SAN AGUSTÍN: FE, RAZÓN Y RELIGIÓN EN LA CIUDAD DE DIOS
Las relaciones entre fe y filosofía son en San Agustín de
franca armonía: “Ni persigue otro fin la verdadera y auténtica filosofía sino
enseñar el principio de todas las cosas, y la grandeza de la sabiduría que en
El resplandece, y los bienes que sin detrimento suyo se han derivado para
nuestra salvación de allí. Ella nos instruye en nuestros sagrados misterios,
cuya fe sincera e inquebrantable salva a las naciones, dándoles a conocer a un
Dios único, omnipotente…[1]” Y
más adelante en el mismo opúsculo señala la tarea de la filosofía: “Dos
problemas le inquietan: uno concerniente al alma, el otro concerniente a Dios.
El primero nos lleva al propio conocimiento, el segundo al conocimiento de
nuestro origen. El propio conocimiento nos es más grato, el de Dios más caro;
aquél nos hace dignos de la vida feliz, éste nos hace felices. El primero es
para los aprendices, el segundo para los doctos”[2].
Las relaciones entre fe y razón son así de una profunda intimidad:
Intellige ut credas. Crede ut itelligas. Así, la inteligencia prepara
para la fe, la fe a su vez dirige e ilumina la inteligencia y ambas juntas
llevan al amor, o lo que es lo mismo “del entender al creer, del creer al
entender, y del creer y el entender al amor”[3]. La
actitud conciliadora de San Agustín sigue una línea ya trazada anteriormente
por San Justino y Clemente de Alejandría, sus reflexiones sobre la religión
permiten sustentar la siguiente tesis: cuando las relaciones entre razón y
religión se piensan bajo un esquema conciliador, la filosofía de la religión o
por lo menos el pensamiento acerca de la esencia de la religión, se hace
presente; de manera similar, cuando la razón se piensa como opuesta a la
religión el tema de la esencia de la filosofía de la religión difícilmente se
presenta.
Nuestro estudio de la filosofía de la religión en San Agustín tendrá que ser sumamente selectivo, dado que el Santo escribió 5 millones de palabras a lo largo de su fructífera vida[4]. Nos centraremos en los primeros libros de la Ciudad de Dios para presentar la defensa que hace Agustín de la verdadera religión ante los paganos, quienes a raíz de la caída de Roma en poder de los bárbaros en el 410 d.C., esgrimieron razones para culpar al Cristianismo de los males que aquejaban al supuestamente perenne Imperio romano. El cometido principal de la obra que analizaremos brevemente es la defensa de la gloriosa Ciudad de Dios, cuyo Rey, fundador y Legislador es “Aquel mismo que en la Escritura indicó con las señales más evidentes a su amado pueblo el genuino sentido de aquel celebrado y divino oráculo, cuyas enérgicas expresiones claramente expresan que Dios se opone a los soberbios, pero que al mismo tiempo concede su gracia a los humildes”[5].
La oposición de los dos reinos, el del cielo y el de la
tierra, que será el eje articulador de la Ciudad de Dios, no tiene como
cometido establecer una distinción tajante entre el Estado y la Iglesia “como
se hará siglos más tarde”[6], sino
antes bien presentar una defensa, ante los enemigos del cristianismo, de la
verdadera religión[7] al interior de un Estado
que se pueda configurar como el cielo en la tierra. La confrontación entre
ambos reinos se puede presentar en forma simple, a partir de una reducción
significativa, al considerar los diferentes tipos de vida de dos hombres: uno
de éstos pobre y el otro muy rico”[8]. El
hombre rico “contristado con temores, consumido de melancolía, abrasado de
codicia, nunca seguro, siempre inquieto, batallando con perpetuas contiendas y
enemistades, que con estas miserias va acrecentando sobremanera su patrimonio,
y con tales incrementos va acumulando también gravísimos cuidados”[9],
representa el tipo del vanidoso, del hombre que a pesar de reinar es un
esclavo, que estraga y destruye su “alma con la mayor libertad de pecar”; el
hombre de mediana hacienda, por el contrario, representa el tipo del humilde,
del hombre auténticamente libre, a pesar de no ser él quien reine, sino sólo el
que sirve: “contento con su corto caudal, acomodado a sus facultades, muy
querido de sus deudos, vecinos confidentes y amigos, gozando de una paz dulce,
piados en la religión, de corazón benigno, de cuerpo sano, ordenado en la vida,
honesto en las costumbres y seguro en conciencia”[10].
