sábado, 18 de enero de 2014

San Agustín: fe, razón y religión en la Ciudad de Dios


SAN AGUSTÍN: FE, RAZÓN Y RELIGIÓN EN LA CIUDAD DE DIOS

 Por Javier Brown César

Las relaciones entre fe y filosofía son en San Agustín de franca armonía: “Ni persigue otro fin la verdadera y auténtica filosofía sino enseñar el principio de todas las cosas, y la grandeza de la sabiduría que en El resplandece, y los bienes que sin detrimento suyo se han derivado para nuestra salvación de allí. Ella nos instruye en nuestros sagrados misterios, cuya fe sincera e inquebrantable salva a las naciones, dándoles a conocer a un Dios único, omnipotente…[1]” Y más adelante en el mismo opúsculo señala la tarea de la filosofía: “Dos problemas le inquietan: uno concerniente al alma, el otro concerniente a Dios. El primero nos lleva al propio conocimiento, el segundo al conocimiento de nuestro origen. El propio conocimiento nos es más grato, el de Dios más caro; aquél nos hace dignos de la vida feliz, éste nos hace felices. El primero es para los aprendices, el segundo para los doctos”[2]. 

 

Las relaciones entre fe y razón son así de una profunda intimidad: Intellige ut credas. Crede ut itelligas. Así, la inteligencia prepara para la fe, la fe a su vez dirige e ilumina la inteligencia y ambas juntas llevan al amor, o lo que es lo mismo “del entender al creer, del creer al entender, y del creer y el entender al amor”[3]. La actitud conciliadora de San Agustín sigue una línea ya trazada anteriormente por San Justino y Clemente de Alejandría, sus reflexiones sobre la religión permiten sustentar la siguiente tesis: cuando las relaciones entre razón y religión se piensan bajo un esquema conciliador, la filosofía de la religión o por lo menos el pensamiento acerca de la esencia de la religión, se hace presente; de manera similar, cuando la razón se piensa como opuesta a la religión el tema de la esencia de la filosofía de la religión difícilmente se presenta.

 

Nuestro estudio de la filosofía de la religión en San Agustín tendrá que ser sumamente selectivo, dado que el Santo escribió 5 millones de palabras a lo largo de su fructífera vida[4]. Nos centraremos en los primeros libros de la Ciudad de Dios para presentar la defensa que hace Agustín de la verdadera religión ante los paganos, quienes a raíz de la caída de Roma en poder de los bárbaros en el 410 d.C., esgrimieron razones para culpar al Cristianismo de los males que aquejaban al supuestamente perenne Imperio romano. El cometido principal de la obra que analizaremos brevemente es la defensa de la gloriosa Ciudad de Dios, cuyo Rey, fundador y Legislador es “Aquel mismo que en la Escritura indicó con las señales más evidentes a su amado pueblo el genuino sentido de aquel celebrado y divino oráculo, cuyas enérgicas expresiones claramente expresan que Dios se opone a los soberbios, pero que al mismo tiempo concede su gracia a los humildes”[5]. 


 

La oposición de los dos reinos, el del cielo y el de la tierra, que será el eje articulador de la Ciudad de Dios, no tiene como cometido establecer una distinción tajante entre el Estado y la Iglesia “como se hará siglos más tarde”[6], sino antes bien presentar una defensa, ante los enemigos del cristianismo, de la verdadera religión[7] al interior de un Estado que se pueda configurar como el cielo en la tierra. La confrontación entre ambos reinos se puede presentar en forma simple, a partir de una reducción significativa, al considerar los diferentes tipos de vida de dos hombres: uno de éstos pobre y el otro muy rico”[8]. El hombre rico “contristado con temores, consumido de melancolía, abrasado de codicia, nunca seguro, siempre inquieto, batallando con perpetuas contiendas y enemistades, que con estas miserias va acrecentando sobremanera su patrimonio, y con tales incrementos va acumulando también gravísimos cuidados”[9], representa el tipo del vanidoso, del hombre que a pesar de reinar es un esclavo, que estraga y destruye su “alma con la mayor libertad de pecar”; el hombre de mediana hacienda, por el contrario, representa el tipo del humilde, del hombre auténticamente libre, a pesar de no ser él quien reine, sino sólo el que sirve: “contento con su corto caudal, acomodado a sus facultades, muy querido de sus deudos, vecinos confidentes y amigos, gozando de una paz dulce, piados en la religión, de corazón benigno, de cuerpo sano, ordenado en la vida, honesto en las costumbres y seguro en conciencia”[10].

