para el siglo XX. Su reforma sólo será posible con un gran acuerdo entre los diversos actores y sectores para replantear los supuestos pedagógicos, o sea, la filosofía educativa del sistema, así como para rediseñar a fondo la didáctica, o sea el diseño curricular. También se requiere un nuevo tipo de aula, una nueva forma de organización escolar y una burocracia profesional, honesta y dedicada, que encarne en sí misma los ideales educativos que pretende promover.

La transformación de sindicatos en auténticos promotores de la calidad, la eficiencia y la transparencia en educación podría poner un alto al enriquecimiento desmedido de unos pocos, logrando que los recursos que se invierten en la nómina premien a los mejores docentes y promuevan un salario magisterial digno, que atraiga al capital humano.

No se trata de gastar más sino de gastar mejor, ni de generar más leyes, sino de hacer cumplir las leyes vigentes; de cada centavo invertido en educación, una parte importante debe destinarse a mejoras en nuestras escuelas y no a engordar los bolsillos de pillos y vividores; cada nueva ley debe promover el cambio, en lugar de propiciar interpretaciones torcidas y mañosas.


La educación, que debería ser el eje de las transformaciones sociales, es hoy el lastre que carga una sociedad injusta, improductiva y conflictiva. En suma: la educación que tenemos en estos momentos no es la educación que queremos. 

Junio 11 de 2015

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