La ciudad terrena, a diferencia de la ciudad de Dios[11], no
es sempiterna, “porque cuando estuviere condenada a los últimos tormentos no
será ciudad, en la tierra tiene su bien propio, del que se alegra como pueden
alegrar tales cosas”[12];
pero además, de manera similar a como la caída del primer hombre significó el
“origen y propagación de la muerte”[13], la
primera ciudad terrena nació de un fratricidio: Caín, el primer fundador de la
ciudad terrena, fue fratricida, “porque vencido de la envidia mató a Abel,
ciudadano de la ciudad Eterna, que era peregrino en esta tierra”[14]. La
maldad original, llevó a Caín a matar a su hermano “por la diabólica envidia
que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque son
buenos y ellos malos”[15].
Esta maldad original nace del pecado del primer hombre, de quien se derivan,
“en el linaje humano dos compañías o congregaciones de hombres, como dos
ciudades; porque de él habían de nacer, unos para venirse a juntar con los
ángeles malos en las penas y tormentos, otros con los buenos en el premio eterno
por oculto, por justo juicio de Dios”[16].
La analogía que el obispo de Hipona hace entre la ciudad y el
hombre permite plantear el tema de la confrontación entre la ciudad celestial y
la ciudad terrena, desde un punto de vista antropológico y político. En el
plano antropológico, la distinción operativa se puede dar entre el hombre que
puede vivir de acuerdo a la verdad y el que vive en la mentira; en el plano
político, la distinción se puede dar entre los reinos justos y los injustos. En
el ámbito individual, el hombre que vive “según el hombre y no según Dios, es
semejante al demonio”, mientras que el hombre que vive según la verdad, “no
vive conforme a sí mismo, sino según Dios”[17], de
aquí proceden “dos ciudades entre sí diferentes y contrarias”[18], en una
se vive según el espíritu y en otra según la carne, siendo lo carnal lo propio
de vivir según el hombre. En los reinos en que se vive según la carne (lo
propio del hombre), se vive sin la virtud de la justicia: “son... una junta de
hombres gobernada por su príncipe, la que está unida entre sí con pacto de
sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes y
condiciones que mutuamente establecieron”[19];
estos reinos son execrables latrocinios.
Históricamente, el estigma de Caín revivió con el rey Nino,
el cual fue el primero que hizo la guerra a sus vecinos para extender su
domino, con lo que se rompió una antigua costumbre, como lo relata Justino: “Al
principio del mundo el imperio de las naciones le tuvieron los reyes, quienes
eran elevados al alto grado de la majestad, no por ambición popular, sino por
la buena opinión que los hombres tenían de su conducta. Los pueblos se
gobernaban sin leyes, sirviendo de tales los árbitros y dictámenes de los
reyes, los cuales estaban más acostumbrados a defender que a dilatar
ambiciosamente los términos de su imperio. El reino que cada uno poseía se
incluía dentro de los límites de su patria. Nino, rey de los asirios, fue el
primero que con nueva codicia y deseo de dominar, mudó esta antigua costumbre
conservada de unos a otros desde sus antepasados”[20].
La figura del rey Nino funge como ejemplo de la congregación
de hombre malos, que buscan extender su reino movidos por la codicia y el deseo
de dominar, contra esta congregación la guerra es justa. La contrapartida de la
congregación a la que perteneció Nino, es la de los hombres de bien, los cuales
ciertamente gustan de la grandeza del reino, pero sólo cuando se da la ocasión
de que los malos vecinos provoquen la guerra: “porque el ser malos aquellos a
quienes se declaró justamente la guerra, sirvió para que creciese el reino, el
cual sin duda fuera pequeño y limitado si la quietud y bondad de los vecinos
comarcanos, con alguna injuria, no provocara contra sí la guerra”[21]. El
estado de guerra es propio de reinos vecinos en los que prevalece el tipo de
hombre que vive en la mentira, según la carne, mientras que la paz es propia de
reinos vecinos en los que prevalecen hombres que viven en la verdad, o sea en
Dios y en la verdadera religión: “si permaneciesen con tanta felicidad las
cosas humanas, gozando los hombres con quietud de sus haberes, todos los reinos
fueran pequeños en sus límites, viviendo alegres con la paz y concordia de sus
vecinos, y así hubiera en el mundo muchos reinos de diferentes naciones...”[22].