 

La ciudad terrena, a diferencia de la ciudad de Dios[11], no es sempiterna, “porque cuando estuviere condenada a los últimos tormentos no será ciudad, en la tierra tiene su bien propio, del que se alegra como pueden alegrar tales cosas”[12]; pero además, de manera similar a como la caída del primer hombre significó el “origen y propagación de la muerte”[13], la primera ciudad terrena nació de un fratricidio: Caín, el primer fundador de la ciudad terrena, fue fratricida, “porque vencido de la envidia mató a Abel, ciudadano de la ciudad Eterna, que era peregrino en esta tierra”[14]. La maldad original, llevó a Caín a matar a su hermano “por la diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque son buenos y ellos malos”[15]. Esta maldad original nace del pecado del primer hombre, de quien se derivan, “en el linaje humano dos compañías o congregaciones de hombres, como dos ciudades; porque de él habían de nacer, unos para venirse a juntar con los ángeles malos en las penas y tormentos, otros con los buenos en el premio eterno por oculto, por justo juicio de Dios”[16].

 

La analogía que el obispo de Hipona hace entre la ciudad y el hombre permite plantear el tema de la confrontación entre la ciudad celestial y la ciudad terrena, desde un punto de vista antropológico y político. En el plano antropológico, la distinción operativa se puede dar entre el hombre que puede vivir de acuerdo a la verdad y el que vive en la mentira; en el plano político, la distinción se puede dar entre los reinos justos y los injustos. En el ámbito individual, el hombre que vive “según el hombre y no según Dios, es semejante al demonio”, mientras que el hombre que vive según la verdad, “no vive conforme a sí mismo, sino según Dios”[17], de aquí proceden “dos ciudades entre sí diferentes y contrarias”[18], en una se vive según el espíritu y en otra según la carne, siendo lo carnal lo propio de vivir según el hombre. En los reinos en que se vive según la carne (lo propio del hombre), se vive sin la virtud de la justicia: “son... una junta de hombres gobernada por su príncipe, la que está unida entre sí con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron”[19]; estos reinos son execrables latrocinios.

 

Históricamente, el estigma de Caín revivió con el rey Nino, el cual fue el primero que hizo la guerra a sus vecinos para extender su domino, con lo que se rompió una antigua costumbre, como lo relata Justino: “Al principio del mundo el imperio de las naciones le tuvieron los reyes, quienes eran elevados al alto grado de la majestad, no por ambición popular, sino por la buena opinión que los hombres tenían de su conducta. Los pueblos se gobernaban sin leyes, sirviendo de tales los árbitros y dictámenes de los reyes, los cuales estaban más acostumbrados a defender que a dilatar ambiciosamente los términos de su imperio. El reino que cada uno poseía se incluía dentro de los límites de su patria. Nino, rey de los asirios, fue el primero que con nueva codicia y deseo de dominar, mudó esta antigua costumbre conservada de unos a otros desde sus antepasados”[20].

 

La figura del rey Nino funge como ejemplo de la congregación de hombre malos, que buscan extender su reino movidos por la codicia y el deseo de dominar, contra esta congregación la guerra es justa. La contrapartida de la congregación a la que perteneció Nino, es la de los hombres de bien, los cuales ciertamente gustan de la grandeza del reino, pero sólo cuando se da la ocasión de que los malos vecinos provoquen la guerra: “porque el ser malos aquellos a quienes se declaró justamente la guerra, sirvió para que creciese el reino, el cual sin duda fuera pequeño y limitado si la quietud y bondad de los vecinos comarcanos, con alguna injuria, no provocara contra sí la guerra”[21]. El estado de guerra es propio de reinos vecinos en los que prevalece el tipo de hombre que vive en la mentira, según la carne, mientras que la paz es propia de reinos vecinos en los que prevalecen hombres que viven en la verdad, o sea en Dios y en la verdadera religión: “si permaneciesen con tanta felicidad las cosas humanas, gozando los hombres con quietud de sus haberes, todos los reinos fueran pequeños en sus límites, viviendo alegres con la paz y concordia de sus vecinos, y así hubiera en el mundo muchos reinos de diferentes naciones...”[22]. Desde luego, un reino así, pacífico y quieto, puede agrandarse sí y sólo si los beligerantes vecinos provocan la guerra.

