Tengo un amigo que leyó todos los
tomos de la Encyclopaedia Britannica, los treinta de la última edición, página
por página. Su tarea de lectura comenzó como la práctica de una religión: cada
noche, antes de acostarse, leía al menos 100 páginas que lo mantenían despierto
hasta la madrugada. Así vivió varias décadas de su vida, si consideramos que la
gran obra, en la quinceava edición, que era la que él tenía, abarcaba cerca de 30,000
páginas. Cuando terminó de leer y casi sin darse cuenta, habían muerto sus
abuelos y sus padres, sus tíos y sus más cercanos familiares; soltero y célibe
tenía un conocimiento acumulado descomunal, pero intransmisible. Para cuando
hablé con él la última vez, sólo recordaba con claridad algunas citas dispersas
de páginas aleatorias del último tomo de la Macropaedia, así como algunas
anécdotas y nombres de diversos artículos y entradas que habían capturado su
morbo y su atención, pero que a estas alturas ya no tenían sentido para él; había
miles de artículos que tenía años de haberlos leído. Y aunque en sus sueños
quiso conservar el recuerdo íntegro de este compendio del saber humano, no fue
capaz de lograrlo: éste terminó almacenándose en un lugar recóndito de su
mente, inaccesible para él.
Junio 25 de 2007
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