Desde luego, un reino así, pacífico y quieto, puede agrandarse sí y sólo si los
beligerantes vecinos provocan la guerra.
Lo propio de los reinos pacíficos es que quienes ahí
gobiernan lo hacen no para gloria de los hombres ni con el deseo de dominar
sino por gloria de Dios, en lo cual consiste la verdadera religión: “ninguno,
sin la verdadera piedad, esto es, sin el verdadero culto del verdadero Dios,
puede tener verdadera virtud, y...ésta no es verdadera cuando sirve a la gloria
humana”[23].
Ahora bien, ante los hombres este Dios es uno y es el auténtico dador de la
felicidad: “apruebo, ciertamente, lo que ellos creyeron [los hombres que
adoraban tanta multitud de dioses], que daba la felicidad un dios a quien no
conocía; luego busquen a éste, adórenle; éste basta. Repudien el orgullo y
tráfico de innumerables demonios...”[24] La
mayor felicidad en las cosas humanas y en el reino se da cuando quienes
“profesan la verdadera religión viven bien y han cultivado esta ciencia de
gobernar al pueblo, por la misericordia de Dios,...”[25]
Esta contraposición entre los reinos justos y pacíficos e
injustos y beligerantes permite dar pie a la cuestión sobre la religión propia
de estos últimos. El caso paradigmático que permitirá confrontar a la auténtica
y verdadera religión con las falsas religiones será el de Roma, con su
gigantesco panteón de fantásticos dioses civiles, caracterizados generalmente
por ser humanos, demasiado humanos. San Agustín pasa revista a la “teología” de
su tiempo, con el fin de contrastar las diversas formas bajo las cuales los
demonios se revisten con las galas de la divinidad y se presentan a los hombres
para extraviarlos por el camino de la superstición, la falsedad, la carne y la
codicia. Para introducir el tema de la religión en la ciudad terrena (la civitas
diaboli), el Santo hace suya la distinción que tiene su origen en el
pontífice Escévola y que será retomada posteriormente por Varrón, entre tres
géneros de dioses: uno introducido por los poetas, otro por los filósofos y el
último por algunos príncipes de la ciudad.
La posición de San Agustín, con respecto al tratado de
Varrón, sobre las cosas humanas y divinas, es profundamente crítica y polémica,
las ambigüedades e imprecisiones del autor romano son denunciadas por el Santo
Padre con contundencia y claridad. En principio, San Agustín recrimina a Varrón
el haber llegado tan cerca del verdadero y auténtico Dios, pero sin dar el paso
definitivo hacia Él, a raíz de su fidelidad y apego a las tradiciones de la
ciudad romana. El paso consistiría en sostener que hay un solo Dios, por cuya
providencia se gobierna el mundo y que éste se debe adorar “sin representación
sensible”. Varrón es presa de la ambigüedad, atrapado entre los dioses civiles
de Roma y el auténtico Dios, “que con movimiento y razón rige el Universo”[26].
Según relata el Obispo de Hipona, el libro de Varrón es la más importante obra
pagana sobre cuestiones religiosas y teológicas al interior del Imperio romano,
de ahí la necesidad de considerar atentamente las opiniones de este autor al
que San Agustín considera el más ingenioso y sabio de entre todos los hombres,
“pero hombre, en fin, y no Dios”, y que no fue “elevado a la cumbre de la
verdad y de la libertad por el espíritu de Dios para ver y publicar las
maravillas divinas”[27]. El
tratado de Varrón se divide en cuarenta y un libros sobre las antigüedades, las
cuales se dividen a su vez en materias divinas y humanas (véase el siguiente
cuadro).