 

Lo propio de los reinos pacíficos es que quienes ahí gobiernan lo hacen no para gloria de los hombres ni con el deseo de dominar sino por gloria de Dios, en lo cual consiste la verdadera religión: “ninguno, sin la verdadera piedad, esto es, sin el verdadero culto del verdadero Dios, puede tener verdadera virtud, y...ésta no es verdadera cuando sirve a la gloria humana”[23]. Ahora bien, ante los hombres este Dios es uno y es el auténtico dador de la felicidad: “apruebo, ciertamente, lo que ellos creyeron [los hombres que adoraban tanta multitud de dioses], que daba la felicidad un dios a quien no conocía; luego busquen a éste, adórenle; éste basta. Repudien el orgullo y tráfico de innumerables demonios...”[24] La mayor felicidad en las cosas humanas y en el reino se da cuando quienes “profesan la verdadera religión viven bien y han cultivado esta ciencia de gobernar al pueblo, por la misericordia de Dios,...”[25]

 

Esta contraposición entre los reinos justos y pacíficos e injustos y beligerantes permite dar pie a la cuestión sobre la religión propia de estos últimos. El caso paradigmático que permitirá confrontar a la auténtica y verdadera religión con las falsas religiones será el de Roma, con su gigantesco panteón de fantásticos dioses civiles, caracterizados generalmente por ser humanos, demasiado humanos. San Agustín pasa revista a la “teología” de su tiempo, con el fin de contrastar las diversas formas bajo las cuales los demonios se revisten con las galas de la divinidad y se presentan a los hombres para extraviarlos por el camino de la superstición, la falsedad, la carne y la codicia. Para introducir el tema de la religión en la ciudad terrena (la civitas diaboli), el Santo hace suya la distinción que tiene su origen en el pontífice Escévola y que será retomada posteriormente por Varrón, entre tres géneros de dioses: uno introducido por los poetas, otro por los filósofos y el último por algunos príncipes de la ciudad.

 

La posición de San Agustín, con respecto al tratado de Varrón, sobre las cosas humanas y divinas, es profundamente crítica y polémica, las ambigüedades e imprecisiones del autor romano son denunciadas por el Santo Padre con contundencia y claridad. En principio, San Agustín recrimina a Varrón el haber llegado tan cerca del verdadero y auténtico Dios, pero sin dar el paso definitivo hacia Él, a raíz de su fidelidad y apego a las tradiciones de la ciudad romana. El paso consistiría en sostener que hay un solo Dios, por cuya providencia se gobierna el mundo y que éste se debe adorar “sin representación sensible”. Varrón es presa de la ambigüedad, atrapado entre los dioses civiles de Roma y el auténtico Dios, “que con movimiento y razón rige el Universo”[26]. Según relata el Obispo de Hipona, el libro de Varrón es la más importante obra pagana sobre cuestiones religiosas y teológicas al interior del Imperio romano, de ahí la necesidad de considerar atentamente las opiniones de este autor al que San Agustín considera el más ingenioso y sabio de entre todos los hombres, “pero hombre, en fin, y no Dios”, y que no fue “elevado a la cumbre de la verdad y de la libertad por el espíritu de Dios para ver y publicar las maravillas divinas”[27]. El tratado de Varrón se divide en cuarenta y un libros sobre las antigüedades, las cuales se dividen a su vez en materias divinas y humanas (véase el siguiente cuadro).