LOS
43 LIBROS DE MARCO VARRÓN ACERCA DE LAS ANTIGÜEDADES DE LAS COSAS HUMANAS Y
DIVINAS
|
||
MATERIAS
HUMANAS
|
De
los hombres
|
De los pontífices
|
De los augurios
|
||
De los 15 varones que atienden las funciones sagradas
|
||
De
los lugares
|
De los oratorios
|
|
De los templos
|
||
De los lugares religiosos
|
||
De
los tiempos
|
De las ferias
|
|
De los juegos circenses
|
||
De los juegos escénicos
|
||
MATERIAS
SAGRADAS
|
Sobre
las consagraciones
|
|
Sobre
la reverencia y el culto particular
|
||
Sobre
el público
|
||
Sobre
los dioses
|
De los dioses ciertos
|
|
De los dioses inciertos
|
||
De los dioses escogidos
|
La crítica hacia el amplio programa de Varrón tiene como
punto de partida la ordenación particular de los libros: la razón por la que
las materias sagradas ocupan un lugar posterior respecto a las humanas y las
razones por las que estas últimas deban ser tratadas al principio. El argumento
que aporta Varrón para colocar las cosas divinas después de las humanas
consiste en que: “antes hubo ciudades, y después estas ordenaron e instituyeron
las ceremonias de la religión”[28].
“Así como es primero el pintor que la tabla pintada, primero el arquitecto que
el edificio, así son primero las ciudades que las instituciones que ordenaron
estas mismas”[29]. Pero para San Agustín,
tanto las ciudades como las instituciones no son anteriores a la verdadera
religión: “es indudable que a la verdadera religión no la fundó ninguna ciudad
de la tierra, ante sí, ella es la que establece una ciudad verdaderamente
celestial. Y ésta nos la inspira y enseña el verdadero Dios, que da la vida
eterna a los que de corazón le sirven”[30].
Además, si bien Varrón, par la consideración de las cosas humanas se basó en
“el orden de los sucesos y acaecimientos”, en materia divina siguió sólo
“conjeturas y sueños fantásticos”, por lo que “escribió los libros
pertenecientes a las cosas divinas, no según el idioma de la verdad que
concierne a la naturaleza, sino según la falsedad que toca al error”[31].
Según Varrón, la teología, definida como “ciencia de los
dioses” se divide en fabulosa o mítica, natural y civil. La teología mítica, a
la que también se puede denominar fabulosa, “que es lo mismo que mithicon,
pues mithos en griego, quiere decir fábula”[32] es
la que usan los poetas; dicha teología debe reprenderse libremente porque en
ella se “hallan infinitas ficciones indignas de la naturaleza de los
inmortales”[33]. La teología física o
natural es la de los filósofos, quienes “dejaron escritos... muchos libros,
donde se expone qué sean los dioses, de qué género y calidad, desde que tiempo
proceden, si son ab aeterno, si constan de fuego... si de números... si
de átomos”[34]; de esta teología, Varrón
sólo refirió las controversias, sin reprender proposición alguna. El tercer
género, la teología civil es “el que en las ciudades, los ciudadanos, con
especialidad los sacerdotes, deben saber y administrar, en el cual se incluye
qué dioses deben adorarse y reverenciar públicamente, qué ritos y sacrificios
es razón que cada uno les obedezca”[35]. En
resumen: “La primera teología... principalmente es acomodada para el teatro; la
segunda, para el mundo; la tercera para la ciudad”[36].
Independientemente de la primacía de la teología natural con
respecto a las Teologías fantástica y civil, resulta del todo arbitraria la
distinción entre estas dos últimas ya que ¿no acaso el teatro está en la
ciudad? Por ende, la “Teología civil se reduce a la Teología fabulosa, teatral,
escénica, llena de preceptos indignos y torpes, y toda esta que justamente
parece se debe reprender o condenar es parte de la otra, que, según su dictamen
[de Varrón], se debe reverenciar y adorar”[37]. La
crítica de San Agustín, se dirige por ende a descalificar las Teologías
escénicas[38]: “¿os parece, acaso, que
debemos perder o esperar la vida eterna de los dioses poéticos, teátricos,
juglares y escénicos? Ni por pensamiento; antes nos libre Dios de cometer tan
execrable y sacrílego desatino. ¿Acaso interpondremos nuestros ruegos para
suplicar nos concedan la vida eterna unos dioses que gusta oír unos desvaríos,
y se aplacan cuando se refieren y frecuentan en semejantes lugares sus culpas?