 

LOS 43 LIBROS DE MARCO VARRÓN ACERCA DE LAS ANTIGÜEDADES DE LAS COSAS HUMANAS Y DIVINAS
MATERIAS HUMANAS
De los hombres
De los pontífices
De los augurios
De los 15 varones que atienden las funciones sagradas
De los lugares
De los oratorios
De los templos
De los lugares religiosos
De los tiempos
De las ferias
De los juegos circenses
De los juegos escénicos
MATERIAS SAGRADAS
Sobre las consagraciones
Sobre la reverencia y el culto particular
Sobre el público
Sobre los dioses
De los dioses ciertos
De los dioses inciertos
De los dioses escogidos

 

La crítica hacia el amplio programa de Varrón tiene como punto de partida la ordenación particular de los libros: la razón por la que las materias sagradas ocupan un lugar posterior respecto a las humanas y las razones por las que estas últimas deban ser tratadas al principio. El argumento que aporta Varrón para colocar las cosas divinas después de las humanas consiste en que: “antes hubo ciudades, y después estas ordenaron e instituyeron las ceremonias de la religión”[28]. “Así como es primero el pintor que la tabla pintada, primero el arquitecto que el edificio, así son primero las ciudades que las instituciones que ordenaron estas mismas”[29]. Pero para San Agustín, tanto las ciudades como las instituciones no son anteriores a la verdadera religión: “es indudable que a la verdadera religión no la fundó ninguna ciudad de la tierra, ante sí, ella es la que establece una ciudad verdaderamente celestial. Y ésta nos la inspira y enseña el verdadero Dios, que da la vida eterna a los que de corazón le sirven”[30]. Además, si bien Varrón, par la consideración de las cosas humanas se basó en “el orden de los sucesos y acaecimientos”, en materia divina siguió sólo “conjeturas y sueños fantásticos”, por lo que “escribió los libros pertenecientes a las cosas divinas, no según el idioma de la verdad que concierne a la naturaleza, sino según la falsedad que toca al error”[31].

 

Según Varrón, la teología, definida como “ciencia de los dioses” se divide en fabulosa o mítica, natural y civil. La teología mítica, a la que también se puede denominar fabulosa, “que es lo mismo que mithicon, pues mithos en griego, quiere decir fábula”[32] es la que usan los poetas; dicha teología debe reprenderse libremente porque en ella se “hallan infinitas ficciones indignas de la naturaleza de los inmortales”[33]. La teología física o natural es la de los filósofos, quienes “dejaron escritos... muchos libros, donde se expone qué sean los dioses, de qué género y calidad, desde que tiempo proceden, si son ab aeterno, si constan de fuego... si de números... si de átomos”[34]; de esta teología, Varrón sólo refirió las controversias, sin reprender proposición alguna. El tercer género, la teología civil es “el que en las ciudades, los ciudadanos, con especialidad los sacerdotes, deben saber y administrar, en el cual se incluye qué dioses deben adorarse y reverenciar públicamente, qué ritos y sacrificios es razón que cada uno les obedezca”[35]. En resumen: “La primera teología... principalmente es acomodada para el teatro; la segunda, para el mundo; la tercera para la ciudad”[36].

 