Ninguno, a lo que pienso, ha llegado con su desvarío a un tan grande
despeñadero de tan loca impiedad. De donde se infiere que nadie alcanza la vida
eterna con la Teología fabulosa, ni con la civil; porque una va sembrando
doctrinas detestables, fingiendo de los dioses acciones torpes, y la otra, con
el aplauso que las presta, las va segando y cogiendo; la una esparce mentiras,
la otra las coge; la una recrimina a las deidades con supuestas culpas, la otra
recibe y abraza entre las cosas divinas los juegos donde se celebran tales
crímenes; la una, adornada con la poesía humana, pregona abominables ficciones
de los dioses; la otra consagra esta misma poesía a las solemnidades de los
mismos dioses; la una canta las impurezas y bellaquerías de los dioses, la otra
las estima sobremanera; la una las publica y finge, y la otra o las confirma
por verdaderas o se deleita aun con las falsas; ambas son seguramente torpes,
falsas; pero la una –que es la teátrica-, profesa públicamente torpeza; y la
otra –que es la civil- , se adorna con la obscenidad de aquélla. ¿Es posible
que hemos de esperar alcanzar la vida eterna con lo que ésta, caduca y
temporal, se profana?”[39]
Propio de las teologías escénicas, caras a la civitas
diaboli, es la proliferación de diversas prácticas supersticiosas que van
desde la idolatría hasta las artes adivinatorias y el trato directo con los
demonios. Cabe aquí hacer un breve recuento de las prácticas que predominaron
en las falsas religiones de la Roma pagana. San Agustín condena los agüeros y
en especial aquel según el cual “Marte, Término y Juventas no quisieron ceder
su lugar a Júpiter, rey de los dioses, porque con esto, dicen, pronosticaron
que la nación Marcial, esto es, los romanos, a nadie habría de ceder el lugar
que ocupasen; que ninguno había de mudar los términos y límites romanos por
respecto al dios Término, y que la juventud romana, por la diosa Juventas, a
nadie había de ceder en valor y constancia”[40].
Pero este agüero fue vano, y es sólo un reflejo de la forma como los romanos
tributaban el culto que se debía a Dios, a la Naturaleza creada. Dichos
agüeros, así como la proliferación de religiones paganas, no sólo es un signo
de la corrupción de las costumbres al interior del Imperio romano, sino antes
bien, una forma de imitar a los demonios y de engañar al pueblo “porque así
como los demonios no pueden poseer sino a los que han engañado, así también los
príncipes, no digo los justos, sino los que son semejantes a los demonios, lo
mismo que sabían era mentira y vanidad con nombre de religión, como si fuera
verdad lo persuadieron al pueblo, pareciéndoles que de este modo estrechaban
más el vínculo de la unión cival, para tener así obediente y sujeto...”[41]
Como estrategia política, el tráfico con los demonios era una
herramienta para garantizar, mediante el engaño, la estabilidad y unidad del
Imperio. Pero dichos artilugios, alejaron a los romanos de la verdadera
religión, en la cual se rinde culto al “único y solo Dios verdadero”[42].
Ciertamente, Dios uno es “el autor y único dispensador de la felicidad” y “el
único que da los reinos de la tierra a los buenos y a los malos[43], no
temerariamente y como por acaso... sino según el orden natural de las cosas y
de los tiempos, que es oculto a nosotros y muy conocido a El”[44],
pero los romanos pretendían, con sus artes adivinatorias, penetrar en aquello
que sólo es conocido por Dios. La estabilidad del Imperio no era algo que se
pudiera garantizar a través de sacrificios paganos o ni observando la posición
de las estrellas, ya que el destino de todo reino está en manos de Dios: “la
Divina providencia es la que funda los reinos de la tierra”[45].
A la divina providencia, los romanos oponían el hado, especie
de fatalidad fortuita y sin plan que podía anticiparse en las estrellas[46].
Encontramos aquí una práctica adivinatoria para la cual no hay fundamento[47]: “a
los que son de la opinión que sin la voluntad de Dios las estrellas decretan lo
que hemos de practicar o lo que, tenemos de bueno o padecemos de malo, no hay
motivo para que les den oídos ni crédito, no sólo los que profesan la verdadera
religión, sino los que siguen el culto de cualesquiera dioses, aunque falsos;
porque esta opinión es errónea ¿qué otra cosa hace que persuadir que de ningún
modo se adore a dios alguno, ni se le haga oración?”[48]
Además, suponiendo que los astros influyan en los caracteres buenos o malos, no
se explica cómo es posible que mellizos a los que separa una diferencia mínima
en cuanto a tiempo presenten caracteres tan distintos y en ocasiones opuestos:
“Nacieron dos gemelos en tiempo de los antiguos padres... de tal suerte el uno
tras el otro, que el segundo tuvo asida la planta del pie del primero. Hubo
tanta diversidad en su vida y costumbres, tanta desigualdad en sus acciones y
tanta diferencia en el amor de sus padres, que esta distancia les hizo entre sí
enemigos... el uno pasó su vida sirviendo, el otro no sirvió; el uno era amado
de su madre, el otro no lo era; el uno perdió la dignidad que entre ellos era
tenida en mucho aprecio, y el otro la alcanzó...”[49] ¿Qué
misterio se encierra en que los concebidos en un mismo tiempo, en un mismo
momento, debajo de una misma constelación del cielo, no pueden tener diferentes
surtes que los traigan a diferente necesidad de vivir o de morir?[50]
La explicación de porqué los romanos tuvieron tan
esplendoroso y durable imperio, es independiente del hado y del curso de las
estrellas: “el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y
religión que tributaba a los falsos númenes... sino [debido[ a la poderosa
voluntad del sumo y verdadero Dios”[51].
Catón establece claramente que el desarrollo de la industria doméstica romana
dependió de “la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al
mando por el verdadero camino, esto es, por la virtud misma”[52], con
lo que el erario público llegó a ser caudaloso y las haciendas privadas de poca
monta, pero la corrupción de las costumbres hizo todo lo contrario:
“públicamente, la pobreza, y en privado, la opulencia”[53].
Cuando en el gobierno se sigue el camino de la verdadera virtud, la cual no
debe servir a la gloria humana, sino a la divina: “Y cuando los que profesan
verdadera religión viven bien y han cultivado esta ciencia de gobernar el
pueblo, por la misericordia de Dios alcanzan esta potestad, no hay felicidad
mayor para las cosas humanas”[54].
Habiendo criticado en lo general a las teologías fantástica y
civil, San Agustín se detiene en el libro VII para determinar si los dioses
selectos de la teología civil tienen cabida en la ciudad de Dios. Varrón
enumera a los siguientes dioses elegidos: “Jano, Júpiter, Saturno, Genio, Mercurio,
Apolo, Marte, Vulcano, Neptuno, Sol Orco, el padre Líbero, la tierra, Ceres,
Juno, la Luna, Diana, Minerva, Venus y Vesta”[55].
Pero estos dioses selectos conforman una reducida élite cuyas funciones se
confunden con los dioses inferiores y cuyas afrentas son comparables a los de
estos últimos: “apenas se halla uno de los dioses no selectos, que por algún
crimen abominable, no haya incurrido en mala fama; y apenas ninguno de los
elegidos que no tuviese sobre su honor una singular nota de alguna insigne
afrenta”[56]. La explicación de esta
atroz confusión puede encontrarse ya en las demonios malvados, los cuales “por
la sutileza de los cuerpos aéreos, nos procuran retirar y desviar del
aprovechamiento y progreso espiritual de nuestras almas, [y] no nos abre el
camino para lograr conocer y ver a Dios, sino que nos lo impiden, para que no
caminemos por él...”[57], ya
en necesidad de adular y lisonjear a ciertos hombres, para los que se
instituyeron el culto divino “y peculiares solemnidades... cundiendo este culto
paulatinamente por los ánimos de los hombres, semejantes a los demonios y,
amigos de estas sutilezas”[58].
Sólo gracias a la religión verdadera y única se puede descubrir que los dioses
de los gentiles son “sumamente impuros y unos obscenos demonios”[59].