Independientemente de la primacía de la teología natural con respecto a las Teologías fantástica y civil, resulta del todo arbitraria la distinción entre estas dos últimas ya que ¿no acaso el teatro está en la ciudad? Por ende, la “Teología civil se reduce a la Teología fabulosa, teatral, escénica, llena de preceptos indignos y torpes, y toda esta que justamente parece se debe reprender o condenar es parte de la otra, que, según su dictamen [de Varrón], se debe reverenciar y adorar”[37]. La crítica de San Agustín, se dirige por ende a descalificar las Teologías escénicas[38]: “¿os parece, acaso, que debemos perder o esperar la vida eterna de los dioses poéticos, teátricos, juglares y escénicos? Ni por pensamiento; antes nos libre Dios de cometer tan execrable y sacrílego desatino. ¿Acaso interpondremos nuestros ruegos para suplicar nos concedan la vida eterna unos dioses que gusta oír unos desvaríos, y se aplacan cuando se refieren y frecuentan en semejantes lugares sus culpas? Ninguno, a lo que pienso, ha llegado con su desvarío a un tan grande despeñadero de tan loca impiedad. De donde se infiere que nadie alcanza la vida eterna con la Teología fabulosa, ni con la civil; porque una va sembrando doctrinas detestables, fingiendo de los dioses acciones torpes, y la otra, con el aplauso que las presta, las va segando y cogiendo; la una esparce mentiras, la otra las coge; la una recrimina a las deidades con supuestas culpas, la otra recibe y abraza entre las cosas divinas los juegos donde se celebran tales crímenes; la una, adornada con la poesía humana, pregona abominables ficciones de los dioses; la otra consagra esta misma poesía a las solemnidades de los mismos dioses; la una canta las impurezas y bellaquerías de los dioses, la otra las estima sobremanera; la una las publica y finge, y la otra o las confirma por verdaderas o se deleita aun con las falsas; ambas son seguramente torpes, falsas; pero la una –que es la teátrica-, profesa públicamente torpeza; y la otra –que es la civil- , se adorna con la obscenidad de aquélla. ¿Es posible que hemos de esperar alcanzar la vida eterna con lo que ésta, caduca y temporal, se profana?”[39]

 

Propio de las teologías escénicas, caras a la civitas diaboli, es la proliferación de diversas prácticas supersticiosas que van desde la idolatría hasta las artes adivinatorias y el trato directo con los demonios. Cabe aquí hacer un breve recuento de las prácticas que predominaron en las falsas religiones de la Roma pagana. San Agustín condena los agüeros y en especial aquel según el cual “Marte, Término y Juventas no quisieron ceder su lugar a Júpiter, rey de los dioses, porque con esto, dicen, pronosticaron que la nación Marcial, esto es, los romanos, a nadie habría de ceder el lugar que ocupasen; que ninguno había de mudar los términos y límites romanos por respecto al dios Término, y que la juventud romana, por la diosa Juventas, a nadie había de ceder en valor y constancia”[40]. Pero este agüero fue vano, y es sólo un reflejo de la forma como los romanos tributaban el culto que se debía a Dios, a la Naturaleza creada. Dichos agüeros, así como la proliferación de religiones paganas, no sólo es un signo de la corrupción de las costumbres al interior del Imperio romano, sino antes bien, una forma de imitar a los demonios y de engañar al pueblo “porque así como los demonios no pueden poseer sino a los que han engañado, así también los príncipes, no digo los justos, sino los que son semejantes a los demonios, lo mismo que sabían era mentira y vanidad con nombre de religión, como si fuera verdad lo persuadieron al pueblo, pareciéndoles que de este modo estrechaban más el vínculo de la unión cival, para tener así obediente y sujeto...”[41]

 

Como estrategia política, el tráfico con los demonios era una herramienta para garantizar, mediante el engaño, la estabilidad y unidad del Imperio. Pero dichos artilugios, alejaron a los romanos de la verdadera religión, en la cual se rinde culto al “único y solo Dios verdadero”[42]. Ciertamente, Dios uno es “el autor y único dispensador de la felicidad” y “el único que da los reinos de la tierra a los buenos y a los malos[43], no temerariamente y como por acaso... sino según el orden natural de las cosas y de los tiempos, que es oculto a nosotros y muy conocido a El”[44], pero los romanos pretendían, con sus artes adivinatorias, penetrar en aquello que sólo es conocido por Dios. La estabilidad del Imperio no era algo que se pudiera garantizar a través de sacrificios paganos o ni observando la posición de las estrellas, ya que el destino de todo reino está en manos de Dios: “la Divina providencia es la que funda los reinos de la tierra”[45].