Más atención y cuidado que esta teología civil, merece la
teología natural, ya que no es una teología novelesca o teatral, que verse
sobre las culpas o los apetitos de los dioses, sino que resulta de las
especulaciones de los filósofos; el libro VIII que es el que el Santo dedica a
esta cuestión, es de gran interés para la filosofía. Para el Santo, quienes más
se aproximaron a la verdad cristiana fueron los platónicos, por ende, es con
ellos con quienes se debe discutir en materia de teología: “cuanto contienen
estas dos teologías [ya examinadas en los libros anteriores]... la fabulosa y
la civil, debe ceder a los filósofos platónicos, que confesaron que el Dios
verdadero era el autor de todas las causas, el ilustrador de la verdad y el
dador de la bienaventuranza, sino que también deben ceder a los ínclitos
varones que tuvieron una noticia exacta de un Dios tan grande y tan justo, esto
es, a todos los otros filósofos que, gobernados por una razón recta y
atendiendo sólo a las cualidades del cuerpo, creyeron que los principios de la
Naturaleza eran corporales, así como Thales imaginó que era el agua;
Anaxímenes, el aire; los estoicos, el fuego; Epicuro, los átomos... y otros
varios... quienes sostuvieron que los cuerpos, o simples o compuestos,
vivientes o no vivientes, pero en realidad cuerpos, eran la causa y principio
de las cosas”[60].
[1] San
Agustín. Del Orden. Libro II, Capítulo V. Citado En Los filósofos
medievales. p. 174
[2] Ibid.
Capítulo XVIII. Citado en Ibid. p. 183
[3] Guillermo Fraile. Historia
de la filosofía: II, 1º. p. 198
[4] “Augustine left behind 5,000,000
words that survive today”. Información obtenida en la siguiente página
web: http://www.sanagustin.esc.edu.ar/indexfr.html
[5] La
Ciudad de Dios. Proemio. p. 1.
[6]
Guillermo Fraile. Historia de la filosofía: II, 1º. p. 227.
[7] “...
fui de parecer que debía responder, en primer lugar, a los enemigos, quienes,
como viven arrastrados de los gustos y deleites terrenos, apeteciendo con ansia
los bienes caducos y precederos, cualquiera adversidad que padecen... lo
atribuyen criminalmente a la religión cristiana, la cual es solamente la
verdadera y saludable religión, y porque entre ellos hay también vulgo estúpido
e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra nosotros, como
excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos; persuadiéndose
los necios que los sucesos extraordinarios que acaecen con la vicisitud de los
tiempos no solían acontecer en las épocas pasadas”. Ciudad de Dios. IV,
1. p. 80.
[8] Ibid.
IV, 3. p. 82.
[9] Idem.
[10]
Idem.
[11]
“Llamamos Ciudad de Dios aquella de quien nos testifica y acredita la Sagrada
Escritura que no por movimientos fortuitos de los átomos, sino realmente por
disposición de la alta Providencia sobre los escritos de todas las gentes
rindió a su obediencia, con la prerrogativa de la autoridad divina, la variedad
de todos los ingenioso y entendimientos humanos. Porque de ella está escrito:
“Cosas admirables y grandiosas está profetizadas de ti, ¡oh ciudad de Dios!...”
Ibid. XI, 1. p. 241.
[12] Ibid. XV, 4. p. 334.
[13] Ibid. XIII, 1. p. 288.
[14] Ibid. XV, 5. p. 335.
[15] Ibid. XV, 5. p. 335.
[16] Ibid. XII, 28. p. 287.
[17] Ibid. XIV, 4. p. 311.
[18] Ibid. p. 312.
[19] Ibid. IV, 4. p. 82.
[20] Ibid. IV, 6. p. 83.
[21] Ibid. IV. 15. p. 89.
[22] Idem.
[23] Ibid. V, 19. p. 123.
[24] Ibid. IV. 25. p. 96.
[25] Ibid. V. 19. p. 123.
[26] Ibid. IV. 31. p. 100.
[27]
Ibid. VI, 6. p. 135.
[28]
Ibid. VI, 4. p. 133.
[29]
Varrón. Sobre las antigüedades. Citado en Idem.
[30] Idem.
[31] Ibid. p. 134.
[32] Ibid. VI, 5. p. 134.
[33] Idem.
[34] Idem.
[35]
Ibid. p. 135.
[36]
Idem.
[37]
Ibid. VI, 7. p. 137.