 

A la divina providencia, los romanos oponían el hado, especie de fatalidad fortuita y sin plan que podía anticiparse en las estrellas[46]. Encontramos aquí una práctica adivinatoria para la cual no hay fundamento[47]: “a los que son de la opinión que sin la voluntad de Dios las estrellas decretan lo que hemos de practicar o lo que, tenemos de bueno o padecemos de malo, no hay motivo para que les den oídos ni crédito, no sólo los que profesan la verdadera religión, sino los que siguen el culto de cualesquiera dioses, aunque falsos; porque esta opinión es errónea ¿qué otra cosa hace que persuadir que de ningún modo se adore a dios alguno, ni se le haga oración?”[48] Además, suponiendo que los astros influyan en los caracteres buenos o malos, no se explica cómo es posible que mellizos a los que separa una diferencia mínima en cuanto a tiempo presenten caracteres tan distintos y en ocasiones opuestos: “Nacieron dos gemelos en tiempo de los antiguos padres... de tal suerte el uno tras el otro, que el segundo tuvo asida la planta del pie del primero. Hubo tanta diversidad en su vida y costumbres, tanta desigualdad en sus acciones y tanta diferencia en el amor de sus padres, que esta distancia les hizo entre sí enemigos... el uno pasó su vida sirviendo, el otro no sirvió; el uno era amado de su madre, el otro no lo era; el uno perdió la dignidad que entre ellos era tenida en mucho aprecio, y el otro la alcanzó...”[49] ¿Qué misterio se encierra en que los concebidos en un mismo tiempo, en un mismo momento, debajo de una misma constelación del cielo, no pueden tener diferentes surtes que los traigan a diferente necesidad de vivir o de morir?[50]

 

La explicación de porqué los romanos tuvieron tan esplendoroso y durable imperio, es independiente del hado y del curso de las estrellas: “el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que tributaba a los falsos númenes... sino [debido[ a la poderosa voluntad del sumo y verdadero Dios”[51]. Catón establece claramente que el desarrollo de la industria doméstica romana dependió de “la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando por el verdadero camino, esto es, por la virtud misma”[52], con lo que el erario público llegó a ser caudaloso y las haciendas privadas de poca monta, pero la corrupción de las costumbres hizo todo lo contrario: “públicamente, la pobreza, y en privado, la opulencia”[53]. Cuando en el gobierno se sigue el camino de la verdadera virtud, la cual no debe servir a la gloria humana, sino a la divina: “Y cuando los que profesan verdadera religión viven bien y han cultivado esta ciencia de gobernar el pueblo, por la misericordia de Dios alcanzan esta potestad, no hay felicidad mayor para las cosas humanas”[54].

 

Habiendo criticado en lo general a las teologías fantástica y civil, San Agustín se detiene en el libro VII para determinar si los dioses selectos de la teología civil tienen cabida en la ciudad de Dios. Varrón enumera a los siguientes dioses elegidos: “Jano, Júpiter, Saturno, Genio, Mercurio, Apolo, Marte, Vulcano, Neptuno, Sol Orco, el padre Líbero, la tierra, Ceres, Juno, la Luna, Diana, Minerva, Venus y Vesta”[55]. Pero estos dioses selectos conforman una reducida élite cuyas funciones se confunden con los dioses inferiores y cuyas afrentas son comparables a los de estos últimos: “apenas se halla uno de los dioses no selectos, que por algún crimen abominable, no haya incurrido en mala fama; y apenas ninguno de los elegidos que no tuviese sobre su honor una singular nota de alguna insigne afrenta”[56]. La explicación de esta atroz confusión puede encontrarse ya en las demonios malvados, los cuales “por la sutileza de los cuerpos aéreos, nos procuran retirar y desviar del aprovechamiento y progreso espiritual de nuestras almas, [y] no nos abre el camino para lograr conocer y ver a Dios, sino que nos lo impiden, para que no caminemos por él...”[57], ya en necesidad de adular y lisonjear a ciertos hombres, para los que se instituyeron el culto divino “y peculiares solemnidades... cundiendo este culto paulatinamente por los ánimos de los hombres, semejantes a los demonios y, amigos de estas sutilezas”[58]. Sólo gracias a la religión verdadera y única se puede descubrir que los dioses de los gentiles son “sumamente impuros y unos obscenos demonios”[59].

 

Más atención y cuidado que esta teología civil, merece la teología natural, ya que no es una teología novelesca o teatral, que verse sobre las culpas o los apetitos de los dioses, sino que resulta de las especulaciones de los filósofos; el libro VIII que es el que el Santo dedica a esta cuestión, es de gran interés para la filosofía. Para el Santo, quienes más se aproximaron a la verdad cristiana fueron los platónicos, por ende, es con ellos con quienes se debe discutir en materia de teología: “cuanto contienen estas dos teologías [ya examinadas en los libros anteriores]... la fabulosa y la civil, debe ceder a los filósofos platónicos, que confesaron que el Dios verdadero era el autor de todas las causas, el ilustrador de la verdad y el dador de la bienaventuranza, sino que también deben ceder a los ínclitos varones que tuvieron una noticia exacta de un Dios tan grande y tan justo, esto es, a todos los otros filósofos que, gobernados por una razón recta y atendiendo sólo a las cualidades del cuerpo, creyeron que los principios de la Naturaleza eran corporales, así como Thales imaginó que era el agua; Anaxímenes, el aire; los estoicos, el fuego; Epicuro, los átomos... y otros varios... quienes sostuvieron que los cuerpos, o simples o compuestos, vivientes o no vivientes, pero en realidad cuerpos, eran la causa y principio de las cosas”[60].

 