[38] En
otro lugar el Santo lamenta que Varrón “haya colocado entre los asuntos de la
religión los juegos escénicos”. Ibid. IV. 31. p. 100. El Santo comparte la
postura de Platón según la cual los poetas deben ser desterrados de la ciudad
ideal: “Platón... no duda en desterrar de una República bien ordenada todas las
sacrílegas futilezas y ficciones de los poetas, de las que los dioses, por lo
que participan de la abominación y de la torpeza, se complacen y deleitan”.
VIII. 13. p. 177. Respecto a la afición juvenil del Santo por el teatro Cf. Confesiones.
III. 2. p. 55: “Me arrebataban también hacia sí los espectáculos del teatro,
llenos de imágenes de mis miserias e incentivos del fuego que en mí ardía”.
[39]
Ibid. VI, 6. p. 136.
[40]
Ibid. IV, 29. p. 98.
[41]
Ibid. IV, 32. p. 101.
[42]
Ibid. IV, 34. p. 102.
[43] Pero solo a los buenos les concede
Dios la verdadera felicidad. Ibid. IV. 33. p. 101. “Dios… concede la eternal felicidad en el reino
de los Cielos a sólo los piadosos; y el reino de la tierra a los píos y a los
impíos...” Ibid. V, 21. p. 124.
[44]
Ibid. IV. 33. p. 101.
[45] Ibid. V. 1. p. 103.
[46] Cf.
también Confesiones. IV, 3. p. 73: “Del influjo de los cielos nace a los
hombres la causa de pecar... esto lo dicen para que el hombre, que es carne y
sangre y corrupción soberbia, quede disculpado y se atribuya el pecado al
Creador y Gobernador del cielo y de los astros”.
[47] Otra
arte adivinatoria sin fundamento es la hidromancia: “Este modo de adivinar, que
vino de Persia, del cual usó Numa [Pompilio], y después Pitágoras, donde no sin
intervención de sangre dice [Varrón] que se hacen sus preguntas a las sombras
infernales... en griego se llama Necromancia; la cual, ya se llame hidromancia
o necromancia, es lo mismo que adonde aparecen, o parece que adivinan los
muertos”. La Ciudad de Dios. VII, 35. p. 165. Según refiere el Santo,
los libros donde estas cosas se relatan fueron enterrados, pero poco tiempo
después fueron descubiertos mientras se araba la tierra, y se llevaron al
Senado: “cuán pernicioso y ajeno al culto del verdadero Dios pareció lo que se
contenía en aquellos libros , se puede inferir de la providencia del Senado,
que más quiso quemar lo que Pompilio había escondido que temer lo que temió él
mismo, que no pudo atreverse a practicar una acción tan generosa”. Ibid. VII. 35.
p. 166.
[48] Ibid. V. 1. p. 103..
[49] Ibid. V, 4. p. 105.
[50] Ibid. V, 5. p. 106.
[51]
Ibid. V, 12.p. 113. “... aquel Dios verdadero que no deja de juzgar ni de
favorecer al linaje humano, fue el mismo que dio el reino a los romanos cuando
quiso y en cuanto quiso, y el que le dio a los asirios, y también a los
persas...” Ibid. V, 21. p. 124.
[52]
Ibid. V, 12. p. 116. “... el que está agradado de sí mismo no deja de ser
hombre; pero el que con verdadera religión cree y espera en Dios, a quien ama,
más mira y atiende a las cualidades en que está desagradado de sí, que a
aquéllas, si hay algunas en él, que no tanto le agraden a él cuanto a la misma
verdad, y esto con que puede ya agradar, no lo atribuye sino a la misericordia
de Aquel a quien teme agradar, dándole gracias por los males de que le ha
sanado, y suplicándole por la curación de los otros que tiene todavía por
sanar”. Ibid. V. 20. p. 124.
[53] Idem.
[54] Ibid. V, 19. p. 123.
[55] Ibid. VII, 2. p. 144.
[56] Ibid. VII, 4. p. 146.
[57] Ibid. IX. 18. p. 205.
[58]
Ibid. VII. 17. p. 154.
[59]
Ibid. VII. 33. p. 164.
[60]
Ibid. VIII. 5. p. 170.
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