[1] San Agustín. Del Orden. Libro II, Capítulo V. Citado En Los filósofos medievales. p. 174
[2] Ibid. Capítulo XVIII. Citado en Ibid. p. 183
[3] Guillermo Fraile. Historia de la filosofía: II, 1º. p. 198
[4] “Augustine left behind 5,000,000 words that survive today”. Información obtenida en la siguiente página web: http://www.sanagustin.esc.edu.ar/indexfr.html
[5] La Ciudad de Dios. Proemio. p. 1.
[6] Guillermo Fraile. Historia de la filosofía: II, 1º. p. 227.
[7] “... fui de parecer que debía responder, en primer lugar, a los enemigos, quienes, como viven arrastrados de los gustos y deleites terrenos, apeteciendo con ansia los bienes caducos y precederos, cualquiera adversidad que padecen... lo atribuyen criminalmente a la religión cristiana, la cual es solamente la verdadera y saludable religión, y porque entre ellos hay también vulgo estúpido e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra nosotros, como excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos; persuadiéndose los necios que los sucesos extraordinarios que acaecen con la vicisitud de los tiempos no solían acontecer en las épocas pasadas”. Ciudad de Dios. IV, 1. p. 80.
[8] Ibid. IV, 3. p. 82.
[9] Idem.
[10] Idem.
[11] “Llamamos Ciudad de Dios aquella de quien nos testifica y acredita la Sagrada Escritura que no por movimientos fortuitos de los átomos, sino realmente por disposición de la alta Providencia sobre los escritos de todas las gentes rindió a su obediencia, con la prerrogativa de la autoridad divina, la variedad de todos los ingenioso y entendimientos humanos. Porque de ella está escrito: “Cosas admirables y grandiosas está profetizadas de ti, ¡oh ciudad de Dios!...” Ibid. XI, 1. p. 241. 
[12] Ibid. XV, 4. p. 334.
[13] Ibid. XIII, 1. p. 288.
[14] Ibid. XV, 5. p. 335.
[15] Ibid. XV, 5. p. 335.
[16] Ibid. XII, 28. p. 287.
[17] Ibid. XIV, 4. p. 311.
[18] Ibid. p. 312.
[19] Ibid. IV, 4. p. 82.
[20] Ibid. IV, 6. p. 83.
[21] Ibid. IV. 15. p. 89.
[22] Idem.
[23] Ibid. V, 19. p. 123.
[24] Ibid. IV. 25. p. 96.
[25] Ibid. V. 19. p. 123.
[26] Ibid. IV. 31. p. 100.
[27] Ibid. VI, 6. p. 135.
[28] Ibid. VI, 4. p. 133.
[29] Varrón. Sobre las antigüedades. Citado en Idem.
[30] Idem.
[31] Ibid. p. 134.
[32] Ibid. VI, 5. p. 134.
[33] Idem.
[34] Idem.
[35] Ibid. p. 135.
[36] Idem.
[37] Ibid. VI, 7. p. 137.
[38] En otro lugar el Santo lamenta que Varrón “haya colocado entre los asuntos de la religión los juegos escénicos”. Ibid. IV. 31. p. 100. El Santo comparte la postura de Platón según la cual los poetas deben ser desterrados de la ciudad ideal: “Platón... no duda en desterrar de una República bien ordenada todas las sacrílegas futilezas y ficciones de los poetas, de las que los dioses, por lo que participan de la abominación y de la torpeza, se complacen y deleitan”. VIII. 13. p. 177. Respecto a la afición juvenil del Santo por el teatro Cf. Confesiones. III. 2. p. 55: “Me arrebataban también hacia sí los espectáculos del teatro, llenos de imágenes de mis miserias e incentivos del fuego que en mí ardía”.
[39] Ibid. VI, 6. p. 136.
[40] Ibid. IV, 29. p. 98.
[41] Ibid. IV, 32. p. 101.
[42] Ibid. IV, 34. p. 102.
[43] Pero solo a los buenos les concede Dios la verdadera felicidad. Ibid. IV. 33. p. 101. “Dios… concede la eternal felicidad en el reino de los Cielos a sólo los piadosos; y el reino de la tierra a los píos y a los impíos...” Ibid. V, 21. p. 124.
[44] Ibid. IV. 33. p. 101.
[45] Ibid. V. 1. p. 103.
[46] Cf. también Confesiones. IV, 3. p. 73: “Del influjo de los cielos nace a los hombres la causa de pecar... esto lo dicen para que el hombre, que es carne y sangre y corrupción soberbia, quede disculpado y se atribuya el pecado al Creador y Gobernador del cielo y de los astros”.
[47] Otra arte adivinatoria sin fundamento es la hidromancia: “Este modo de adivinar, que vino de Persia, del cual usó Numa [Pompilio], y después Pitágoras, donde no sin intervención de sangre dice [Varrón] que se hacen sus preguntas a las sombras infernales... en griego se llama Necromancia; la cual, ya se llame hidromancia o necromancia, es lo mismo que adonde aparecen, o parece que adivinan los muertos”. La Ciudad de Dios. VII, 35. p. 165. Según refiere el Santo, los libros donde estas cosas se relatan fueron enterrados, pero poco tiempo después fueron descubiertos mientras se araba la tierra, y se llevaron al Senado: “cuán pernicioso y ajeno al culto del verdadero Dios pareció lo que se contenía en aquellos libros , se puede inferir de la providencia del Senado, que más quiso quemar lo que Pompilio había escondido que temer lo que temió él mismo, que no pudo atreverse a practicar una acción tan generosa”. Ibid. VII. 35. p. 166. 
[48] Ibid. V. 1. p. 103..
[49] Ibid. V, 4. p. 105.
[50] Ibid. V, 5. p. 106.
[51] Ibid. V, 12.p. 113. “... aquel Dios verdadero que no deja de juzgar ni de favorecer al linaje humano, fue el mismo que dio el reino a los romanos cuando quiso y en cuanto quiso, y el que le dio a los asirios, y también a los persas...” Ibid. V, 21. p. 124.
[52] Ibid. V, 12. p. 116. “... el que está agradado de sí mismo no deja de ser hombre; pero el que con verdadera religión cree y espera en Dios, a quien ama, más mira y atiende a las cualidades en que está desagradado de sí, que a aquéllas, si hay algunas en él, que no tanto le agraden a él cuanto a la misma verdad, y esto con que puede ya agradar, no lo atribuye sino a la misericordia de Aquel a quien teme agradar, dándole gracias por los males de que le ha sanado, y suplicándole por la curación de los otros que tiene todavía por sanar”. Ibid. V. 20. p. 124.
[53] Idem.
[54] Ibid. V, 19. p. 123.
[55] Ibid. VII, 2. p. 144.
[56] Ibid. VII, 4. p. 146.
[57] Ibid. IX. 18. p. 205.
[58] Ibid. VII. 17. p. 154.
[59] Ibid. VII. 33. p. 164.
[60] Ibid. VIII. 5. p. 170.

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